No hay nada sorprendente en el hecho de que no podamos hablar de Dios; pues, si hablar equivale a enunciar una proposición bien construida, entonces, por definición, lo que se define como inefable, inconcebible e innombrable escapa a todo discurso. Lo sorprendente, por tanto, no es nuestra dificultad para hablar de Dios, sino más bien nuestra dificultad para callar. Porque, de hecho, con respecto a Dios, hablamos abrumadoramente. En cierto sentido, solo hablamos de eso, y demasiado, sin modestia ni precaución.
Estas palabras pertenecen al filósofo Jean-Luc Marion y a su muy discutido libro de 2010 Dios sin el ser. Identificado con una apertura posmoderna de la teología cristiana y el movimiento fenomenológico francés, las influencias de este pensador incluyen a agnósticos como Edmund Husserl y Martin Heidegger, así como a católicos como Hans Urs von Balthasar.
Miembro de la Academia Francesa y honrado por la Santa Sede con el premio Ratzinger de 2020, equiparable a un Nobel en teología, la trayectoria de Marion provoca un encuentro entre las problemáticas de la Iglesia y las de un mundo en secularización.
La aproximación base de su pensamiento es una fe libre de una deuda con la razón como gran justificadora. La fe tiene la supremacía de reactivar nuestras facultades en letargo, entrampadas en luchas complejas por el monopolio de la verdad. Hay que buscar con la razón la mejor manera de problematizar a qué han recurrido el ateísmo, el mundo y las Iglesias en su convalidación. Sin embargo, la fe es inadvertidamente su horizonte energético.
En el sentido moderno del término, el ateísmo es sostener que no se cree en la existencia de un “ser supremo” o equivalente. Para Marion, esto niega a Dios en base a un concepto o a un “Dios”. En una primera instancia, esto supone atribuirle características que sirven de coordenadas a la razón, un mundo referencial o plano hipotético, suponiendo una segunda instancia que consiste en negar la existencia a ese “Dios”, esto gracias a una demostración rigurosa de la imposibilidad o contradicciones de la antes mencionada caracterización:
Cuando un pensamiento filosófico expresa un concepto de lo que entonces llama “Dios”, este concepto funciona exactamente como un ídolo. Se ve, pero así se oculta como el espejo donde el pensamiento, invisiblemente, tiene fijado su punto de mira.
Una vez que ya no se cree en la representación de Dios, negar al representado es, para Marion, atorarse en la metafísica. El primer movimiento es conceptualmente coercitivo para el segundo. Todo ateísmo llega tan lejos como lo garantice un concepto de Dios elegido. Su racionalidad conceptual importa en su concluida exclusión, lo mismo que el Dios concepto que da un marco de referencia. Esto es a lo que se refería Wittgenstein al sostener:
Las proposiciones de la lógica no dicen nada. Están vacías de contenido empírico.
El Dios / Amor de los Evangelios es el Dios de la oración en el que se nos invita a confiar y pide pobreza de espíritu. Este Dios ni es una idea ni un ente deducible vía especulación. Las demostraciones rigurosas de los ateos sobre la imposibilidad de un ser supremo son un espejo de las demostraciones de su existencia desarrolladas por los teólogos a lo largo de la Historia, sobre todo en Occidente. Marion coincide más con los místicos:
Liberar a “Dios” de sus comillas no exigiría nada menos que liberarlo de la metafísica.
Podemos preguntarnos, ¿qué queda entonces cuando la teología deja de proponerse que algún concepto coincida con Dios mismo? De acuerdo con el también teólogo Stéphane Vinoloa, para Marion es distinto hablar “acerca de Dios” que “a Dios” como una formulación amatoria que no transmite información alguna sobre la realidad a la que se quiere llegar y que tampoco requiere fundarla para creer en ella. Si Dios existe, no es dependiente.
Al final, nada de lo que puede identificarse en este juego de contrastes sirve a la inteligencia sin degradarla. La atención es puesta sobre un ídolo, la sombra de Dios como un becerro de oro. La gracia, la luz como la sombra del mundo, el mundo desde su luz, deja al tiempo en silencio, al espacio ciego. Nada yace como puro significado: hay algo real.
Al decir “te amo” nos hallamos en el simple hecho de decirlo. Quizá como sugerirían algunos místicos, no hay que definir un tú para nuestro yo, el tú infinito / divino. En cambio, descubrimos ser el tú del yo, de Dios. Si Dios es tan real como la realidad, no depende de que seamos creyentes o ateos ni tampoco de que sea buscado por nadie. Ese Dios creándose no está. Ser creados, ser para el creador no es que estemos aquí, es el estar como que se esté, la creación omnipresente o atemporal, el tiempo atemporal o la espera.
Dios como crear y como no-ser sería encontrarnos, que Dios nos encuentre, que nos dejemos encontrar como Dios. Ser y crear son lo mismo. Así como el ser “no es”, crear se entiende como lo “increado”. Dios es el ente sin ser, crear sin crearse.
Al final, la sombra de Dios es su inexistencia: Dios existe, Dios no tiene sombras, es su sombra. Dios fue y será el becerro de oro, el vacío y la necesidad de ver. Podemos forzarnos a verlo o podemos dejar que sea mientras cerramos los ojos, los suyos, sus ojos.