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…“el silencio es parte de la música”, me dijo con su rostro inmutable y la mirada fija sobre los remolinos de agua que centelleaban con la luz del atardecer. La gentileza de la corriente que los creaba le recordaba su propio nacimiento.

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Capítulo 16

…“el silencio es parte de la música”, me dijo con su rostro inmutable y la mirada fija sobre los remolinos de agua que centelleaban con la luz del atardecer. La gentileza de la corriente que los creaba le recordaba su propio nacimiento. Creo. Era para ella como sumergirse al vientre materno, conectarse con la fuente de la vida misma. Pero insistí, “qué lindo, verdad?”. La reafirmación pareciera serle tan importante. Reparó mentalmente por un instante antes de contestarme. Creo Mi intensidad le perturbaba. “El silencio…”, interrumpió, “…es también parte de la música”. Yo parecía no escucharla. Ella me escuchaba claramente, y como el canto de un ángel comenzó a cantar. Su voz inundó el valle todo, haciéndose notar frente a las aves, y los habitantes de aquel sereno lugar. Su cuerpo reverberó exigiéndole al universo se detuviera para escucharle. Era la voz del crío cuando clama por su madre, con la esperanza de obtener una respuesta. Era la voz de una sedienta peregrina que anda de uno a otro lado sin saber por qué, pidiendo un sorbo de agua a la Madre Tierra, pidiendo un momento, una pieza más de la respuesta. Era ella frente de Ella. Cara a cara, de mujer a mujer. La esencia misma del Dios de los hombres haciéndose una con la fuente de su magia. No pude más que observarla, entendiendo sólo las formas del todo. Interrumpí la magnificencia de aquel dueto con pensamientos: “¿Todo estará bien? ¿Estaré bien? ¿Estará bien?”, y las mil y otras formas en que se me lo repetía por dentro, sin darle respiro a la apreciación. Era un viajero joven aún. Ella, una maestra.

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Capítulo 17

Como la gota de rocío que brota del pétalo de una flor de loto, aferrada de las vellosidades con su colmillo para no caer en el estanque. Dejaría de ser lo que es, si llegase, cuando llegase, a ser parte del todo una vez más. La madrugada le separó del resto, como resultado de una conjunción de factores que ella no podía entender, pero que otros llamaban evaporación. Su destino. Su muerte al momento de mirar de frente, cara a cara al sol. Pero nunca lograba quedarse allí, mirándole sin fundirse plenamente, sino sufriendo el proceso, una, y otra, y otra vez, cada mañana. Pero no lo recordaba, no al menos hasta el momento en que sentía nuevamente el dolor de la muerte. Ese que sólo puede entenderse cuando se vive, y se muere. Pero creo que ésta mañana es diferente.

La niña se levantó dulcemente, aún con las coletas que le hizo su madre la noche anterior. Se dejaba de sentir segura fuera de aquella habitación azul, con las paredes blancas y las cortinas de algodón. Una terraza imaginaria que ella siempre utilizaba para tenderse frente al estanque y mirar cada mañana el amanecer. Al menos eso era lo que ella creía, aún cuando su madre le decía que era imposible. Y una mañana hasta le tomó una foto cuando dormía plácida sobre su cama como malvavisco, con el reloj despertador a un lado, indicando claramente la hora del amanecer. Ella conservaba la foto aún. Derruida por el tiempo y la sal que dejan las lágrimas, la fotografía no era más que un recuerdo. Tan dulce, como doloroso.

“Como todas las mañanas me desperté sin saber en dónde estaba, mi habitación me parecía tan ajena”, leí mientras ella no me miraba. No detecté que era de las que escribía su diario tan serio y formal como pudiese, pensando que algún día a alguien podría interesarle leer lo que vivió cuando niña. E indagando sus palabras darle vida nuevamente, un día más al menos. Por eso lo llevaba consigo, y lo dejaba a la vista de quienes conocía para intrigarles, imaginé, y llevarles a leerle a hurtadillas, mientras ella tomaba un baño o se hacía la que dormía tendida bajo el reguilete, envuelta en una toalla aún vestida con las gotas que bien sabe conservar la humedad en esas latitudes después de hacer el amor.

Continúo leyendo.