Marina Tsvetaeva, la poesía como oración agnóstica

Si nos encontramos con un deseo que nada en este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fuimos hechos para otro mundo.

Estas palabras del escritor de ficción y teólogo cristiano C. S. Lewis invitan a acercarnos a un cruce que, súbitamente, iluminan. Sin embargo, quizá no se trata de otro mundo sino de sea lo que sea El arte a la luz de la conciencia.

Este es el título de una espléndida colección de la poeta y prosista rusa Marina Tsvetaeva. Su arte es una genuina investigación de las condiciones que pone la vulnerabilidad a los seres, a las palabras y a toda forma que se basa, de alguna manera, en ser de una esperanza. Se pueda hablar de esto por sí mismo o no, la esperanza es un proceso creativo.  

Cada ser es vivir un medio, eso es el yoga. Antes que una serie de disciplinas históricas dentro de las tradiciones espirituales de Asia, se trata de lo más íntimo de nuestros actos y lo más exterior de nosotros mismos, haciéndonos otro mundo con actos presentes.

Como la poesía, el yoga no es algo específico. Su manera de sanar es la de la ausencia y a la ausencia. Sana la necesidad más recóndita, hasta lugares donde no sabemos si seguimos ahí y que llamamos “Dios” en muchas ocasiones. Para Tsvetaeva:

Nunca quito los ojos cuando digo “arte”. Todo el acontecimiento de la poesía, desde la visita del poeta hasta la recepción del lector, ocurre enteramente dentro del alma.

Hay una rara fe agnóstica en la obra de Tsvetaeva, sobre si es maravilloso o no el mundo, sobre si pertenece o no a sí mismo, sobre si está lejos o cerca, sobre si hace daño o un bien. Hay un yoga artístico o una religión que comparten las palabras. Palabras dichas por seres enteramente comprometidos, afectados, que solo saben sentir.

Cuando los budistas dicen este mundo es sufrimiento, quieren decir que el sufrimiento no carece de nada: Este mundo sufre. ¿Quién negaría que el sufrimiento es suficiente? Esta receptividad total no juzga ni rechaza nada, por eso quizá Tsvetaeva la llegó a señalar como Dios, de Dios o para Dios, segura de que cada poema es una necesidad arrodillándose:

¡Insomnio, amigo mío!

Otra vez tu mano.

Mientras alzo mi copa

te encuentro en la callada,

en la sonora noche.

¡Déjame que te embruje!

¡Prueba!

No trates de ascender

sino de ir hacia adentro…

Ya te llevo…

Susurra con los labios:

¡Paloma! ¡Amigo!

Prueba.

Déjame que te embruje.

Bebe

de todas las pasiones,

huye

de toda noticia.

Calma.

Concede,

amiga…

Abre los labios.

Abre los labios al placer

y, al borde de la tallada copa,

bebe.

Absorbe.

Traga

hasta el no-ser.

¡Amigo! ¡No te enfades!

¡Déjame que te embruje!

¡Bebe!

De todas las pasiones

la más apasionada,

y de todas las muertes

la más dulce… mis manos.

¡Déjame que te embruje! ¡Bebe!

Desaparece el mundo. Ningún lugar:

orillas inundadas… Bebe mi golondrina

perlas fundidas.

Y tú bebes el mar,

bebes el alba.

¿Con qué amante es la juerga?

¿Con el mío?

Bebe, pequeño,

que ya compararemos.

Y si preguntan, ¡responderé!

El porqué de las mejillas lívidas.

Con Insomnio me fui de juerga, sí.

Con Insomnio me fui de juerga.

Cada poema es una especie de oración. Aunque Tsvetaeva no se dirige al Dios de ninguna religión en este poema, hace de la religión, del yoga mundano un arte sobre la intimidad profunda de este sufrimiento cotidiano. Esta avidez interior que de ninguna manera se esconde y que pareciera tomar el lugar para cualquier mundo y expandirlo.

Hacemos poesía desde este extraño dolor que reza, aunque no repita ninguna súplica o cante ningún himno. La acción más elemental no tiene finalmente nada que ver con la sobrevivencia, la superación, el fin, el autosustento. Este yoga se trata no del arte por el arte, sino de la belleza: Sentir el esplendor es sentir su ausencia, obrar, quizá conmovernos.

¿Qué podemos decir de Dios? Nada. ¿Qué podemos decirle a Dios? Todo. Los poemas a Dios son oraciones. Y si hoy en día no hay oraciones (salvo las de Rilke… no conozco ninguna), no es porque no tengamos nada que decirle a Dios, ni porque no tengamos a quién decirle ese algo, sino porque no tenemos la conciencia de alabar y rezar a Dios en el mismo lenguaje con el que hemos alabado y rezado absolutamente por todo durante siglos. En nuestra época, para tener el valor de dirigirnos directamente a Dios, para orar, es necesario o bien no saber lo que son los poemas, o bien olvidarlo.

Ignorar es una comunión profunda con la realidad completa y misteriosa de las acciones, y con el poder de las palabras artísticas. La agnosia es una bendición, tal y como aseguraba uno de los Padre de la Iglesia, Evagrius Ponticus.  

Hay una fe cuando uno siente, sufre y agradece. ¿De qué otra impresión puede tratarse si no de la certeza? Emotividad sin imagen, mientras nuestra voz habla en nombre de los ojos, nuestros ojos por la mente, nuestra mente por el mundo y nuestro mundo por nuestra boca. Se nos concede la rara sensación de bienestar en el dolor creativo, en la búsqueda de Dios o de un mundo para todos que solo tiene para ser real nuestra doliente intimidad.

Antes, todo lo que amaba se llamaba Yo, ahora Tú. Pero es lo mismo.

Tsvetaeva enseñó con estas palabras la dirección del yo al tú, al yo verdadero, a ese Dios que, como decía Simone Weil, no es necesario que exista para adorarlo. Uno le habla realmente porque el dolor y la necesidad de confesión, ayuda y amor son reales.

 

Imagen de portada: Marina Tsvetaeva, RuVerses.

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