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Las becas del Sistema Nacional de Creadores en México poco vitalizan la escena artística nacional, quizás más que formar escritores podríamos formar lectores

Por circunstancias que no es necesario aclarar, estos últimos días los he pasado entre periódicos viejos, de hace quince o veinte años, por obligación pero no sin gusto. Aunque busco notas concretas, es inevitable vagabundear por toda una página, soltar la rienda de mi atención y mi interés, detenerme más de la cuenta en un encabezado, una fotografía, la reseña de un acontecimiento medianamente importante.

En una de esas me encontré con la lista de los beneficiados del Sistema Nacional de Creadores de Arte, el programa con el que el Gobierno mexicano subvenciona anualmente y desde 1990 a artistas de las disciplinas más usuales: pintores, escultores, poetas (muchos poetas), novelistas, músicos. Repasé los nombres. Identifiqué unos cuantos, un puñado que todavía forma parte de la vida intelectual mexicana, si bien un tanto más activos entonces que ahora. A otros, sin embargo, los desconocí por completo, ni siquiera los recordé como parte de una referencia vaga o tangencial.

Esta estadística arbitraria basada únicamente en mis impresiones y mis conocimientos del jet set cultural del país me inquietó un poco, sobre todo por dos razones: la primera, el número nada desdeñable que alcanzaba este grupo de desconocidos en uno de por sí reducido, de treinta o cuarenta personas; la segunda, la circunstancia para nada azarosa de que casi todos ellos caían en el rubro de los poetas.

La poesía, es cierto, hace tiempo que dejó de ser popular o públicamente notoria, lo cual, en años recientes, se ha acentuado por el distanciamiento cultural existente entre poetas y lectores, la notoria diferencia formativa entre unos y otros. La idea más extendida que se tiene del poema pasa por las nociones de rima, de metro, de eufonía. La poesía está obligada a sonar bonito, a ser romántica (en el sentido más pobre de romanticismo), incluso a ser amable y generosa. Clichés que la poesía contemporánea abandonó también hace varios años.

Pensé entonces en la utilidad, a mediano y largo plazo, de apoyar económicamente a estas personas, de otorgarles fondos públicos para mantener una labor artística. Pensé en el impacto que dicha labor tuvo en relación con el origen de dicho dinero. ¿Enaltecieron el nombre de México? ¿Formaron nuevas generaciones de lectores? ¿Correspondieron al país a través del servicio público —como funcionarios, como personal de una embajada? ¿Qué pasó con ellos?

Sin caer en las exigencias que impusieron los regímenes dictatoriales del siglo XX a los artistas que habitaban al interior de sus fronteras (sobre algunos de los cuales Coetzee escribe en Contra la censura), sin pretensiones patrioteras ni cortes de caja burocráticos, creo que vale la pena preguntarse si no por la utilidad de este tipo de programas, sí por su vigencia, preguntarse si acaso este modelo de subvención no es ya obsoleto.

Pensé en que sería mejor invertir en los lectores, con todo lo que ello implica: bibliotecas públicas locales, fomento a la lectura, librerías, libros de calidad pero de bajo costo (como los míticos Clásicos de Vasconcelos), etc.

Tal vez el dinero que se embolsa año con año un poeta no alcanzaría, como se dice coloquialmente, ni para el arranque, no es nada comparado con lo que se requiere en un país como México para formar una generación de lectores, pero quizá sea más que suficiente para aficionar a diez o doce niños y jóvenes a la lectura. Además, como dijo William Faulkner, «el escritor no necesita libertad económica; todo lo que requiere es un lápiz y algunas hojas de papel».

Pero gobiernos tan pusilánimes como los nuestros prefieren sacrificar, para sobrevivir, individuos libres y críticos (dos de las bondades de la lectura) y no a algunos de sus corifeos más preciados.

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