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El reciente llamado de Vicente Fox a votar por "el claro ganador" y la adhesión de Manuel Espino a la campaña del PRI nos hacen ver que, en las elecciones de 2012, el conservadurismo está representado por Enrique Peña Nieto, en quien está asegurada la permanencia del statu quo.

Este domingo el ex presidente mexicano Vicente Fox ganó la atención pública al realizar unas declaraciones que sorprendieron a todos. Bajo un pretendido llamado a la “unidad” y sin atreverse a mencionar abiertamente el nombre de Enrique Peña Nieto, Fox recomendó “al pueblo de México” apoyar a quien “es claro que se perfila [como] un ganador”.

El consejo de Vicente Fox se da apenas unos días después de que uno de los periódicos de circulación nacional más importantes, el diario Reforma, publicara su encuesta mensual de intención de voto en la que el candidato priista sufrió una caída considerable en las preferencias electorales y, en contraste, el llamado “candidato de las izquierdas”, Andrés Manuel López Obrador, tuvo un repunte calificado de exponencial, quedando la diferencia de ambos en apenas 4 puntos porcentuales: Peña Nieto con 38% de preferencias y López Obrador con 34%. Atendiendo esta encuesta podríamos preguntarnos, no sin malicia, a qué puntero estará aludiendo Fox: ¿al puntero que se desploma o al puntero que se pronostica?

Pero incluso sin tomar en cuenta este contexto ya muchas personas, analistas serios y personas comunes y corrientes, han reparado en la evidente contradicción de la convocatoria foxista. El candidato que hace 12 años llamó a sacar al PRI “a patadas de Los Pinos” es el mismo que ahora hace proselitismo a favor de aquellos que entonces tildó de “víboras prietas” y “tepocatas”.

Y Fox no está solo. Hace un par de semanas el ex panista Manuel Espino anunció su adhesión a Peña Nieto en su calidad de presidente de Volver a Empezar, una confusa asociación política nacida a la sombra del Partido Acción Nacional y la Organización Demócrata Cristiana de América, instituciones de corte conservador que Espino también presidió.

En este punto los signos son claros. Que Espino, en todo su conservadurismo, haya preferido a Peña Nieto sobre la candidata del supuesto partido de derecha, Josefina Vázquez Mota del PAN, habla con mayor elocuencia de Peña que del propio Espino. Significa, de alguna manera, que el ex dirigente panista ve mayor futuro político para sí con la victoria electoral del priista que con la que hasta hace no mucho fue su correligionaria. En pocas palabras, la movida de Espino hace pensar que Peña Nieto está mucho más cerca de la derecha conservadora, reaccionaria e incluso radical, que Vázquez Mota y los panistas que la apoyan. "Sí, [...] en lo personal soy conservador", afirmó sin titubear Enrique Peña Nieto durante su participación en el programa Tercer Grado de Televisa el pasado 23 de mayo.

En sentido similar podría entenderse el llamado dominical de Fox. Para el ex presidente ―entusiasta también del statu quo, privilegiado que cambió el eslogan del cambio por la comodidad en la permanencia inane de todas las cosas― el mejor escenario posible es la llegada de Peña Nieto a la presidencia. ¿Por qué? Probablemente porque esto se traduciría en seis años más de mantenerse en una posición ventajosa fundamentada en el poder y el dinero. Otra muestra de conservadurismo ramplón y egoísta de quien solo ve por sus intereses de clase.

Aunque parezca incómodo o ingenuo decirlo, Andrés Manuel López Obrador representa la esperanza (no sé si la realidad) de desplazar esta normalidad política de reglas no escritas a un punto diametralmente opuesto del espectro. Su manifiesta antipatía por los sectores y personalidades más deplorables de la vida pública mexicana ―líderes del “sindicalismo charro”, los dueños del monopolio televisivo que tiene secuestrado un amplio sector de la opinión pública mexicana, políticos que gozan de una impunidad ofensiva a pesar de los crímenes en que han incurrido, etc.― alimenta la ilusión más emocional que racional de que, si gana las elecciones, no establecerá pactos de ningún tipo con estos llamados “poderes fácticos”, o al menos no si estos acuerdos van en detrimento del bienestar general o de las legislaciones vigentes.

Si pudiera realizarse una matriz de probabilidades, que incluyera todos los factores posibles que influyen en un hecho (pasado de los políticos, sus amistades, su formación, su carrera, sus éxitos y sus fracasos, los valores morales que privilegian, respetan o desprecian, y tantos otros), estoy seguro de que al menos en lo que concierne a este aspecto, en la presidencia de López Obrador el ejercicio amplio y equitativo de la justicia parece más probable que en la de Peña Nieto.

Y no se trata, como se dice coloquialmente, de una “caza de brujas”. Pero si de algo adolece México es de su atávica falta de justicia, rasgo cultural que por siglos ha fomentado comportamientos que van desde los fraudes millonarios a instituciones públicas (como sindicatos o dependencias gubernamentales), hasta innúmeras violaciones cotidianas a los reglamentos más simples (como el de tránsito). Puede ser posible que, simbólicamente, ejercer la justicia en las altas esferas del poder siembre la idea de que en México las leyes existen y se aplican contra todo aquel que las quebranta.

Pero no me desvío más. Este es solo un ángulo desde donde puede derivarse por qué, al menos por probabilidad, el triunfo de López Obrador en las elecciones de julio próximo representa una de las posibilidades más reales de vivir en un país menos impune, menos desigual, menos injusto. Y lo pongo así, en negativo, porque seis años y un presidente no bastan para realizar esta labor hercúlea. Es, también y sobre todo, un trabajo que cada uno de nosotros debe cumplir cotidianamente y por convicción propia.

Solo que, con los descomunales recursos con los que cuenta el gobierno, las cosas pueden acelerarse un poco.

Twitter del autor: @saturnesco