El DSM tiene fama de ser una especie de manual para inquisidores de las enfermedades mentales, una lista, las más de las veces polémica, que intenta agotar todos los signos que hacen de una persona candidata a la atención médica y la institucionalización.
Asimismo, con cada edición pareciera que los encargados de su redacción tienen la consigna de etiquetar a la humanidad entera, sujeto por sujeto, con algún trastorno mental, haciendo de condiciones y características inocentes e innegablemente humanas, signos casi demoníacos de un padecimiento imposible de pasar por alto.
Así, en la más reciente versión del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, el DSM-5, que se publicará en mayo de 2013, está previsto que se incluyan como “problemas” comportamientos como la timidez, la aflicción o la excentricidad. Por otro lado el manual habla también de un “trastorno de oposición desafiante” para los niños que desobedecen y reduce a una depresión patológica la reacción humanamente previsible de alguien que ha sufrido la pérdida de un ser querido.
Ahora bien, si ya esto es alarmante desde cierta perspectiva no especializada, incluso psiquiatras reconocidos y experimentados ven con recelo la negligente ambición del DSM. Allen Frances, profesor emérito en la Universidad Duke, dice por ejemplo que esta nueva edición del DSM “amplía radical y temerariamente los límites de la psiquiatría”.
Por otro lado, otros campos como la criminología y el ámbito de lo judicial podrían verse transformados si delitos como la violación y el abuso sexual se amparan en la terminogía “trastorno parafílico coercitivo” que el DSM propone.
Sin embargo, también es cierto que, visto con malicia, esta desmesura de los psiquiatras puede volverse en su contra y socavar tanto su disciplina como su cuestionable autoridad basada en este conocimiento, pues si todos sufrimos algún tipo de trastorno mental, ese “todos” incluye también a los médicos de la mente supuestamente capacitados para curarnos —lo que sea que eso signifique.
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