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Sexo, sake y zen: la disipada (pero poética) vida del monje Ikkyu Sojun

Arte

Por: Luis Alberto Hara - 01/11/2012

Alejado de los patrones habituales de la vida monástica o poética, el monje Ikkyu Sojun encontró en el sexo y las tabernas la inspiración poética necesaria para celebrar los dones y las ofrendas de la vida.

La variante zen del budismo ha sido una de las más interesantes para el pensamiento occidental, especialmente porque parece representar una antítesis, una suerte de complemento, a la lógica aristotélica-cartesiana que domina nuestros procesos mentales.

Pero esto puede verse también como un lugar común, una simplificación de una realidad y una tradición mucho más vastas y quizá incluso inabarcables en las que no faltan, por supuesto, los ejemplos que puedan dar al traste con nuestras reducciones conceptuales, contradecirlas y socavarlas para, felizmente, hacernos ver desde una renovada perspectiva eso que creíamos haber comprendido.

Este es el caso de Ikkyu Sojun, un monje y poeta que al llevar al extremo las enseñanzas del zen consiguió subvertirlas y mostrarlas en su faceta más carnal, más humana, para algunos una “paradoja dogmática” de los principios originales.

Uno de los pocos traductores de Ikkyu al español, el también poeta Aurelio Asiain, describe así al monje:

Hijo ilegítimo del Emperador Go-Komatsu, el monje Ikkyu (1394–1481) es una de las figuras más interesantes del budismo zen. Célebre por haberse opuesto a la burocracia clerical y su materialismo, pero sobre todo por sus excentricidades, sus excesos y sus escándalos (fue un bebedor heroico, que invitaba a sus correligionarios a dirimir las diferencias teológicas en las tabernas y los burdeles, y predicaba que la iluminación podía alcanzarse a través de la práctica ritual del sexo) es también apreciado como calígrafo mayor de Japón, legendario flautista itinerante, artífice de la ceremonia del Té y poeta originalísimo. Como la mayor parte de los monjes zen, escribió la mayor parte de su obra poética en chino, pero sus tanka y haiku no son escasos.

En cuanto a su poesía, puede encontrarse en ella un ánimo irreverente, ansioso por carcajearse de quienes se toman demasiado en serio cosas tan fútiles como la trascendencia, nunca suficientemente ahíta de celebrar ese recinto inigualable de la sensualidad del mundo que es la mujer y el disfrute que su cuerpo puede otorgar (siempre que el practicante no esté más interesado en descifrar un koan), sin dejar de lado las paradojas existenciales que tanto fascinaron a Borges cuando este se acercó al budismo zen.

Aquí algunos cuantos poemas de Ikkyu, en versión de Aurelio Asiain y tomados de esta publicación electrónica en la que pueden leerse otros más.

 

El sexo de una mujer

Es la primera boca, y no dice palabra.
La rodea un espléndido montículo de pelo.
Allí puede perderse cualquier hombre sensible.
Es la cuna de todos los Budas de mil mundos.

 

Vine a nacer
en un mundo de sueños,
igual que un sueño.
Qué descanso, extinguirse
lo mismo que el rocío.

 

¿Qué es el Buda?
Como el tapiz de musgo
entre las rocas,
pura benevolencia,
se extienden sus palabras.

 

Al carajo la gloria, los triunfos, el dinero.
Tirado cara al cielo, saborear mi pulgar.

 

Altas, muy altas,
las nubes, qué calladas,
hasta allá arriba
llegaron sin decir
una sola palabra.

 

La poesía
es ridícula: escríbela,
enorgullécete,
ufánate al espejo
y créete que sabes.

 

Tanto koan
te enseñará el camino,
pero no al rico
coñito de muchacha
al que yo me dirijo.

 

Vía Disinfo y Margen del yodo.