Crónica psiconáutica: Un sensible recorrido por Huautla de Jiménez (entre paisajes y enteógenos)
Psiconáutica
Por: Samuel Mesinas - 05/14/2012
Por: Samuel Mesinas - 05/14/2012
Nunca supe cómo llegué al consumo de las plantas de poder. No sé si fue por la condición de ser mexicano y de origen oaxaqueño lo que me llevó de manera endémica; por curiosidad juvenil, exploración mental o, simplemente, para no dejarme seducir por el monstruo del consumo y narcisismo que devoró a la generación de los años 90.
Recuerdo que sólo buscaba una experiencia mística para alejarme de la vida artificial de la naciente urbe neoliberal, donde la idea de vida colectiva se evaporaba como el agua al llegar al ardiente asfalto de los días de verano. Así, mi encuentro con los dioses vegetales parecía inevitable y un día me pregunté, ¿por qué no comer enteógenos mexicanos?
El consumo de sustancias sicoactivas lejos de los rituales ancestrales y en plena era del vacío, tuvo un revival el último decenio del siglo XX. En las principales capitales del mundo y en el contexto de la naciente tecno-sociedad, influenciada por la cultura rave de finales de milenio, las Plantas de Poder invadieron la mente de mis contemporáneos. Aunque, a diferencia de los pioneros de la psicodelía de los años 60, el actual menú sicotrópico es mucho más amplio, controlado por mafias, bajo un consumo indiscriminado y un tráfico millonario que corrompe a políticos, policías y gobiernos por igual.
Así, a finales del siglo pasado, si buscabas acceder a los misterios de la mente y las experiencias transpersonales existían sólo dos formas: la recién estrenada carretera de la anfetamina, la tacha, la ketamina, el crystal; y el camino rural: ir a la sierra oaxaqueña en busca del teonanácatl o caminar por horas en el desierto, rasposo y seco, para cazar al venado-peyote.
Micofagia
¿Qué es una experiencia de ingesta de psilocibe mexicana? Después de horas de navegar en un mar de miedos y dudas, pero también de deslizarme sobre un lago de colores aceitosos y formas abstractas, mientras mi alma extasiada expandía su dicha y anhelo, me di cuenta de que hay una energía que anima las cosas, la cual corre libremente por el universo, atraviesa todo lo que existe y, al tocarlo, lo dota de inteligencia, sentido de vida, pertenencia y, por supuesto, desapego.
Cuando nos damos cuenta de que pertenecemos a esa energía, sabemos que, tarde o temprano, terminaremos fundiéndonos con ella en su viaje interestelar. Pero, a la vez, accedemos a una realidad aparte, total; integrados en la unidad.
¿Qué sucede con toda esa información liberada y decodificada más allá de los sentidos? La ingesta de hongos resulta en una experiencia sagrada que devuelve elementos fundamentales de fraternidad con uno mismo y su entorno, una voluntad de actuar llevado por una ética de respeto y convivencia con la naturaleza... humana. Sin embargo, a pesar de ser una sensación hipersubjetiva, comer setas resulta en una práctica colectiva donde es posible la empatía, la clarividencia y la telepatía con el entorno, el contexto, el sitio y las personas con las que se comparte el ritual; logrando ver, percibir y entender todos y al mismo tiempo la misma idea o sensación.
Este es uno de los misterios más fascinantes de este extraño Dios vegetal de gorro café y pies húmedos el cual, al ingerirlo un inglés, un chilango, un alemán o un argentino, por igual dan cuentan de la experiencia de percibir símbolos y texturas prehispánicos llenos de color y luz.
En mi primer viaje noté la fuerte presencia de gariboleos, vírgulas y toda esa simbología que había visto tallada lo mismo en piedras mayas que en códices zapotecos, murales teotihuacanos, alfarería mexica o bordardos huicholes, la cual ha dado tanto prestigio cultural a este mestizo país que se consuela aceptando —trágicamente— que su mayor riqueza son sus ruinas, sus piedras, sus templos y edificaciones enterradas entre la maleza de un México exótico y profundo, hoy ensangrentado, en bancarrota y saqueada por sus propios gobernantes.
Esta sensación de ver una textura propiamente mexicana la confirma el relato del Dr. Albert Hoffman (Basilea, 1906-2006), químico de profesión, explorador de la mente, micólogo, padre del LSD y responsable de las experiencias alucinógenas de varias generaciones.
Hoffman conoció a fondo los secretos de las plantas de poder oaxaqueñas. Contrario a lo que se pregona, no fueron los Beatles ni Jim Morrison quienes, estimulados por la fiebre del hipismo, llegaron a las entrañas de la sierra mazateca para vivir la experiencia del consumo del teonanácatl,sino Hoffman en los años 60.
El rito del uso del hongo, los cuales se podían encontrar en cuevas, cascadas y una accidentada topografía llena de montañas huecas y corrientes subterráneas, fue develado a uno de los científicos más importantes de la historia moderna: Hoffman.
El célebre científico suizo que transformó la forma de pensar de los jóvenes urbanos de la posguerra, escribió una de las biblias de la sicodelia contemporánea: LSD, My Child Problem (LSD: mi niño problema).
Se trata del testimonio de cómo comenzó a interesarse por el tema de la flora psicotrópica en el que señala la importancia de México en dichos estudios, pero en especial el poblado de Huautla de Jiménez, Oaxaca, una de las mecas de los navegadores de la mente.
La tradición de comer hongos fue registrada por varios cronistas del siglo XV y XVI, entre ellos Fray Bernardino de Sahagún. Sin embargo, permaneció por siglos escondida, debido a la represión y el miedo por los efectos que produce en la psique, momentos profundos de lucidez que sin duda pondrían en aprietos al poder político y cultural de la invasora corona española hasta que, a principios del siglo XX, en medio del auge de la antropología, comienza a ser revalorado desde una óptica etnográfica y científica.
Es a través de la figura del “Gordo Wasson”, como le llamaban los mazatecos a este banquero neoyorkino, corredor de la bolsa de valores, y su esposa, así como por la rusa Valentina Pavlova, por quienes Hoffman conoce —en su laboratorio suizo— las setas oaxaqueñas.
En un pasaje de dicho libro, Hoffman describe la sensación de estar viendo la iconografía mexicana a pesar de su pensamiento objetivo: “En este experimento comí 32 ejemplares secos de Psilocybe mexicana. Treinta minutos después, el mundo exterior comenzó a sufrir una extraña transformación. Todo asumió un carácter mexicano. Como era perfectamente consciente de mi conocimiento sobre el origen mexicano de la seta, creía que por eso me llevaba a imaginar sólo paisajes mexicanos; entonces traté, deliberadamente, de buscar la forma en como la conocía normalmente. Pero, pese a todos los esfuerzos voluntarios de ver las cosas en sus formas y colores tradicionales, era ineficaz. Ya sea que mis ojos estaban cerrados o abiertos, vi motivos y colores únicos mexicanos. Cuando el médico, supervisor del experimento, se inclinó sobre mí para revisar mi presión arterial, se transformó en un sacerdote azteca. A pesar de la gravedad de la situación, me divertí al ver cómo el rostro de mi colega germano había adquirido una expresión netamente indígena”.
En 1962 Hoffman, emulando a los misioneros europeos, se embarca en un viaje espiritual hacia México para conocer la tierra de la última mujer poseedora y practicante de los ritos cosmogónicos más impresionantes de la tierra: Maria Sabina; la mujer nube, la mujer agua, la mujer tierra; madre y sacerdotisa de la psiconáutica mexicana.
“El 26 de septiembre de 1962, mi esposa y yo acordamos viajar a la Ciudad de México, donde encontramos a Gordon Wasson. Él había hecho todos los preparativos necesarios para la expedición”, cuenta Hoffman, quien también conoció otras plantas oaxaqueñas endémicas: el ololiuqui y la pastora, ambas usadas de manera chamánica por curanderos nativos; esta última planta, años más tarde, sabríamos que es la afamada savia divinorum la cual causaría furor a principios de siglo XXI al ser adquirida por Internet y enviada por paquetería a cualquier parte del mundo. También en esta lista debemos incluir al poderoso DMT, porción psicomágica extraída recientemente del árbol del Tepezcohuite, por un hombre de tez morena que hace poco deambulada por el mercado 20 de noviembre en la capital oaxaqueña, regalando pequeñas dosis a los yonquis para lograr sacarlos del abismo de la adicción a la negra.
Huautla de Jiménez
Como si fuera un juego mecánico, ascendemos y descendemos por el llamado Sistema Huautla: una red de cuevas y cavernas de hasta de 23 kilómetros de profundidad, catalogadas como las más grandes de América. Por momentos es difícil creer que entre esos grandes macizos de piedra vivan comunidades enteras, pero sobre todo que en su interior corran ríos subterráneos. Esa es la razón por la que cobra sentido la creencia de los zapotecos sobre que los hongos son plantas de surgen desde lo más profundo de la tierra y están conectados con el submundo.
Rayando la tarde, mientras el paisaje se desdobla en formas coloridas y, después de tres horas de cruzar todo ese conjunto de montañas, un letrero indica que hemos llegado. Ante nosotros Huautla de Jiménez. La comunidad idílica que describió Wasson y Fernando Benitez, como el mismo ritual del hongo, se ha profanado. Aquel pintoresco pueblo rural que describen en sus crónicas, hoy es una pequeña urbe con transporte público, Internet, bares, comercio y con el hongo en retirada, debido al abuso tanto de nativos como los hippies trasnochados que llegan a esta comunidad buscando conocer un ritual que la modernidad sepultó debajo del concreto, la energía eléctrica, la gasolina y la virtualidad.
Enclavado en una de las puntas más altas de sierra madre oaxaqueña, Huautla se asemeja a un nido de águilas cimentado en el aire. La avenida principal es una sinuosa calle que lleva hacia las entrañas de un pueblo con cientos de escaleras que van hacia el cielo y con terrazas sostenidas entre las nubes; lleno de pasillos y desniveles que provocan la idea de haber sido trazado por la mano hechicera de Maurits Cornelis Escher.
Pronto encontramos los rastros de lo que fuera la tierra sagrada de los hongos. Los taxis llevan en sus puertas una de las imágenes más conocidas de María Sabina, donde aparece con lentes negros y fumando un cigarro. Después encontraremos su pequeño y arrugado rostro en los lugares menos imaginables: tortillerías, murales de la biblioteca, tiendas de abarrotes; su figura sirve para venderla a turistas que logran llegar hasta aquí creyendo que encontrarán mitos escondidos en la memoria de gente de hablar gutural.
A 1696 metros sobre el nivel del mar el paisaje es impoluto, como si el tiempo no transcurriera y la panorámica siempre hubiera sido la misma. Sin embargo, otros viajeros, entre ellos el periodista Fernando Benítez, seguramente no pensarían lo mismo. Cuánto se sorprendería este al ver que aquel escondido y mítico poblado, en poco menos de medio siglo, dejó de ser el corazón de la sierra mazateca y refugio del pensamiento mágico indígena que regía la vida cotidiana, para convertirse en una semiurbe rural con 44 mil habitantes donde las bondades del progreso acaban —a pasos agigantados— con el pasado milenario de estas comunidades.
Huautla, en los años 60 se convirtió —involuntariamente— en el edén cristiano que la modernidad había negado a hippies y jipitecas por igual, debido a que en sus laderas crecía en abundancia una pequeña seta de sombrero café que resguarda la memoria misma de la tierra. Y, de aquellos misterios sobre el uso de las plantas sagradas, de los ritos precolombinos de sanación, cada vez se sabe menos.
Después de atravesar la zona céntrica y el palacio municipal, nos dirigimos por una vereda hacia el Cerro de la Adoración donde, nos dicen, vivió la curandera, hasta llegar a una tienda de abarrotes donde se lee: “Aquí es la casa de Maria Sabina”.
Por fin, después de más de siete horas, comprobamos que el linaje de la sacerdotisa aún vive, aunque no en las mejores condiciones.
Filogonio, el único nieto de Sabina que intenta continuar con la tradición, quien se da cuenta de que el auto donde nos transportamos se detiene frente a su tienda y enseguida sale. Al saludarnos percibimos un fuerte olor a mezcal y un lenguaje atropellado; no se encuentra en su momento más lúcido; o es lo que quiere aparentar.
Cuando un chamán aparece frente a ti nunca sabes cuándo te está poniendo a prueba y cuándo es real lo que dice; de inmediato pide sumas de dinero exorbitantes para poder tener una sesión de hongos con él. Al darse cuenta que no logrará timarnos, vocifera —en mazateco— todo tipo de maldiciones mientras reniega en voz alta: “Bueno, entonces vayan pa' allá donde se los venden envenenados y no tienen nada que ver con la abuelita”, grita. “Aquí es donde vivió María Sabina”, insiste, “¿Pa' qué van a buscar a otra parte? Quédense y ya mañana hablamos”, promete, recobrando lucidez, al tiempo que nos invita a pasar mientras su esposa sale a recibirnos.
Tras la luz artificial de una de las habitaciones del remolque adonde nos lleva para que pasemos la noche, la piel de Filogonio brilla como la tierra mojada. Es de un tono café, sus ojos semirrasgados y una piel sin arrugas lo hacen ver 20 años más joven, pero también muy lejano de como lo describen algunos libros, ya que era el principal nieto-acompañante de su abuela hechicera.
Sus manos curtidas, su actitud taciturna, a veces ausente, otras amable, pero la mayoría absorto en su mente, lo muestran como un indígena tímido, poco expresivo, tal vez por eso lleno de conocimiento, pero aturdido ante el bombardeo de modelos de vida y necesidades materiales inventadas y transmitidas por la televisión, frente a la cual pasa horas como queriendo tener experiencias sicodélicas a través de la pantalla de cristal.