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Sobre la virtud de lo inútil: ¿Puede un lector en un país "sumido en la violencia" entregarse al regodeo aristocrático del Tiempo Perdido de Marcel Proust?

En diciembre del año pasado comencé a leer En busca del tiempo perdido. Una vez que comprendí que todos los posibles prejuicios en torno al libro y el autor sólo estorbaban mi lectura, pude sobrepasar el centenar de páginas que cubrí en mi último intento (trunco) antes de este (al parecer exitoso).

Sin embargo, ahora que más disfruto leer a Proust y que no me atemoriza pasar una larga temporada en su compañía, me enfrento a un conflicto más o menos previsible, no tan importante pero que me inquieta de repente, sobre todo cuando leo mientras viajo en el transporte público, cuando por distracción u obligación levanto la vista del libro, cuando leo, en La Jornada, que en estos días se ha echado a andar el “Teatro útil”, una propuesta dramatúrgica reciente o un ciclo de obras teatrales basadas todas en algunas de las desgracias más notables del México contemporáneo —con el fin, claro, de sacudir al espectador, de hacerlo reflexionar, de estremecerlo y, quién sabe, quizá de repartirle su porción de culpa y al mismo tiempo tranquilizar su conciencia por haber asistido a tan útil función.

¿Qué sentido tiene, aquí, ahora, leer a Proust? ¿Será que una obra como la suya solo debe leerse, citando a Cervantes, en medio del «sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu»? ¿Será que un lector, en un país subdesarrollado sumido en la violencia y la brutalidad, en el infortunio y la desgracia, no debería sentir simpatía por el regodeo aristocrático de Proust, por sus remilgos y su hipocondría, por el aticismo y el engolosinamiento? ¿Sería mejor plegarse de inmediato y sin objeciones a lo útil, lo urgente, lo impostergable? ¿Quién separa a los útiles de los inútiles?

No sé cómo acallar estas dudas y temores. No sé si me basta con pensar que prefiero el contraste violento a la didáctica explicación; que, si todo esto es un asunto de utilidades, encuentro más productivo (y atractivo) enfrentar a un espectador a una realidad totalmente opuesta a la suya que mostrarle lo que diariamente atestigua. No sé si solo invento dudas y temores y débiles argumentos para justificar que leo a Proust y que me gusta leer a Proust. O para repetir una ocurrencia de resonancias kafkianas que tuve hace unos días: si la realidad fuera plácida no habría motivos para leer.