La Virgen de Guadalupe: interrupciones de lo sagrado en la Universidad

En la Universidad Nacional, entre el Instituto de Investigaciones Sociales y el de Filosóficas —parte de esos edificios que el imaginario colectivo bautizó como “pitufos” pero que a mis ojos se revelan como útero, tumba o fábrica donde las ideas se gestan, yacen o se manufacturan— hay un nicho de cantera donde mora la Virgen de Guadalupe, enmarcada por el verde de los pastos, el vaivén de los árboles y arbustos y cactáceas que modulan la luz. A un costado, una flor de noche buena ha ascendido con los años hasta envolver el nicho, como resguardando su silencio. 

Las hojas no caen; trazan geometrías fugaces en el aire, constelaciones de un sol que persiste en iluminarnos pese a nuestros descuidos. Los jeroglíficos de luz y sombras, que los japoneses llaman komorebi, son la escritura de caracteres que duran un instante.

Jardineros anónimos, trabajadores de la misma Universidad, podan cada rama con precisión; su tarea no es domar la naturaleza, sino cuidar las ramas a través de las cuales la luz escribe sus sombras. Su presencia permite visibilizar lo que a menudo pasa inadvertido: el vínculo entre lo cotidiano y aquello que, en términos amplios, puede considerarse sagrado. Así, persiste algo de aquello que no puede ser cuantificado: el misterio que nos precede y nos sobrevivirá (cuando nuestros artículos sean sólo polvo en servidores abandonados). 

Allí, desde hace más de tres décadas, cuando la prisa lo permite, me detengo. No me arrodillo para no transgredir el laicismo en instituciones públicas, pero me descubro en el silencio. En realidad, descubrir la sombra, el silencio o el movimiento de las hojas no exige fe. Sólo la voluntad de hacer una pausa entre la rapidez de nuestros caminos. Además, la Virgen no exige devoción. Sin embargo, su mirada quieta parece desnudar nuestra carrera contra el reloj. ¿Dónde queda lo sagrado cuando incluso el éxtasis intelectual se cataloga en ese número digital que, no sin pedantería, llamamos DOI? ¿Qué significa el alma cuando el lenguaje que la nombra se diseca en papers indexados? Somos máquinas de citar, pero hemos olvidado leer el mundo. 

La imagen de la Virgen, entonces, opera como un punto de contraste. No ofrece consuelo ni soluciones, pero funciona como un recordatorio de aquello que queda fuera de los circuitos formales del conocimiento: la pausa, la duda sin propósito inmediato, la atención a procesos que no producen resultados medibles. Un recordatorio de que la vida universitaria también se organiza alrededor de simbolos y afectos que no pueden ser reducidos a indicadores. 

Este rincón olvidado del campus nos regresa a la observación de Octavio Paz, hace 75 años, en El laberinto de la soledad, sobre la Virgen y la fiesta del 12 de diciembre y cómo ello constituye una suspensión del tiempo y del espacio. Pero a esa reflexión corresponde otra igualmente relevante: la celebración y la devoción guadalupana producen una suspensión del orden público y alteran las formas habituales en que nos relacionamos con el Estado. Es una interrupción antigua y a su vez contemporánea. Esto importa porque la estabilidad del Estado depende de conservar el monopolio de las lealtades y de asegurar la confianza en el orden público, el sentido de pertenencia colectiva y el orgullo nacional.

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Fernando Vizcaíno es investigador en el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autonónoma de México. Su libro más reciente es Resurgimiento y configuración del nacionalismo, publicado en coedición con Bonilla Artigas Editores en 2023.


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