¿Qué ocurre con tu vida cuando dejas Internet durante un año?
AlterCultura
Por: Javier Barros Del Villar - 05/01/2013
Por: Javier Barros Del Villar - 05/01/2013
Una parte de mí estaría encantada con la posibilidad de presentarme como el protagonista de está crónica, pero no es el caso. En lo personal considero que Internet ha revolucionado la realidad humana, desde procesos cognitivos que se llevan a cabo a nivel neuronal, hasta múltiples hábitos sociales, patrones económicos y vértices de la conciencia. Sin embargo, también he presenciado el lado oscuro de esta apasionante herramienta: compulsividad, reemplazo digital de encuentros físicos, atracción desbordada por ‘vivir’ frente a una pantalla, etc.
De acuerdo a lo anterior, solo quiero aclarar que el desear que las siguientes vivencias fuesen mías se debe a que me intriga imaginar el efecto que ‘desconectarme’ de la Red, por un periodo largo, podría tener en mí –pero también porque si este caso fuese una anécdota personal, ello querría decir que mi castidad internetera ya habría terminado.
Paul Miller tenía 26 años, residía en Nueva York y, como es de suponerse, llevaba una intensa vida digital. Tras haber circulado por distintos oficios, entre ellos diseñador web y escritor para medios de tecnología, contempló la posibilidad de tomarse un descanso de la vida que llevaba, empezando por desconectarse por completo de Internet. Para su sorpresa, y por si su motivación místico-existencial no fuese suficiente, recibió una oferta del popular tecnodiario The Verge –con el cual ya trabajaba como articulista–, para compartir actualizaciones desde su celibato digital, lo cual le evitaría tener que idear cómo ganarse la vida durante su año ‘sabático’.
A principios de 2012 yo tenía 26 años y ya estaba exhausto. Necesitaba un descanso de la vida moderna –esa rueda de hámster alrededor de las bandejas de entrada de tu correo electrónico y el constante flujo de información desde la WWW, que parecían consumir mi cordura. Quería escapar.
Pensé que tal vez Internet era un estado contranatural para los humanos, o al menos para mí […]. Dejé de reconocerme a mí mismo más allá de un contexto de ubicua conexión e infinita información. Me preguntaba qué más había en la vida. Quizá la ‘vida real’ estaba esperando para mí al otro lado del navegador.
Tras la oferta de The Verge, Miller decidió agregar un enfoque antropológico a su misión:
Como redactor de asuntos de tecnología me dedicaría a descubrir lo que Internet había provocado en mí a lo largo de los años. A entender la Red, estudiándola a distancia. No solo me convertiría en una mejor persona, sino que ayudaría a todos a hacerlo. Una vez que hubiésemos entendido las maneras en las que Internet nos ha corrompido, entonces finalmente podríamos contraatacar.
El comienzo de la aventura auto-impuesta fue radiante. Paul bajó de peso, escribió en pocas semanas medio libro, leía mucho, jugaba frisbee, andaba en bicicleta y la gente constantemente le remarcaba su buena apariencia. Su concentración mejoró de forma notable, con mucho mayor frecuencia lograba ‘vivir el momento’ y estaba mucho más atento a las necesidades de la gente a su alrededor, por ejemplo, su hermana. En síntesis, durante los primeros meses del ejercicio, todo indicaba que la hipótesis inicial era correcta, que abandonar la vida digital conllevaba algo así como la purificación del ser.
Con el tiempo las delicias de la castidad web comenzaron a diluirse.
Para finales de 2012 había aprendido a secuenciar la toma de malas decisiones sin estar en-línea. Abandoné mis hábitos positivos, y descubrí nuevos vicios off-line. En lugar de canalizar el aburrimiento y la falta de estímulos hacia el aprendizaje y la creatividad, me volqué al consumo pasivo y el retraimiento social.
Al parecer la clave a los problemas cotidianos (y existenciales) que enfrentamos actualmente no reside en nuestro potencial abuso de las tecnologías digitales, tampoco en las largas horas que dedicamos a redes sociales, foros, chats, o alguna de sus variables. De acuerdo con la experiencia de Paul, los malos hábitos que detectamos en nosotros no son en lo absoluto exclusivos de nuestra vida en línea. En el momento en que dejar Internet no fue más una novedad, entonces su palacio off-line se derrumbó.
Tal vez el problema radica en lo rutinario, compulsivo y automatizado que puede ser nuestro esquema de vida –sin importar que hayan o no tuits de por medio. De algún modo me remite al caso del adicto que al dejar de consumir su sustancia habitual cree que automáticamente todos sus problemas se resolverán, cuando en realidad el problema fundamental no es en sí su adicción (independientemente de que juegue un rol determinante), sino aquellos actos que la producen y los que son producidos por ella.
Si bien, como mencioné al principio, han surgido una serie de efectos negativos alrededor de la revolución digital –como suele suceder con prácticamente cualquier otro exceso–, lo cierto es que a fin de cuentas y desde un particular punto de vista, las tecnologías digitales son tan humanas o artificiales como cualquier otra cosa. En este sentido me parece genial un comentario que el teórico web Nathan Jurgenson le compartió a Paul: “Existe mucha realidad en lo virtual, y mucha virtualidad en la realidad”. Y es que en realidad no podemos disociarnos de nuestra esencia humana a pesar de estar inmersos en comunidades virtuales o recurrir constantemente a dispositivos móviles. Y a la vez, por más que vayamos a recluirnos a un bosque (lo cual les aconsejo ampliamente), en realidad nuestra percepción y la forma de procesar nuestro entorno está también permeado por nuestros hábitos digitales –a fin de cuentas Internet ha cambiado nuestra forma de entender las cosas.
En lo personal, a pesar de que este valiente joven neoyorquino concluyó que no se requiere abandonar la vida digital para sacudir tu conciencia y cimbrar tu vida en pro de la evolución, debo confesar que esta extravagante posibilidad no deja de intrigarme –quizá responda a una pincelada de romanticismo sepultado bajo millones de estimulantes bits. Pero también la historia de Paul me recordó la premisa que apunta a que somos capaces de andar nuestros respectivos caminos evolutivos respetando nuestro propio contexto: para practicar, por ejemplo, Zen, no es requisito raparte e irte a vivir a un monasterio en las montañas niponas. De hecho, tal vez el mayor reto frente al Zen para un joven occidental, digitalizado, expuesto a eufóricos flujos de data y miríadas de estímulos, radica precisamente en adaptar, y ejercer, esa filosofía de vida a su realidad cotidiana.
En fin, les recomiendo que lean las múltiples crónicas emitidas por Paul Miller desde su exilio de Internet –o que al menos reflexionen en ellas, ejercicio que posiblemente inducirá un auto-análisis de tu vida cotidiana y tus prácticas digitales. Supongo que al final lo que importa es ser capaz de observarte, de entender lo que estás haciendo, y de tener un sueño en la mira, sin importar lo que a este le depare. Recordemos que en el camino mismo está la recompensa (o algo así).
Twitter del autor: @paradoxeparadis