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Ayer murió Tomás Segovia, uno de los poetas más lúcidos del siglo XX, dueño de un talento insoslayable que se expresó en ensayos, maravillosas e imprescindibles traducciones y, por supuesto, su obra poética oscilante entre el erotismo y la melancolía, la tradición y la vanguardia.

La noche de ayer se anunció la muerte del poeta Tomás Segovia en la capital mexicana. Nacido en Valencia en 1927, Segovia llegó a México en su juventud luego de pasar por Francia y Marruecos, tomando la ruta del exilio a causa de la Guerra civil española y la posterior dictadura franquista. En este país encontró un ambiente propicio para su desarrollo intelectual y, por supuesto, poético. Dueño de un genio insoslayable, pronto fue acogido por algunas de las personalidades e instituciones más importantes del ámbito cultural mexicano, en varios casos por mediación de Octavio Paz, quien en la época era ya el príncipe de la intelligentsia mexicana, el que sugería quién podría estar en tal cargo burocrático, quién como profesor universitario, quién como director de alguna publicación literaria o a quién debía publicársele urgentemente. De todo esto dan testimonio, entre otros documentos, las cartas que Paz envió a Segovia entre 1957 y 1985  y que fueron publicadas por el Fondo de Cultura Económica en 2008.

Curiosamente, aunque en cierta época Segovia parecía demasiado cercano a Paz y su grupo, difícilmente podrían achacársele los defectos tantas veces imputados a esa camarilla cultural. De alguna forma Segovia siempre se supo mantener al margen de ese y otros grupos. Nunca, por ejemplo, se mostró como parte del llamado "exilio español", esa generación de refugiados que tanto relieve dieron a la vida intelectual y artística mexicana, entre otros ámbitos no menos importantes como el educativo. Si algo caracterizó a Segovia como personaje público fue su militancia crítica con ciertas causas y, a diferencia de muchos de sus contemporáneos y colegas artistas, su lejanía del poder y sus distintas manifestaciones.

Como hombre de letras, Tomás Segovia era quizá uno de los últimos ejemplares de esa especie propia del siglo XX, uno de esos pensadores completísimos que, un poco a la manera de Paz, aunque su condición esencial era la poesía, hacía de su amplio dominio en la lengua española y su amplísimo acervo cultural el punto de partida para exploraciones —serias y a veces francamente magistrales— en otros áreas. En este sentido, además de poeta, Segovia fue también un ensayista destacado y sin duda uno de los mejores y más versátiles traductores del último siglo (su amplio y muy diverso catálogo de traducciones incluye los Escritos de Lacan, la Historia de la sexualidad de Foucault, una antología de Breton, la poesía y la prosa literaria de Nerval, a Ungaretti, el monumental Shakespeare, la invención de lo humano de Harold Bloom y el mejor Hamlet que existe hasta la fecha en español, así como muchos otros títulos más o menos menores que consignan su paso por el Fondo de Cultura Económica).

Existen por lo menos dos constantes en la poesía de Tomás Segovia. Por una parte, su amplio conocimiento de la tradición poética española, lo mismo de sus elementos y temas más evidentes que de esas minucias estructurales propias de los autores clásicos y canónicos. Quizá Segovia haya sido también una de las últimas personas en saber resolver con soltura y autoridad cuestiones relativas a la métrica, la rima, la retórica y todos esos recursos poéticos que en cierta época constituyeron la grandeza de la poesía española. Pero nada de esto hacía de sus poemas antiguallas o discursos anacrónicos que a nadie interesaban. Simplemente (solo que no es algo tan simple), el conocimiento de esta tradición otorgó una base sólida a su poesía, una estructura que la hacía familiar, cercana, a los oídos de sus lectores. Además, si su obra poética trascendió fue porque Segovia dialogaba también con las corrientes intelectuales y literarias de su época, generando al interior de sus poemas la tensión necesaria para mostrarlos vivos, acaso imprescindibles para comprender ese fragmento de realidad retratado.

Por otra parte, su poesía vive también gracias al erotismo perpetuo, casi lúbrico, que domina buena parte de su obra. Segovia es un poeta sumamente sensible, atento al deseo y sus metamorfosis, a sus expresiones carnales. Y si bien podrían citarse varios ejemplos de esto, uno particularmente claro es la serie de Sonetos votivos en la que intenta fijar, en una veintena de sonetos, los muchos meandros de la actividad amorosa expresada en la sexualidad: los encuentros apresurados, la masturbación añorante, la pasión desenfrenada, la egoísta y algunas otras formas que puede adquirir, a lo largo de una o muchas vidas, el deseo sexual. Aquí dos de estos sonetos (Ediciones Sin Nombre, México, 2005):

IX

Contra mi tacto evocador me afano.
Con los más duros y ásperos pertrechos
he trabajado hasta dejar deshechos
por el hierro los dedos de esta mano.

Los quiero embrutecer, pero es en vano:
en sus fibras más íntimas, maltrechos,
aún guardan la memoria de tus pechos,
su tibia paz, su peso soberano.

Ni violencias ni cóleras impiden
que fieles y calladas a porfía
mis manos sueñen siempre en su querencia,

ni mil heridas lograrán que olviden
que acariciaron largamente un día
la piel del esplendor y su opulencia.

XII

Y sin embargo, a veces, todavía,
así de pronto, cuando te estoy viendo,
vuelvo a verte como antes, y me enciendo
del mismo modo inútil que solía.

Y me pongo a soñar en pleno día,
y reprocho al destino, corrigiendo,
como los locos, lo que fue; y no entiendo
cómo no pude nunca hacerte mía.

E imagino que anoche me colmaste
de placeres sin nombre, y que esa chispa
perversa y de ternura en tu mirada

prueba que lo otro es nada —que gozaste,
que a ti también este limbo te crispa,
¡que al fin te di el orgasmo!—y lo otro es nada.

 

Pero, como decíamos, estas son solo dos aristas desde donde puede considerarse su obra poética que es, por supuesto, mucho más rica. En esta nota solo pretendíamos sumarnos al pésame por la pérdida de Tomás Segovia. Quizá el único consuelo ante su deceso sea que una vida como la suya, tan intensa, tan amplia, tan fructífera, tardará mucho en olvidarse. Descanse en paz. 

Modesto desahogo 
(fragmento)

Estoy más triste que un zapato ahogado
estoy más triste que el polvo bajo los petates
estoy más triste que el sudor de los enfermos
estoy triste como un niño de visita
como una puta desmaquillada
como el primer autobús al alba
como los calzoncillos de los notarios
triste triste triste de sonreír como un bobo desde los rincones
de ver tallar las cartas en redondo saltándome siempre a mí
de todo lo que se dicen y se dan y se mordisquean en mis narices
estoy harto de quedarme con el saludo en la boca
de salir bien dibujado entre la muchedumbre
para que me borre siempre el estropajo de su roce
de no estar nunca en foco para ningunos ojos
de tener tan desdentada la mirada
de navegar tras la línea del horizonte
con mis banderitas cómicamente izadas

[...]

 

Besos
(fragmento)

[...]

besaré tus mejillas 
tus pómulos de estatua de arcilla adánica 
tu piel que cede bajo mis dedos 
para que yo modele un rostro de carne compacta idéntico al tuyo 
y besaré tus ojos más grandes que tú toda 
y que tú y yo juntos y la vida y la muerte 
del color de la tersura 
de mirada asombrosa como encontrarse en la calle con uno mismo 
como encontrarse delante de un abismo 
que nos obliga a decir quién somos 
tus ojos en cuyo fondo vives tú 
como en el fondo del bosque más claro del mundo 
tus ojos llenos del aire de las montañas 
y que despiden un resplandor al mismo tiempo áspero y dulce 
tus ojos que tú no conoces 
que miran con un gran golpe aturdidor 
y me inmutan y me obligan a callar y a ponerme serio 
como si viera de pronto en una sola imagen 
toda la trágica indescifrable historia de la especie 

[...]

besaré tu sexo terrible 
oscuro como un signo cuyo nombre no puede decirse sin tartamudear 
como una cruz que marca el centro de los centros 
tu sexo de sal negra 
de flor nacida antes que el tiempo 
delicado y perverso como el interior de las caracolas 
más profundo que el color rojo 
tu sexo de dulce infierno vegetal 
emocionante como perder el sentido 
abierto como la semilla del mundo 
tu sexo de perdón para el culpable sollozante 
de disolución de la amargura y de mar hospitalario 
y de luz enterrada y de conocimiento 
de amor de lucha a muerte de girar de los astros 
de sobrecogimiento de hondura de viaje entre sueños 
de magia negra de anonadamiento de miel embrujada 
de pendiente suave como el encadenamiento de las ideas 
de crisol para fundir la vida y la muerte 
de galaxia en expansión 
tu sexo triángulo sagrado besaré 
besaré besaré 
hasta hacer que toda tú te enciendas 
como un farol de papel que flota locamente en la noche.

 

Del Hamlet en traducción de Segovia (UAM-Ediciones Sin Nombre, México, 2009):

Ah, que esta carne demasiado,
Demasiado compacta se fundiese,
Se derritiese y resolviese en un rocío:
O que el Eterno no hubiera fijado
Su canon contra aquel que a sí se da la muerte.
¡Oh Dios mío, Dios mío, qué fatigosos, rancios,
Vanos y sin provecho
Me parecen los usos de este mundo!
¡Qué asco da! ¡Oh asco, asco!
Es un jardín sin desbrozar
Que crece hasta dar grano.
Sólo cosas vulgares
Y de índole grosera lo poseen.

(I, ii)

El célebre monólogo del Tercer acto (con la genial solución para el complemento de "To be, or not to be"):

Ser o no ser, de eso se trata:
si para nuestro espíritu es más noble sufrir
las pedradas y dardos de la atroz Fortuna
o levantarse en armas contra un mar de aflicciones
y oponiéndose a ellas darles fin.
Morir para dormir; no más; ¿y con dormirnos
decir que damos fin a la congoja
y a los mil choques naturales
de que la carne es heredera?
Es la consumación
que habría que anhelar devotamente:
morir para dormir. Dormir, soñar acaso;
Sí, ahí está el tropiezo: que en ese sueño de la muerte
qué sueños puedan visitarnos
cuando ya hayamos desechado
el tráfago mortal,
tiene que darnos qué pensar.
Ésta es la reflexión que hace
que la calamidad tenga tan larga vida:
pues, ¿quién soportaría los azotes
y escarnios de los tiempos, el daño del tirano,
el desprecio del fatuo, las angustias
del amor despechado, las largas de la Ley,
la insolencia de aquel que posee el poder
y las pullas que el mérito paciente
recibe del indigno, cuando él mismo podría
dirimir ese pleito con un simple punzón?
¿Quién querría cargar con los fardos,
rezongar y sudar en una vida fatigosa,
si no es porque algo teme tras la muerte?
Esa región no descubierta
de cuyos límites ningún viajero
retorna nunca, desconcierta
nuestro albedrío, y nos inclina
a soportar los males que tenemos
antes que abalanzarnos a otros que no sabemos.
De esta manera la conciencia
hace de todos nosotros cobardes,
y así el matiz nativo de la resolución
se opaca con el pálido reflejo del pensar,
y empresas de gran miga y mucho momento
por tal motivo tuercen sus caudales
y dejan de llamarse acciones.