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¿Cómo se dirigen los maestros a sus alumnos en el aula de clase? ¿Afecta el tono en que lo hacen? Pablo Doberti plantea estas preguntas y postula la necesidad de reconocer al alumno, de verdaderamente intentar reconocerlo.

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Importa lo que me digas, pero también cómo me lo digas.

De aquel drama de la relación entre escuela y alumno, creo que haríamos bien si lo desplazamos un poco del qué al cómo. Se nos escapan los niños, los perdemos y se nos desconectan porque nuestro “tonito” institucional les resulta insoportable, además de inadmisible.

No acertamos al decirles que algo está bien. Ya no sabemos ni felicitar. Somos torpes. Abusamos de los dedos índice, agitados a velocidad. Apenas ponderamos la participación de alguien, lo estigmatizamos para el resto, negativamente. Al rato le pesará hasta el recreo. “Muy bien”, para la escuela, quiere decir que estemos de acuerdo con ella; que los alumnos seamos previsibles, obvios. Que reforcemos su control. Que le seamos funcionales. Que no la denunciemos. Que no la expongamos a sí misma.

“Muy bien, mi amor” en boca de la maestra suele querer decir “qué funcional me has resultado”. Quiere decir “gracias”. Por eso –precisamente– esa felicitación no tiene prestigio en el recreo y lleva hasta el bullying en los baños. Y el problema no es la felicitación, el acierto en sí, sino aquel tonito…

Preguntamos con esa entonación petulante (del que tiene la respuesta); ponderamos con ese énfasis de guía de museo; reconocemos con más conmiseración que valoración; alabamos con el tonito de presentador de circo de barrio; estigmatizamos a fuerza de un estilo que está fuera de registro y ni qué hablar de época. Estamos fuera y no lo notamos. Instamos al déficit atencional. Aburrimos por las maneras. Perdemos nexo por los gestos de las manos. Somos muy responsables de los fracasos.

La transformación escolar pasa por una decidida transformación del estilo. La institución no sabe cómo. Nos vemos lentos, fuera de forma al frente del aula. Tenemos unas maneras que sólo interrumpen. Hablamos desde donde ya no es posible. Entonamos (¡sobre todo!) como ya no es soportable. Ya no quedan ni animadores de TV que sostengan nuestro tonito. Los códigos cambiaron. Los códigos comunicacionales cambiaron.

Y sin comunicación, no hay escuela; no hay hecho educativo. No se da el aprendizaje. Perdimos contacto con la base…

Por eso vuelvo a insistir en que tal vez sea un inteligente gesto estratégico desplazar el debate de qué enseñamos al estilo con el que lo podríamos hacer. Las formas de la comunicación. Si lográramos que la escuela se replantee sus estilos, lograríamos mucho. Primero porque el estilo nos acerca o nos aleja incluso más que el contenido. Pero también porque el estilo está ligado al contenido; sobre todo al sustrato ético-epistemológico del contenido. Veámoslo con un ejemplo.

Si me propongo estimular la creación, promover la participación y empoderar en general a mis alumnos en su posición ante el conocimiento, mala manera adopto cuando enuncio con exagerada asertividad, cuando pondero mientras relato, cuando todo el tiempo remito mi verdad a la fuente de los oráculos (autores muy extranjeros y mejor si muertos; libros siempre, con referencias indexadas; enciclopedias; frases como “está demostrado científicamente” y cosas por estilo). Si pretendo de verdad abrir espacios para ellos –mis alumnos–, mi discurso tiene que mostrarles por dónde; mi postura corporal tiene que exigirles la toma de posición y mi tono en general tiene que obsesionarse por no caer en el “tonito”.

Tengo que encarnar lo que quiero transmitir. Tengo que ser lo que digo. Tengo que predicar con mi ejemplo. Tengo un desafío ético de primer orden, juzgado en el estilo, es decir, en la estructura y la forma de mi mensaje.

Desde el solo sé que no sé nada de Sócrates al que jamás sería miembro de un club que admitiera a alguien como yo de socio de Groucho Marx, hay muchos modos de enunciar que abren más de lo que cierran, estimulan más de lo que inhiben y, en general, hacen más de lo que deshacen y proponen muchísimo más de lo que imponen.

Son estilos y están por ahí, a la mano de todos; sólo que "ahí" es fuera de la escuela. Dentro de ella, en su sacrosanto perímetro domesticado, como por arte de una magia que es sólo plana cultura ancestral, las diversidades se apagan, los matices se agrisan, las escalas pierden rango y las armonías semitonos, y los estilos acaban yéndose. Y queda poco, casi nada. Quedan los bordes, las calles laterales, el bar de la esquina, los bajo pupitres, los móviles y sus whatsapps, las escaleras, los pisos en general, los cestos de basura, las horas libres. Poner un oído ahí, volver a asistir a lo que en esos subespacios sucede, sería –creo– un primer gran ejercicio de apertura estilística y valor. Si lo hiciéramos, siento que sentiríamos que todavía hay vida.

Luego, claro, nos tocaría el otro gran trabajo de repatriar todo aquello para el seno del aula y del proceso pedagógico. 

Twitter del autor: @dobertipablo

Sitio del autor: pablodoberti.com

Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la posición de Pijama Surf al respecto.