Vivimos en un tiempo en el que las certezas se disuelven como agua entre los dedos, donde las identidades se desvanecen y las tribus urbanas –esas islas de resistencia y autenticidad– parecen desmoronarse: los rastros de esos grupos que, en su diversidad, desafiaban el orden, cada vez se desvanecen más. Y es que bajo la apariencia de progreso, la globalización y el capitalismo nos han hecho esclavos del ritmo vertiginoso del mundo, donde nada puede permanecer, donde todo se disuelve en la rapidez de lo efímero.
A inicios del siglo XXI, Zygmunt Bauman llamó a este fenómeno de nuestra época la "modernidad líquida": la era donde todo se convierte en fluido, nada es estable y la identidad humana se diluye en un mar de posibilidades que se disuelve tan rápido como surgen. Las tribus urbanas, otrora símbolos de pertenencia y rebeldía, se desintegran más rápido que los cuerpos que las componen, están atrapadas en esta corriente insaciable, cada vez más difíciles de encontrar, más lejanas, como reflejos de un espejo que no para de quebrarse.
En las varias décadas de la segunda mitad del siglo XX, las calles de las grandes ciudades eran el escenario de una feroz disputa por la identidad. Los punketos con su rebeldía y estética destructiva gritaban "no al sistema", los rockabillys con su nostalgia por los 50 y su actitud desafiante decían "somos los que no olvidan", mientras los emos buscaban refugio en la tristeza y la introspección, como una forma de resistir al vacío de una sociedad que los desbordaba. En México, los porros representaban la rebeldía estudiantil, la protesta ante un sistema opresivo, mientras que los skatos y los góticos reivindicaban el derecho a no encajar con el “todo”, a ser diferentes en un mundo que solo aceptaba lo normal, a pertenecer, sí, pero desde su autenticidad y su disidencia. Cada tribu era un grito, una forma de decir “existimos, somos diferentes, y eso tiene que respetarse”. Eran las voces de aquellos que se negaban a ser absorbidos por la uniformidad del mundo que se les imponía. Hoy, ese grito se está apagado, ahogado por la saturación y la globalización que hace desaparecer lo único, lo especial, lo diverso.
La moda, ese lenguaje mudo pero contundente,siempre ha sido testigo de la transformación social. En tiempos de guerra, el labial rojo no solo se alzó como un simple adorno de belleza, sino como una campaña de poder y fuerza. Durante y después de la Segunda Guerra Mundial, el rojo era una llamada al trabajo, a la fortaleza, a la visibilidad femenina. La publicidad nos decía, "mira, puedes ser bella y fuerte, todo al mismo tiempo", como un mensaje de empoderamiento que se disimulaba con un toque de glamour. La minifalda, otra revolución social, no solo liberaba el cuerpo de la mujer, sino que anunciaba una era de independencia, de lucha contra los moldes establecidos. Ambos símbolos fueron más que moda, fueron declaraciones de resistencia y de afirmación de lo que pasaba en el mundo.
Hoy, la moda parece reflejar, quizá más que nunca, lo que somos socialmente, pero no sin un costo. Las líneas de pensamiento laterales que representaban las tribus urbanas, esas formas de vida alternativas, parecen apagarse poco a poco, sumidas en un océano de uniformidad. El estilo "Old Money", por ejemplo, que ha resucitado con mucha fuerza y aires de nostalgia, es un reflejo del deseo irracional de pertenecer a una élite que se sostiene sobre la apariencia y valores tradicionalista. Lo "tradicional" se reinventa, sí, pero sólo como un espejismo que oculta la vacuidad de un sistema que hace del consumo el único motor. Y así, en medio de el remolino global, incluso los colores y texturas se desvanecen, neutralizados en una paleta uniforme que nos borra a todos por igual.
El retorno a lo "tradicional", esa ilusión de seguridad en un mundo que se mueve tan rápido, es una respuesta a la pérdida de nuestra autenticidad. La moda ya no grita, ya no desafía, ya no resiste. Ha sido absorbida por el capitalismo, convertido en un ejercicio mecánico de consumo que no deja espacio para la originalidad. Y mientras todo se disuelve, el individuo se pierde, arrastrado por la corriente de una globalización que no deja lugar para ser único.
Al final, la desaparición de las tribus urbanas no es solo un lamento por lo perdido, sino un reflejo de cómo nos hemos disuelto nosotros mismos, convertidos en sombras que ya no saben si son parte de la realidad o de la ilusión. Y mientras tanto, el sistema sonríe, porque ha hecho de nuestra falta de identidad su mayor negocio.