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A la edad de 85 años y víctima de cáncer de colón, falleció la única hija de Stalin y también la última de sus hijos sobrevivientes; azar y tragedia, la única herencia del dictador para su progenie.

El pasado 22 de noviembre falleció en Richland County, Wisconsin, la única hija que procreó Stalin y también la última de sus hijos sobrevivientes. Aunque al nacer, el 28 de febrero de 1926, su padre la bautizó como Svetlana Stalina, luego de sortear numerosas circunstancias adversas se asentó por fin en Estados Unidos, donde se casó con William Wesley Peters, en 1970, y cambió su nombre al de Lana Peters.

Como sucede habitualmente con la estirpe de los grandes, a quienes la sombra de su padre o su madre cubre casi durante toda su vida sin abandonarlos nunca, la hija de Stalin vivió siempre perseguida por su pasado y su ascendencia. Una persecución agravada por el hecho de que se trató de la hija de un derrotado, del monstruo más terrorífico de ese poso infecto que fue el comunismo de Estados.

Peters, además de escribir un par de autobiografías, lidió con su pasado y su identidad de diversas maneras. Por ejemplo, las religiones. Por ejemplo, los viajes. Por ejemplo, enamorándose. Viajó a la India, de donde pasó después a Europa, Estados Unidos, un breve regreso a Moscú en 1984, a Georgia, de regreso a Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Inglaterra. Asimismo, ella misma aseguraba que había vivido durante un tiempo en una pequeña cabina sin electricidad al norte de Wisconsin, en un convento católico en Suiza y en un hogar para ancianos con problemas emocionales en Londres.

“No puedes arrepentirte de tu destino, pero yo me arrepiento de que mi madre no se haya casado con un carpintero”, dijo alguna vez, acaso en el límite de la melancolía y la frustración, Lana Peters.

Adolescente mientras su padre batallaba contra el ejército alemán, Svetlana Stalina sufrió desde su niñez y juventud severos altibajos que terminaron por complicar su desarrollo posterior: a los 6 años, aparentemente sin comprenderlo del todo, se suicidó Nadezhda Alliluyeva, la segunda esposa de Stalin; algunos años después uno de sus hermanos, Yakov, fue hecho prisionero por los nazis, y como su padre rehusó intercambiarlo por un general alemán, estos lo ejecutaron; a su primer amor, un director de cine judío, su padre lo desterró a Siberia por 10 años; quiso estudiar literatura, pero su padre se lo prohibió y le ordenó en cambio que se decidiera por la historia, lo cual aceptó y, también a petición de Stalin, derivó después hacia la enseñanza.

En su madurez su vida no fue menos azarosa e incluso trágica. Se casó con un compañero estudiante suyo judío y tuvo con él un hijo. Se divorció. Años después se enamoró de un comunista indio, con cuyas cenizas (porque murió antes de llevar el romance a algo más serio) tuvo el pretexto para salir de la URSS y, en Nueva Delhi, evadir la vigilancia de la KGB para pedir asilo en la embajada norteamericana. Y si bien el entonces presidente Lyndon B. Johnson la aceptó, ello no impidió que el servicio secreto ruso tuviera planes de asesinarla.

Durante la Guerra Fría Peters (en ese entonces Ms. Alliluyeva) fue una de las más intensas opositoras a la URSS y su sistema, del que dijo que era “profundamente corrupto”. También habló mal de su padre y del juicio que el Kremlin llevó a cabo en contra de un grupo de disidentes en 1968. Curiosamente en Estados Unidos, al menos en esta época, la hija de Stalin no buscó el mismo anonimato que prefirió en otros países.

Sin embargo, esta actitud se revertiría pasados varios años, en 1984, cuando Peters comenzó a quejarse pública y notoriamente de Estados Unidos y su modo de vida. Decía, por ejemplo, que no había conocido ni un solo día de libertad desde que había adoptado el país como residencia fija. “¡Ustedes son salvajes! ¡Son gente invicilizada! ¡Adiós a todos ustedes”, dijo a un reportero estadounidense que la entrevistó en Moscú poco después de su regreso.

Con todo, volvió a Estados Unidos apenas dos años después. Pero el mundo era otro y su salida de la agonizante URSS poco importó a las altas autoridades o a la opinión pública de ambos países. Peters regresó pobre y extraviada, sin saber ni siquiera en su vejez qué eran la tranquilidad o el sosiego. Sobre todo porque adondequiera que fuese la acompañaba el recuerdo de su padre, del que nunca pudo desprenderse.

“Él rompió mi vida. Quisiera explicarlo. Rompió mi vida”, dijo en cierta ocasión. Y en otra: “Donde vaya, aquí o en Suiza, o en India o donde sea. Australia. Alguna isla. Siempre sere prisionera política del nombre de mi padre”.

[NYT]