Una de las paradojas de la condición humana es que cada persona está llamada a encontrar por sí misma el sentido de su vida. Hasta cierto punto nadie parte de la nada, pues todo existe ya cuando llegamos a este mundo. Sin embargo, en tanto cada uno de nosotros debe descubrirlo todo de nuevo, como si llegáramos en el amanecer de la historia, dicho sentido es en cierta forma inédito, en la medida en que cada cual debe darle su propio significado.
¿El dinero? ¿La fama? ¿La felicidad? ¿La longevidad? ¿El bienestar? Cada persona elegirá en su momento su motivo para vivir, el cual, además, casi siempre cambia a lo largo de la existencia. Mientras que en la niñez los placeres simples parecen ser suficientes, en la juventud es común afanarse en la búsqueda de satisfacciones sensuales y materiales. Más adelante hay quienes rasgan ese velo y se dan cuenta de la superficialidad y aun la vanidad de esa realidad, y entonces emprenden la búsqueda de bienes mayores. A propósito de eso, alguna vez Borges escribió:
Buscar la serenidad me parece una ambición más razonable que buscar la felicidad. Y quizá, la serenidad sea una forma de felicidad.
Entre las muchas personas que han reflexionado al respecto, una de las más interesantes es nada menos que la de Albert Einstein, quien no sólo fue uno de los científicos decisivos del siglo XX, sino que además también dedicó su intelecto a meditar sobre la vida.
En una especie de ensayo personal al que llamó “En lo que creo” (incluido a su vez en una obra publicada con el elocuente título de El mundo como yo lo veo, de 1931), Einstein resumió en unas pocas líneas la conclusión a la que él había llegado al respecto del sentido de la existencia. El fragmento dice lo siguiente:
Indagar sobre el sentido o el objeto de la propia existencia o de la de todas las criaturas siempre me ha parecido absurdo desde un punto de vista objetivo. Y, sin embargo, todo el mundo tiene ciertos ideales que determinan la dirección de sus esfuerzos y sus juicios. En este sentido, nunca he considerado la facilidad y la felicidad como fines en sí mismos: a esta base ética la llamo el ideal de una pocilga. Los ideales que han iluminado mi camino, y que una y otra vez me han infundido nuevo valor para afrontar la vida con alegría, han sido la Bondad, la Belleza y la Verdad. Sin el sentido de pertenencia a personas de ideas afines, sin la ocupación con el mundo objetivo, lo eternamente inalcanzable en el campo del arte y los esfuerzos científicos, la vida me habría parecido vacía.
Como podemos ver, los faros de Einstein son sumamente platónicos, pues al igual que el filósofo griego, el físico creía en esa especie de triada suprema que tiene como valor último el Bien. O mejor dicho, que al cultivarse se alimentan una a otra, recíprocamente. Volverse devoto de cualquiera de ellas conduce naturalmente a adorar a las otras dos, pues los caminos por las cuales pueden recorrerse son uno y el mismo.
¿Qué te parece? ¿Imaginas una vida guiada siempre por estos ideales?
Para los interesados, el texto completo de "En lo que creo" y la referencia a El mundo como yo lo veo se encuentran en este enlace.