En tiempos donde el ruido se disfraza de diálogo y la palabra se lanza más para afirmarse que para encontrarse, la escucha se ha vuelto un acto de resistencia. Escuchar —escuchar de verdad— es hoy un gesto radical, casi revolucionario.
Hay un don secreto, uno que no brilla en la pantalla, que no busca aplausos ni seguidores, que no se hace viral. Es un don silencioso, casi místico. No se enseña en las escuelas ni se premia en las redes. Pero quien lo ha recibido —quien lo cultiva—, sostiene el alma del otro con manos invisibles. Ese don es la escucha.
Byung-Chul Han lo advierte con agudeza en La expulsión de lo distinto (2022). Habitamos un escenario dominado por el "yo", un yo hipertrofiado, sobrecargado, fatigado de sí mismo. Un yo que no se despliega como libertad, sino como peso. En esa fatiga ontológica, donde el sujeto se convierte en su propia prisión, lo otro —el otro— se desvanece.
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La escucha es, entonces, mucho más que una función comunicativa: es un umbral. Un espacio de apertura en el que el ego deja de ocuparlo todo. Escuchar es permitir que el otro exista sin querer consumirlo, sin reducirlo a nuestras ideas, juicios o emociones. Escuchar, de verdad, es admitir el misterio, la opacidad, lo inaprensible del otro. Y en ese gesto de humildad ontológica, ocurre algo transformador: también nosotros nos descubrimos.
Porque sólo en la comprensión del otro podemos encontrarnos desde abismos distintos. Solo desde la fractura del yo se abre el deseo de ese otro que no se somete, que no se absorbe. Como señala Lévinas, citado por Han, la relación con el otro no es una capacidad, sino un “poder no poder”. Una pasividad radical. Una rendición que rompe la cáscara narcisista del yo.
Pero hoy no se escucha. Se responde. Se interpela. Se juzga. Se produce. Las relaciones humanas, en esta era neoliberal de rendimiento, ya no se tejen en la hondura del vínculo sino en la superficie del intercambio. El otro se ha vuelto utilitario, transparente, mercancía emocional. Como escribe Han: se lo degrada a objeto económico. Ya no es un enigma que nos mantiene en vela, sino un espejo que queremos pulir para reflejarnos mejor a nosotros mismos.
Vivimos atrapados en una cultura de espejos, donde la imagen propia se reproduce hasta el hartazgo. Pero el espejo no escucha, no ofrece hospitalidad. El espejo solo repite. Y la repetición —nos recuerda Han— es la muerte del lenguaje vivo. Narciso no supo escuchar a Eco; por eso terminó solo, encerrado en sí.
Escuchar, así, se convierte en un acto espiritual. En una forma de ampliar el alma. La verdadera escucha no alimenta el ego, lo disuelve. Porque no hay escucha posible desde la autosuficiencia, ni desde el juicio, ni desde la prisa. Solo el que se permite ser afectado puede escuchar. Solo quien acepta no saber, no controlar, puede entrar en el tiempo del otro.
Imagina, dice Han, un futuro donde exista una nueva profesión: la del oyente. Alguien al que se le pague por hacer lo que casi nadie hace ya sin condiciones: prestar atención, albergar la voz ajena sin juicio ni prisa. ¿Distopía? ¿Profecía? ¿Advertencia?
La escucha es hospitalidad. Y en un mundo donde todo invita al encierro en el yo, escuchar es abrir una ventana. Una ventana por donde entra el otro, con sus palabras, sus silencios, sus fracturas. Y en ese cruce, algo se redime. Escuchar es, quizás, el último lugar donde todavía puede brotar el amor, la alteridad, la redención de una subjetividad herida por el exceso de sí misma.
Han apunta que hoy oímos más que nunca —gracias a la saturación digital—, pero escuchamos menos que nunca. La diferencia es crucial: oír es recibir datos. Escuchar es acoger heridas. Y nadie puede acoger si antes no ha aprendido a quedarse a merced del otro.
Porque escuchar, como bien sabía Hermann Broch, es invitar sin poseer. Es no interrumpir el milagro de una voz que se descubre a sí misma al pronunciarse. Es un arte que se ejecuta con el cuerpo entero: con la piel, con la respiración, con ese pequeño suspiro que le dice al otro “te estoy cuidando, sigue, no hay juicio aquí”. Escuchar es volverse nadie para que el otro pueda ser.
En la escucha verdadera no hay filtros de Instagram, ni likes, ni fuegos artificiales. Solo el tiempo regalado al otro, escuchar como si la vida del otro nos importara tanto como la nuestra.
Escuchar, entonces, es un acto profundamente político. Un gesto de resistencia en una era que nos quiere solitarios, culpables y callados. Una forma de devolver al sufrimiento su dimensión compartida, su poder de transformación. Porque cuando yo te escucho, algo en mí se rompe y se vuelve puente. Porque cuando tú me escuchas, mis fragmentos cobran sentido.
La sociedad del "me gusta" prefiere el ruido del entusiasmo al silencio del cuidado. Pero ese entusiasmo que atropella al otro, que lo disuelve en la figura del emisor, es también una forma de violencia. Sólo oír es convertir al otro en eco de uno mismo. Escuchar, en cambio, es sostener su figura sin tocarla, es permitirle ser, sin querer salvarlo, sin decorarlo con palabras.
Por eso, más que un gesto amable, la escucha es un acto revolucionario. Un llamado a detener la velocidad, a desarmar los algoritmos, a devolverle a la voz su carácter sagrado. La comunidad verdadera —nos dice Han— no se construye con datos, sino con oyentes. Es quedarse en silencio, no para imponer, sino para acompañar; es decirle al otro: puedes habitarme un rato.
Citamos a continuación un fragmento del ensayo "Escuchar" in extenso, por considerarlo de interés y para sumar contexto a la reflexión anterior. Como dijimos antes, el texto se encuentra en el libro La expulsión de lo distinto.