El compositor y director de orquesta ruso Sergei Rachmaninov dejó una impresión imborrable en la transición musical hacia el mundo contemporáneo. Como pianista era igual de impresionante, dueño o dueñas sus grandes manos de unas características para la interpretación prácticamente perfectas. Esto ha llevado a especular sobre la rareza de su físico, posibles trastornos como el “síndrome de Marfan” o la “acromegalia”.
Sin embargo, una ambición frustrada parecida a perder el horizonte o la vista, eso sin dejar de escuchar una gran pasión, probablemente es parte de un proceso de superación de los límites psíquicos para muchos genios. Unos fracasan sin remedio, perdiéndose para siempre, mientras los más afortunados son capaces de seguir adelante expresándose.
Un jovencísimo Rachmaninov de veinticuatro años quedó sumido en un grave estado depresivo debido al fracaso de su Sinfonía No. 1. A aquel verano de 1897 le prometió no volver a componer jamás, desposesión que en efecto ocurrió en la vida del músico durante tres largos años. ¿La sinfonía fue un tropiezo a consecuencia del director Alexander Glazunov, sus recortes de la partitura, cambios en la orquestación y un presunto problema de alcoholismo? ¿O no le fue bien debido a su estilo progresista de la forma sinfónica? Una obra demasiado moderna para una época marcada por el círculo de San Petersburgo de Rimski-Kórsakov.
Rachmaninov iniciaría el siglo XX junto a su depresión. Para romper con una compañía tan tóxica, sus primos, su tía y un amigo, el doctor Grigory Grauermann, lo pondrían en contacto con el neurólogo y psicoterapeuta Nikolai Dahl. Sus sesiones de hipnosis sanarían tanto al músico como para lograr componer su Concierto No. 2 para piano y orquesta:
De acuerdo con el también músico y coeditor jefe de la revista independiente MUZE Elger Niels, la salida de aquel estadio depresivo en la vida del compositor tuvo menos que ver con buscar en su propio interior, y más con entrar al interior del amor. Rachmaninov se enamoró de la hija de Dahl en aquellas visitas sucedidas para seguir con su tratamiento.
Quizá ese amor pudo ser más amistoso. Si no fue el enigma del enamoramiento, quizá el de una afinidad reconfortante como que Dahl fuera un notable violonchelista. Una pasión común por la música definiría su relación enfermo / sanador. Quizá se daba en casa del médico una continuidad inadvertida entre ambos estímulos para volver a componer.
Hay en Rachmaninov un encuentro con una belleza secreta, así como la incorporación de la misma belleza encontrada fuera. Es decir, hay una resonancia entre la realidad y su rumor como fe. El músico quizá nunca sirvió a la Iglesia Ortodoxa de su nación ni compuso como para ella. Sin embargo, si este hombre fue para algunos nada menos que el pináculo del arte sacro ruso, se debe a esa comunicación misteriosa entre realidad y fe, enamoramiento y virtualización de esa alegría como una música del futuro, reino por venir y estabilidad mental.
A causa de la revolución de octubre, Rachmaninov sufriría otra desposesión, esta vez un exilio en los Estados Unidos, falleciendo en 1947. Por su parte, Dahl se escondería en el Líbano, ejerciendo su profesión y participando como músico en Beirut. Hay un misterio indescriptible que, no obstante, parece describir con nuestros oídos los eventos de la fe que la distancia o el desconocimiento hacen posible, como también a la pasión inmediada que nos despierta.
El bienestar anímico es más extenso que la mente. Incluye la fe esperable en otro mundo y un encuentro real con lo inesperado.
La depresión diagnostica su propia cura entregándonos a una vulnerabilidad física y creyente.