Puede sonar como una de las ociosidades típicas de las socialités de Nueva York o L.A. pero el doga, la incorporación de las mascostas a las prácticas ancestrales del yoga (pasando por el pop) se ha vuelto una práctica común y socorrida, reporta el New York Times (que hasta lleva las posciones doblemente caninas a su nota principal).
Clases de entre 15 y 25 dólares por llevar al jovial canino al tatami, en búsqueda de la flexibilidad, la espiritualidad y el bienestar. El plus viene de que los perros permiten reforzar ciertas posiciones (o implementar novel asanas), aplicar ese peso faltante en una zona clave o solo interactuar con sus sonrisas y llevar la relación de amo y mascota a otro nivel. La risa es espiritual, dicen los maestros del doga (que no necesitan certificación para impartir cursos).
Y aunque es perfecto para los perros de bolsillo, los pequeños decorativos, algunos llevan a su canes de mayor envergadura, tal vez mejor constituidos para el kundalini y el yoga de poder. Los perros, dicen algunos ávidos del doga, son maestros de la respiración abdominal, profunda. Acaso viven en el nirvana permanente de la natura.
Claro, para algunos, llevar a los doggies al doga es el pretexto justo para hacer yoga, que de otra forma no harían. En la soledad de las urbes, el mejor amigo del hombre cumple cabalmente su función, aunque esto signifique acostarse en un colchón de hule espuma oyendo mantras y estirando sus pezuñas, mientras su dueño hace la posición del perro sin reírse de él, intentando reírse con lo rídiculo e increíble que es el mundo.