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Sitiada por una nueva epidermis

Por: Psicanzuelo - 12/25/2011

En su nueva película, "La piel que habito", Pedro Almodóvar sale de su complacencia y convierte sus obsesiones en una alucinatoria letanía del ocaso de occidente que muestra la mejor cara de su cine.

Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo

José Gorostiza,  Muerte sin fin

 Para cerrar el año Almodóvar nos recuerda sus excéntricos antiguos pasos donde sin miedo y todavía en la gran cruda de la movida madrileña nos amenazaba con su ridículo camp que se tomaba en serio. No solo regresan las combinaciones de colores estridentes contra la paleta sobria y elegante desprovista de color, regresa también el misterio con un origen  sexual de una aberrante discordia genérica, y una vez más, aunque usted no lo crea, desfila en sus sets nada más y nada menos que Antonio Banderas.

La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011) es un thriller de tintes hitchcockianos que raya entre el homenaje y plagio al director Georges Franju con su obra maestra de 1960, Los ojos sin rostro. Esto no importa puesto que la película cobra vida por sí misma, un auténtico pulso salvaje que podría ser uno de los más poderosos testamentos de la obra de este autor (cuando más parecía permanecer nadando de a muertito en la complacencia).  

El doctor Ledgard (Antonio Banderas) tiene secuestrada a la bella Vera Cruz (Elena Anaya), no solo protegiéndola dentro de un cuarto ultra hi-tech, sino envuelta en un finísimo traje que se ajusta a su linda figura aislando su nueva piel de cualquier daño. Poco a poco, por medio de flash backs, descubrimos que la maldición fue provocada en una fiesta de gala con ecos de Salvaje de corazón (David Lynch, 1990). Con sus vestidos satinados de colores brillantes, sonidos con reverb a distancia de copas y hielos chocando junto a frívolas pláticas lejanas, smokings sobrios y alto contraste en la cálida luz; el siniestro y agradable choque en la fuerte saturación de color del rojo del tapete y el verde de las plantas. La alocada energía de algunos de los jóvenes asistentes a la reunión desemboca en una orgía en el jardín, donde la hija del doctor Legard es violada cuando queda inconsciente por un tal Vicente; personaje que cobrara especial importancia en el presente.

Y es que el presente cobra una vida nueva ante cada uno de los viajes que hacemos al pasado, transformando a los personajes tanto en sus motivaciones como objetivos en la mente del espectador, la cinta no deja de sorprendernos y hacernos sentir diversas sensaciones; cuando estamos seguros de algún carácter enseguida todo es muy distinto y la situación se transforma. Las travesuras de Almodóvar han vuelto pero en otra dimensión, provocada no solo por el acceso a un enorme presupuesto y colaboradores muy capaces, sino por la madurez de una artista que no abandona las mismas obsesiones que dejan de ser un juego y se convierten en letanías del ocaso de Occidente. El trabajo de Almodóvar tiene que ver con el autoconocimiento, con un estilo cada vez más perfeccionado, un rigor que lo ha vuelto un excelente director; en lugar de decir lo mismo más bien va entendiendo lo que ha querido decir desde un inicio, con un resultado aterrador y fascinante al mismo tiempo.

La piel que habito está basada en la novela Tarántula escrita por Thierry Jonquet, quien también colaboró en el guión escrito a seis manos en conjunto con los hermanos Almodóvar. Este escritor francés, fallecido hace dos años, le dio nueva vida a la novela neo noir europea de nuestros días, dotándola de un humor melodramáticamente fársico, de situaciones exageradas y con personajes muy sólidos dentro de una propia cosmogonía de estereotipos alucinados. Elegante post-romanticismo naive pop de llanuras kitsch y crestas camp; que vuelven a recordar la unión que se dio con otro escritor similar: Barry Gifford cuando conoció al director David Lynch, dando pie a dos cintas emblemáticas del cine monumental de arte industrial de los noventas. La primera fue adaptada directamente de su novela Salvaje de corazón (David Lynch, 1990) que le valió una Palma de Oro en Cannes y la segunda fue un trabajo de autoría conjunta en su guión Carretera perdida (David Lynch, 1996), esquizofrénico relato dónde finalmente Lynch exploraba los límites del cine  y la dualidad femenina a partir de la doble mirada masculina; una vez más, el fantasma de Hitchcock es imposible de exorcizar en este caso. Esto es justo lo que necesitaba Almodóvar, un sólido mundo del cual asirse, tan complejo como su propia mente; pero del cual tuviera la objetividad natural de un material ajeno con fuerte lógica interna que no puede ser afectada por la estética como suele ocurrirle. Un mundo donde Kika (Pedro Almodóvar, 1993) y Átame (Pedro Almodóvar, 1990) tienen sentido de manera conjunta y disolviendo sus poderosas imágenes arquetípicas en una intrincada trama.

El hermano malo vuelve hambriento para follarse una vez más al tesoro del hermano bueno. Vestido de tigre rayado de carnaval, hablando con acento portugués, sin un solo cabello en la cabeza brillante, hirviendo en cada gesto. Hermano felino con maquillaje infantil, ignora lo que habita en esa piel, lo que nunca podrá tener, lo que lo condena infinitamente en un inextinguible deseo sin fin.