Caminar puede parecer el ejercicio más sencillo del mundo y, sin embargo, posee algunas dificultades un tanto sorprendentes, en particular cuando se le realiza como una actividad orientada a la contemplación, la reflexión o el disfrute de lo simple, estados para los que no siempre estamos dispuestos, máxime en esta época en que vivimos, tan llena de prisa, deber y sofisticaciones superfluas.
Los antiguos sabían que una buena caminata es capaz de aligerar el alma o al menos despejarla. Los pensamientos se avivan y a veces incluso las fuerzas se reponen. Caminar ayuda a que la mente vagabundee un poco, lo suficiente para ver la cercanía de ideas que se creía lejanas, por ejemplo, para fantasear o tan sólo para entregarse al pensar en cualquier cosa. Además, claro, cuando la caminata se realiza en un paisaje agradable al exterior, los sentidos se complacen en la belleza que los circunda, que puede ser natural –la de un bosque o una playa, digamos–, pero también la de esa particular artificialidad humana, de la que también formamos parte, y que puede expresarse en un jardín, un vecindario de arquitectura admirable o algún otro paisaje similar.
Entre los varios autores que han escrito sobre el caminar –entre otros, Rousseau, Thoreau o Nietzsche–, uno de de los más destacados es Ralph Waldo Emerson, el filósofo trascendentalista que encontró una intersección peculiar entre el intelecto y la naturaleza, en un tiempo y un lugar –los Estados Unidos de mediados y finales del siglo XIX– que en cierto sentido fueron también el amanecer de una época. De algún modo Emerson fue el gran cronista de esa aurora rodeada de la atmósfera de lo inédito.
En 1858, Emerson dictó una conferencia a la que tituló “Vida en el campo” (“Country Life”), misma que fue la lección inaugural de un curso ofrecido en la capilla Freeman Place de Boston.
Si bien en su disertación Emerson discurrió por varios temas, el eje en torno al cual gravitó fue el “exterior”, por así llamarlo, esto es, los grandes espacios naturales, el clima, la tierra, la diversidad de la vida… todo ello en relación con el ser humano, pues, después de todo, somos nosotros quienes podemos dar cuenta de ello con palabras, imágenes, clasificaciones y más.
Siguiendo esa línea argumentativa, en algún párrafo el autor recala en las caminatas, de las cuales no duda en decir: “Caminar es la mejor gimnasia para la mente”.
Con todo, como decíamos al inicio de este artículo, hasta cierto punto caminar implica más que el mero movimiento de los pies y del resto del cuerpo. Como señala Emerson más adelante en su conferencia, para caminar también son necesarios ciertos “requisitos” que se pueden o no tener desde un inicio pero que, en cualquier caso, es posible cultivar. Esto dice Emerson al respecto:
Muy pocas personas saben cómo salir a caminar. Las cualidades de un practicante son resistencia, ropa sencilla, zapatos viejos, ojo para la naturaleza, buen humor, vasta curiosidad, buena conversación, buen silencio y nada de más. Si alguien me dice que ama intensamente la naturaleza, sé, por supuesto, que no la ama. Los buenos observadores tienen los modales de los árboles y los animales, su paciente buen sentido, y si añaden palabras, es sólo porque éstas serán mejors que el silencio. Pero un cantante ruidoso, o un contador de historias, o un hablador vanidoso profanan el río y el bosque, y su compañía no es preferible a la de un perro.
El juicio de Emerson puede parecer severo o estricto, pero en varios sentidos es certero, sobre todo si sus palabras se consideran a la luz de una cierta alineación que el autor busca entre la caminata y los ritmos de la naturaleza, como si con esa intención se buscara redimir el hollar del pie humano sobre los reinos de lo natural.