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La polémica película del director danés Lars von Trier genera respuestas extremas en el público, hasta el punto de llegar a las patologías del espectador.

El viernes pasado vi Anticristo, la más reciente película del danés Lars von Trier, director poco nombrado dentro de los circuitos cinematográficos comerciales y de entretenimiento pero ampliamente reconocido y laureado en el lado opuesto, el del cine de aspiraciones artísticas, estéticas o simplemente reflexivas.

La cinta se estrenó el año pasado durante el célebre y todavía prestigioso Festival de Cannes, donde causó conmoción entre los espectadores y creo que aun entre los jurados. Por esos días escuché o leí algo al respecto, aunque inercialmente, sólo por esa compulsión contemporánea por estar informado o porque  von Trier ya entonces no me era ajeno y sentí curiosidad por la noticia. Si no recuerdo mal, el alboroto se debía sobre todo a que la película, como dicen pleonásticamente los periodistas, mostraba escenas de sexo explícito. Después de leer esto quise calcular cuánto tiempo pasaría antes de corroborar la información y apoyar o desestimar el escándalo de las buenas conciencias. No recuerdo si llegué a una cifra de meses tentativa y si ésta fue correcta. Lo más probable es que dejé de pensar en eso y me puse a leer otra cosa.

Quizá fue mejor así. Llegué a la sala de cine sin muchos prejuicios ni recuerdos. Incluso sin mucho conocimiento de la labor fílmica del hombre, sin saber de memoria sus tics y sus manías y sus obsesiones, los motivos y detalles sobre los que siempre vuelve o que quisiera evadir, los temas que insiste en tratar una y otra vez. Junto con Dancer in the Dark (2000), Anticristo es apenas la segunda de sus películas que veo.

Ahora, supongo, es momento de hablar de la película, de dar la razón a sus detractores o formar parte del coro unánime que la celebra, que justifica cualquier cosa —el sexo, la violencia, la “idea central”, la imposible moraleja del relato— y ofrece, inocentemente, el significado último del filme. Puedo también, es cierto, localizar o construirme un supuesto punto medio, equidistante de una y otra posturas, desde donde enliste todo lo que me venga en gana para después clasificarlo como bueno, malo e inclasificable, argumentando para esta última categoría que ahí precisamente radica el genio del director, la prueba irrefutable de que cada entrega suya es una lectura transparente, vanguardista, de la naturaleza humana actual o de los tiempos que corren.

Pero no voy a hacer nada de eso. Para mí es suficiente con decir que me gustó (alegrarme por haber visto unos meses antes El espejo de Tarkovski), prever que a otros seguramente les gustará y contar y glosar una anécdota.

La tarde en que vi la película la sala estaba más o menos llena, tanto, que a ambos costados tuve a sendos desconocidos que compartieron conmigo la función. A mi izquierda un muchacho, tal vez de mi edad, que parecía desocupado y despreocupado; a mi derecha una mujer, en el borde de los treintas, educada y refinada, quizá consumidora habitual de productos culturales. Para mi pesar, escuché sus reacciones ante las escenas más impactantes de Anticristo: casi sincrónicamente los dos comenzaron su secuencia de sonidos corporales cuando el protagonista es golpeado por su esposa en su zona púbica. Esta circunstancia habría sido prescindible en mi memoria de no ser por la forma en que ambos culminaron su letanía. La mujer, ya con los créditos en la pantalla, dijo a su acompañante, Qué horror y también Qué misógino (o ¡Cuánta misoginia!) (el hombre a su vez respondió con una tibieza, con algo digno del más aborrecible de los pusilánimes, Ni siquiera voy a hablar de ella para no darle publicidad, para no seguirle el juego). El muchacho fue más original y también más anticipado. Luego de la secuencia final, esa en la que el protagonista aparece en medio de una loma mientras una multitud corre colina arriba hacia donde él se encuentra y lo rebasa, la pantalla se ennegrece y al centro se lee una inscripción, la dedicatoria del filme para Andrei Tarkovski. Toma un instante leer esas palabras. Le tomó el siguiente instante al muchacho prorrumpir en una sonora carcajada, una que poco a poco fue aminorando su volumen e intensidad pero que duró sin extinguirse hasta que salió de la sala y, creo, del cine mismo. Quizá en este momento todavía pueda escucharse en las zonas aledañas al cine tan enigmática risa.

La escena, insisto, podría parecer banal o meramente anecdótica. En el fondo lo es. Sin embargo, ambas reacciones me permitieron entender algo a propósito del hecho estético que recién había presenciado. Entendí, gracias a la risa del de mi izquierda, que había visto sólo una película, no un alegato contra la mujer ni una celebración de la violencia, mucho menos una incitación para actuar de esa o de cualquier otra forma. Fue sólo una película.

Camino a mi casa, preguntándome por la razón de esa risa, recordé que una característica común de ciertas enfermedades mentales es la incapacidad para comprender el lenguaje figurado. En ciertos padecimientos, las palabras son tomadas por el enfermo mental siempre en su sentido más literal, imposibilitándolo para comprender incluso las figuras retóricas más elementales. Entonces yo reí también. Porque es risible, irónica, de humor involuntario, una situación en la que alguien supuestamente normal y sano se toma muy en serio, al pie de la letra, el delirio de otro a quien apresuradamente tilda de anormal y enfermo.

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