El pasado miércoles más de un creyente australiano habrá pensado que la ciudad de Sydney se afirmaba como el epicentro del históricamente aclamado apocalipsis. La atmósfera no mentía, lo que ayer era blanco, azul, o verde, hoy era todo naranjas, ocres y sombras, como un cuadro de los incendios londinenses de Turner pero renovado con elementos de arquitectura hi tech.
La tormenta abrazó literalmente a Sydney encarnando la némesis del poético vanilla sky: una gigantesca entidad que recordaba una plaga bíblica o un monstruo mitológico emergido de un obscuro éter. El fenómeno climático que llegó hace unos días a este puerto, capital de Australia, cubrió simultáneamente un área de 500,000 km2 empanizando cada pixel de la ciudad con polvo del desierto, generando un origami colectivo de estímulos bioquímicos y sensoriales inéditos en la población.
Los trastornos climáticos, quizá parte de una tendencia natural de desgaste planetario encubierto como una crisis por parte de las agendas ocultas del Novus Ordo Seclorum, se han vuelto fuente de asombrosas revelaciones de estética orgánica tergiversada, y esta tormenta sin duda es uno más de estos casos.