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La escritura es un don pero quizá también una condena, un recurso que por momentos parece obsoleto y, sin embargo, se alza como uno de los pocos a la mano para decir y nombrar y otorgar presencia a la compleja realidad que nos rodea.
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Uno de los cuadernos de Proust

Me persigue la obsolescencia. Como a todos en todo, lo sé, pero me refiero a un punto específico que me viene preocupando.

Se me da la escritura; le guste o no al lector de turno mi texto ocasional, sé que se me da la prosa; sé que la manejo, la exploto y la exploro como pocas otras cosas. Que me puede y le puedo y que jugamos juntos y nos divertimos mientras nos van saliendo algunas cosas.

El problema es que eso que se me da tan bien no sé para qué sirve hoy día. No sé qué hacer con mi don, aunque no pueda parar de escribir. No sé cómo hacer para que valga la pena o si soy yo que ya no estoy valiendo la pena.

Veo por aquí y por allá que la lectura cae en extinción. Veo y constato –digamos. Yo mismo leo bastante menos que antes y de manera muy distinta. Leo como a los saltos, como si se me fuera a quemar la tostada. A mi que hasta hace muy poco me seducía Proust y su inmensidad, ahora me da ansiedad una página con demasiado texto. Veo que en las pantallas no se lee ni dan ganas de leer. Veo que los libros son cada vez más modelos de no lectura. Veo una tendencia que cambia y yo que sigo escribiendo.

¿Me quedaré definitivamente fuera del juego? ¿Acabaremos siendo un museo social?; ¿obsoletos en actividad? Es probable. Pero no me resigno fácil. No entiendo cómo podrían ser las cosas sin la lectura y sin la escritura. Siento que si las perdiéramos, con ellas podríamos perder demasiadas cosas que valen más de lo que nos imaginamos; la imaginación misma, entre otras.

¿Será que toca escribir de otro modo? Seguramente. Más seco, recto y menos florido. No sé. Porque, ¡qué mal escriben los que son más leídos!... en general. Redactan como si tosieran. No hilvanan. Falta cadencia detrás de sus prosas. No hay  música. Echas de menos todo. Falta ímpetu. Carecen de impronta.

¡Tenemos que volver! Quiero volver. Tenemos que lograr que escribir bien sea una virtud mayor, como jugar al futbol o hacer dinero. Pero no poesía, que es género específico, sofisticado y que mal entendido (como suele pasar en la escuela) acaba en la negación del sentido de la escritura. Creo que debemos empezar por la prosa, que no es más fácil, pero es menos abstracta, se toca más, se comparte mejor y está más cerca. Es más contigua.

Tenemos que empezar por volver a posicionar la escritura en la escuela. Saber decir con palabras –diría que digamos-, que es el registro que más me interesa. Producir discurso; ensayar escribiendo y también hablando. Articular, con gracia y con cadencia. Persuadir con las palabras; maniobrar con los argumentos; respirar con los fraseos; pasar sensaciones mediante eficientes expresiones. Dominar. Conquistar. Instruir. Interactuar a cabalidad.

Hacer prosa escrita u oral. Narrar. Contar. Discurrir. Articularnos. Enriquecernos. Encontrar los modos retóricos y aventurarnos a fraseos complejos y sonantes. Subordinar. Conjugar. Hilvanar. Lateralizar, metaforizar, metonimizar, elipsar, hiperbolizar, sinonimizar, antonomizar, hiperbolizar… Hacer fraseo con las palabras y armonía con la sintaxis subyacente. Poner a respirar las oraciones. Oírlas, antes de prestarles atención, antes de afanarnos por comprenderlas. Dejarlas hacer su trabajo. Enriquecerlas y reconocerlas. Festejarlas, cuando hay que festejarlas. O ejecutarlas, sin piedad, cuando no sirven; no darles la menor oportunidad. Jugar con ellas. Dejar que jueguen con nosotros.

Contar y contarnos las cosas. Contar de más de una manera lo mismo, antes que contar mil cosas sin riqueza. Ejercer nuestra humanidad. Volver renovados a lo mismo, pero de otra manera. Buscar el diapasón de las frases. Oírlo. Extraerlo. Complementarlo. Arriesgarse a producir. Criticarnos. Encabalgar. Alabarnos.

¡Ah, qué escuela! Especializada en la música de las palabras: así la promocionaría. Expertos en la sensibilidad de la lengua. Del arte de hablar y escribir.

Antes de que se extinga, quiero pasar mi único don del que no dudo ni dudé jamás. Tal vez tenga otros, pero de éste estoy seguro y quiero legarlo. Escucho cómo caen las expectativas por las palabras y no quiero. Trabajo para reivindicarlas, sin ser antiguo o absurdo.

Pero también escucho – a decir verdad- cómo se reivindican solas las palabras, en otros formatos. Y ahí es cuando no sé si todo está perdido. Hoy hay más palabras en la red y en el aire que las que jamás hubo en la humanidad. Hoy el Babel es diario y se recicla a la velocidad del rayo y se multiplica por segundos. Millones y millones de palabras se cruzan en las nubes como si fuera normal. La gesta es entramarlas y ponerlas a funcionar acompasadamente para que hagan música en lugar de tanto ruido. Que se aprendan a mirar a sí mismas, como en los espejos de las adolescentes, y se propongan algo más que lo que se están proponiendo hoy. Inyectarles ambición y que vuelen. Devolverles peso, sentido.

Operar ese gesto básico de lo humano que es distanciarse de su propia experiencia para juzgarla y reintroducirnos en ella lúcidos y organizados, para darle sentido. Eso con la lengua. Eso con las millones de palabras que atraviesan nuestras nubes vía mails, sms, whatsapps y Facebook y algún que otro impreso.

Si lo logramos, nuestro don en extinción podría convertirse de pronto en brazo armado de una resignificación de la lengua y de su empleo, sea hablada o escrita. De una nueva vuelta de tuerca de nuestra condición humana.

Y como siempre, es la escuela el ámbito desde dónde intentar esta epopeya moderna. Me apunto.

Twitter del autor: @dobertipablo

Sitio del autor: pablodoberti.com