Alberto es un hombre que mide 1.82 metros, debe pesar más de 80 kilos, en las reuniones siempre es amable y baila fantástico. Tiene un posgrado en administración de negocios y hace yoga tres veces a la semana. Nunca levanta la voz cuando hay debates arduos entre los amigos. Cualquiera lo describiría como un hombre apacible y controlado. Sebastián, su hijo, está por cumplir siete años. Es más pequeño que los niños de su edad, muy delgado, pero con una energía que lo mantiene en actividad hasta diez horas sin descanso. Una tarde, Sebastián jugaba en el patio común con amigos y derrapó en el lodo con el uniforme de deportes que tenía que usar para ir a la escuela al día siguiente. Su madre enfureció y lo regañó frente a los vecinos con quienes echaba la cascarita. Sebastián respondía a su madre con gritos. Cuando Alberto llegó a la casa la discusión entre la madre y el hijo se hacía cada vez más estridente. Alberto tomó a Sebastián del brazo y le acomodó tres nalgadas que no sólo silenciaron al niño, sino que lo dejaron adolorido por un par de horas. Para Alberto las nalgadas no son golpes y asegura que son una medida extrema a la que todo padre tiene derecho cuando el hijo le falta al respeto. Sin embargo cuando le pregunté qué tan seguido Sebastián merece una nalgada, respondió que al menos dos veces por semana se ve “obligado” a corregirlo de esa manera.
¿Quién de nosotros no ha presenciado más de una vez la escena de una madre o un padre de familia surtiendo de nalgadas a su hijo por alguna mala conducta? ¿Quién no ha escuchado decir que una nalgada a tiempo endereza el rumbo de la criatura?
Las reacciones sociales contra la tortura y la indignación contra la violencia en muchos casos resultan inversamente proporcionales con la tolerancia que aflora cuando se trata de corrección de conductas de menores. Para muchas familias, las nalgadas, “cinturonazos” o agresiones verbales son inevitables herramientas para la formación.
México es un país en el que el maltrato a menores y la violencia intrafamiliar son comunes. El Fondo de Naciones Unidas para la Infancia UNICEF ha reportado que en nuestro país 6 de cada 10 niños sufren algún tipo de agresión en casa (golpes, insultos, humillaciones, abandono); 10% algún tipo de agresión física en la escuela; 5.5% violencia sexual; 16.6% violencia emocional y ocupamos el sexto lugar en América Latina en homicidios de menores. Por su parte, la OCDE nos coloca en el primer lugar en violencia física, abuso sexual y homicidios de menores de 14 años. Frente a estas cifras, es importante considerar que sólo una pequeña proporción de los actos de violencia contra los niños, niñas y adolescentes es denunciada e investigada, y pocos autores son procesados. Además no contamos con instituciones responsables de registrar e investigar a fondo las denuncias de violencia contra niños y adolescentes, ni con procedimientos claros para atenderlos de manera que la familia no sufra desintegración.
El maltrato de padres a hijos suele abordarse como si fuera un problema privado que no tiene consecuencias en el entorno público. La simple intención de cuestionar a alguien sobre los mecanismos de corrección de conducta que aplica con sus hijos puede resultar invasiva y no sólo incómoda para quien considera legítimos los golpes. Las respuestas defensivas denotan la intolerancia para dialogar sobre otras alternativas que no supongan agresión. Alberto evadió el tema cuando le comenté que si Sebastián se porta violento en la escuela y con los compañeros no tendrá forma de explicarle que no es a golpes como se solucionan los problemas. Lo que argumenta es que no hay correlación demostrada entre la educación con nalgadas y el comportamiento agresivo entre menores.
No debemos perder de vista que La Organización Mundial de la Salud OMS, en el informe para prevención de la violencia que publica en 2012, asegura que aquellos niños que sufren violencia en su infancia son más proclives a ser violentos como adultos. Por ello, es indispensable asumir que sí hay implicaciones sociales que rebasan las puertas de un hogar cuando se trata de recurrir a los golpes como sistema correctivo. La consecuencias psicológicas que se producen por recibir maltrato no suelen darse como resultado de un solo acto, sino que se generan tras una frecuencia de episodios que afectan varios ámbitos del desarrollo de los menores: cognitivo, lingüístico, afectivo, social, y además tienen consecuencias sobre otras acciones evolutivas como el apego, la autonomía, la comunicación, entre otras.
En México existen leyes locales que consideran el maltrato infantil como delito e incluso la Constitución establece el derecho de los menores a una vida sin violencia. Lo que sucede es que esto no se traduce en un cambio cultural que modifique la naturalidad con la que muchos padres hacen uso de los golpes.
Frente a los cotidianos eventos de violencia como producto del crimen organizado (en donde participan menores como agresores), ante el apabullante incremento de suicidios en secundaria por bullying (1 de cada 6 jóvenes que ha sido víctima se suicida), urgen en México estrategias legales y políticas públicas que reduzcan el uso de la agresión en casa y concienticen a los padres de los efectos que sus nalgadas desesperadas pueden acarrear en la autoestima de sus hijos.
Twitter de la autora: @maiteazuela
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