Ciertamente el culto a la juventud es un signo de nuestra época, especialmente porque vivimos en la época de la imagen pública, y por todos lados se nos bombardea --como estrategia de mercado-- con cuerpos núbiles, lustrosos y aparentemente sanos como los que sólo podemos tener en la cúspide de la juventud. El arquetipo de la belleza, desde los griegos, es el del eterno puer, en perpetua florescencia, con una dicha que el tiempo no puede más que marchitar porque está ligada a la primavera y al verano, a la energía y al vigor que en un mundo impermanente imposiblemente no declinan. Así perseguimos el espejismo de la fuente de la juventud y ocultamos nuestra vejez y marginamos a nuestros viejos --poco vale para nosotros la sabiduría de la edad en comparación con la intensidad del placer sensorial y el rubor fogoso de los años mozos. Como escribe el poeta Ramón López Velarde, queremos siempre "ser de nuevo/la frente limpia y bárbara del niño":
Volver a ser el arrebol, y el húmedo
pétalo, y la llorosa y pulcra infancia
que deja el baño para secarse al sol...
Carlos Monsiváis nos recuerda cómo el ardor del Fausto de Goethe por trascender la guadaña del tiempo a través de la filosofía oculta, hoy en día deviene en la compulsión obsesiva del consumismo y en el abaratamiento de los principios, un "canje del espíritu metafísico por los goces físicos", habiéndose perdido "lo que [Alfonso Reyes] comprendía de este modo: 'El éxito o el fracaso cuentan menos que el anhelo de desentrañar los secretos del mundo y darles forma comprensible, a través de la acción del arte, de la poesía, la filosofía, y la ciencia: ¿Qué otra cosa anhelaba Fausto?"'. Explica Monsiváis en un formidable pasaje de su libro póstumo Las esencias viajeras:
...ya en el siglo XX, al convertirse la juventud en la meta suprema, incluso los propios jóvenes, el pacto fáustico deviene el centro de las obsesiones, de las ilusiones recónditas y públicas, hasta llegar a los finales de esta centuria convertido en búsqueda gozosa y patética de la cirugía plástica, los gimnasios, las dietas estrictas, el maquillaje, las ropas rejuvenecedoras, la liposucción, hasta llegar a la ilusión química de la feromona humana... La metáfora prodigiosa de un libro se convierte en el sueño masivo de consumo y ansiedad por resistir al tiempo.
Tenemos un pacto fáustico rebajado, versión lite, ni siquiera comprendido, en el que las masas se van por la carnada del placer y el materialismo y la literalidad sin comprender y menos buscar la dimensión metafórica, estética y metafísica. El problema de esto es que, como muestra en su sublime frivolidad El retrato de Dorian Gray, tarde o temprano lo que le hacemos al cuerpo alcanza al alma y viceversa. La corrupción es también holística (como los spas).
Monsiváis recupera una cita de Bartolomé Mitre que encierra el espíritu que guía este ensayo: "No hay que morir joven. El que sobrevive a sus coetáneos siempre acaba por tener razón", y aquí el énfasis es en tener razón, no en tener la razón o superar a los demás para vindicar nuestro orgullo... razón que para los griegos era el Logos, lo divino en la mente humana... La vejez como la verdadera oportunidad de encontrar la sabiduría, aquello que se resiste a la veleidad de la moda, los fundamentos sólidos, los frutos precisos y disciplinados de la experiencia y de una vida al servicio de la antigua máxima de conocerse a sí mismo como vía regia para conocer el universo y sus secretos. Revivir quizás el "sueño íntimo de vencer la decrepitud" de Fausto y negarse "a la consigna 'Los dioses mueren jóvenes'". La dignidad de la vejez no es sólo la sombra amable y discreta de la juventud, es por su propia cuenta una potencia, misma que ya acaricia, rediviva, prístinos jardines. Los hombres que se vuelven dioses, nos dirían Sócrates y Platón, son aquellos que no se resisten a la muerte sino que la investigan y, habiendo vivido filosóficamente, logran hacer de la tumba la última cuna, el fin de la sufrida rueda.
La vejez como virtud, el derecho a bien envejecer y la buena vejez como superno logro o al menos una senectud lúcida y socialmente aceptada son --a la luz de su ausencia-- un punto débil en nuestra cultura, el talón de Aquiles de nuestra vida futura. Con el culto y la glamourización del cuerpo en su estado idílico perpetuo --siempre conservado, maquillado, acondicionado, la muerte es llevada a la sombra, ascépticamente borrada de la cotidianidad, como si pudiéramos así salvarnos de ella (contradictoriamente, puesto que la muerte es la única posibilidad de salvación que podemos soñar). Las improntas colectivas con las que crecemos en Occidente nos han enseñado a creer que debemos quemar todos nuestros cartuchos la primera mitad de nuestras vidas, ocultar todo signo de vulnerabilidad en nuestro deseo de atraer y ver a la vejez como algo detestable y desechable, cuya única actividad consiste en recordar lo que vivimos en nuestra juventud y en nuestra plenitud y en algunos casos excepcionales servir como consejera de la vida de los jóvenes (que es la que realmente importa). Como si uno no pudiera seguir perfeccionando, mejorando, creciendo y creando nueva belleza hasta el último día. En México por ejemplo, se tiene tan poca consideración por "la tercera edad" que ocupa el último lugar en la OCDE en pensiones y el penúltimo en América Latina, sólo antes de República Dominicana. Esto revela el poco respeto hacia los adultos mayores y la poca conciencia eutanánistica que se tiene, pese a que se celebra el Día de los Muertos --con colorida parafernalia y desvaída devoción-- y pese a que se tiene un vigoroso culto a la Santa Muerte, al parecer se olvida el viejo proverbio: "el día de tu muerte es el más importante de tu vida". Como en la política, en el espíritu, preferimos apostarle al corto plazo, al siguiente goce, a este sexenio y no construir y planear para la carrera larga de los siglos.
Ciertamente no se trata de preferir un tiempo sobre otro, lo cual seguramente sería el resultado de un estupor perceptual, de un excesivo apego al cuerpo y a sus ilusiones o de una radical negación de la existencia física. En cambio, es posible abrazar la existencia en su totalidad y hacer consciente cómo cada momento y cada edad tienen sus propias particularidades y cualidades y cada una contribuye al entendimiento y a la construcción de la vida y su desenlace en la muerte. Sin una juventud y una madurez sana, disciplinada y creativa, la vejez se vuelve insoportable, tortuosa y prácticamente irredimible; sin una vejez sabia y serena y una buena aproximación a la muerte, la juventud se vuelve absurda, vana nostalgia, efímera irrealidad, un fuego de petate. Ambas se nutren y equilibran, como en una alquimia interna, una conjunción de polos arquetípicos: puer y senex, el encuentro de Cupido y Saturno, las dos puntas de un hilo que tejen un mandala y el posible uróboros de la vida que encuentra su puerto en la muerte. James Hillman escribe sobre el senex:
Saturno retiene los atributos de Kronos; es un dios de la fertilidad. Saturno inventó la agricultura; este dios de la tierra y el campesino, la cosecha y la saturnalia, es regente de la fruta y la semilla. Incluso su castrante guadaña es una herramienta de siembra. Tendría que ser Saturno quien inventara la agricultura: sólo el senex tiene la paciencia que equipara a la de la tierra y puede entender la conservación de la tierra y la conservaduría de aquellos que la trabajan; sólo el senex tiene el tiempo necesario para las estaciones y su repetición crónica; la habilidad de abstraer para amaestrar la geometría del arado, la esencia de las semillas, de hacer las cuentas para rendir ganancias, el abono, la soledad...
No debemos olvidar que hay una cierta potencia y fecundidad en la melancolía y en la memoria saturnal de los viejos industriosos o contemplativos y una amplitud panorámica que sólo el padre (Cronos) atisba en la vicisitudes del tiempo. Una mirada que trasciende las pequeñeces y se concentra sólo en lo que, como su experiencia le ha enseñado, supera la vanidad y la futilidad. Para los chinos respetar a los padres, y a los hombres viejos en general, es respetar y seguir al cielo y a la ley cósmica. Por más que sean irritantes, neuróticos, amargos e intolerantes, se les respeta y escucha porque en ellos se reconoce la insondabilidad de mirar al fondo del abismo del tiempo, la dignidad de haber observado los patrones, conocer las causas ocultas y contemplar las formas que perduran, todo lo cual es insondable para una vida más corta.
Como contraparte al senex, en la coniunctio interna de la psique, tenemos al puer. Así describe Hillman el arquetipo del puer, el eterno niño:
Como el hijo de una cabra, el niño baila con un excedente de exuberancia; como un gatito explora todo y de súbito coge miedo; como un puerquito, ¡que rico sabe todo! El mundo es un buen lugar --cuando y sólo cuando, la imaginación con la que el niño desciende está todavía lo suficientemente viva para imbuir las cosas con su visión de belleza.
Hillman agregar también que, como un ángel, el niño llega al mundo seguido por "una nube de gloria"; llamada “por su verdadero nombre la niñez es el reino de la reminiscencia arquetípica”. Pareciera que el niño en su frescura y en su impresionabilidad trae consigo todavía la memoria de otro mundo: todo brilla con un resplandor prístino. Eros es representado como un niño mágico con alas como símbolo de su vínculo activo con el cielo y con la creatividad de las potencias celestes (ángeles, tronos, dominios...).
La potencia del niño es la de trastocar todo con la luz de su mirada: su imaginación activa que se posa sobre las cosas y las transfigura; la potencia del viejo es la muerte, su capacidad de ver la vida bajo la luz de la muerte y la impermanencia y a todo dotarlo de su justa dimensión temporal. Ambos mantienen en su conciencia vislumbres de una misma frontera al límite de la conciencia: la muerte es un nacimiento y el nacimiento es una muerte. Al nacer, creían los griegos, bebemos del Río del Olvido, pero algunos llegan a beber del Río de la Memoria y conectan, por así decirlo, los hilos de las Moiras. Ambos extremos de la vida son reprimidos. Aunque adoramos al niño, lo tratamos como un dios idiota, una criatura preciosa extremadamente frágil que debemos proteger. Al protegerlo --creyendo que en su tierna tabla rasa toda patología se puede imprimir indeleblemente-- lo desposeemos de su fértil originalidad, lo normalizamos, le proyectamos todos nuestros vicios y virtudes. Al criarlo para que encaje dentro de nuestra visión de mundo y de la "realidad" convencional y no sufra por ser él mismo --eso tan especial, raro y poco común que es y por lo que el mundo "real" podría rechazarlo-- no reconocemos su propia inteligencia y lo despojamos de su genio particular, de la posibilidad de conservar consigo la memoria de su alma. Como dice el poeta William Wordsworth:
Our birth is but a sleep and a forgetting:
The Soul that rises with us, our life's Star,
Hath had elsewhere its setting,
And cometh from afar:
Not in entire forgetfulness,
And not in utter nakedness,
But trailing clouds of glory do we come
From God, who is our home:
Heaven lies about us in our infancy!
Hillman considera que lo que más reprimimos en nuestra sociedad no es el sexo sino el deseo de belleza sin riendas, como ocurre en el deseo de los niños de vivir enamorados de las cosas, de unirse con ellas sin pena (como Pan), enfrentados siempre con la posibilidad gemela del “terror y la alegría”, con “los extremos en las fronteras de la curva de la normalidad”. Habría que añadir a este esquema de lo más represo también a la muerte y a la senectud como imagen progresiva, lenta e intolerable de la muerte. Reprimimos y expulsamos a la vejez para que no nos recuerde la muerte que seremos. Senex y puer, las dos terminaciones nerviosas de la existencia humana, extremos que nos enfrentan con lo desconocido, que se tocan remotamente en el azul de otro mundo... la posibilidad no reconocida de hacer de la vida una alquimia interna.
Twitter del autor: @alepholo