Un cuento sobre la vida pasada como elefante del Buda Shakyamuni

En el pueblo de Lumbini, durante el siglo VI antes de la era común, nació el Buda histórico que enseñaría la versión sobre la verdad del sufrimiento que este mundo conoce como budismo. “Shakyamuni”, título compuesto de las palabras “Shakya”, el nombre de la familia real de Kapilavastu, en el actual Nepal, y “muni”, traducible como ser apto. Apenas recién nacido, no obstante el potencial para convertirse en otro Alejandro Magno, un brahmán advertiría los signos de esta aptitud espiritual del príncipe Siddhartha para cuidar y enseñar:

Este niño será un rey universal o un ser iluminado, hay señales que así lo indican. Pero ya que la era de los reyes chakravatines ha pasado, será un Buda y su beneficiosa influencia, al igual que los rayos del sol, iluminará a mil millones de mundos.

Extendido entre las escuelas budistas, palabra idéntica en pāli y en sánscrito para nacimiento, “Jātaka” es un tipo de narración acerca de las vidas anteriores del Buda como humano o animal antes de nacer en la India, que puede incluir conexiones con sus discípulos en esos planos previos de existencia. Podría decirse que son historias que también anteceden a la iluminación del Shakyamuni, pero el tiempo y la separación también carecen de realidad propia, por lo que toda forma de existencia doliente tiene ya su naturaleza y es iluminada.

En términos histórico literarios, los Jātaka son cuentos populares del subcontinente indio que progresivamente fueron adquiriendo contenido budista. Algunas de estas historias fueron añadidas al Tipitaka o Canon Pāli, dentro de la colección de sermones y poesías que conforman el Khuddaka Nikaya, parte del Sutta Pitaka. Esto explica que su versión más antigua se haya escrito en lengua pāli. En estos cuentos, el Buda es una existencia inteligente y benévola, no obstante, todavía condicionada el reciclaje de los apegos o del sufriendo.

Un mensaje importante de este género literario es que la conexión karmática entre causas y efectos, entre un acontecimiento y otro no solo se da en una misma vida, sino de una vida a otra. Estamos atrapados en un ciclo de renacimiento, “Samsara”. Lo estamos como experiencias y experimentadores en una larga película donde cambiamos de papeles. Podemos llegar a ser monos, grullas, osos o dioses. En estas historias donde el Buda aún no ha nacido como Siddhartha, regresa muchas veces a este mundo como un “Bodhisattva”, es decir, un ser casi liberado, salvo por su preocupación por los demás que, muchas veces, lo conduce al autosacrificio. La palabra “pāramitā” se refiere a los actos ligados a un perfeccionamiento de la sabiduría que, durante varias vidas, despejan el camino hacia el despertar.

Además de literatura, los Jātaka ayudaron a definir la estética budista. Debido a que se evitó la representación antropomórfica del Buda al inició de su religión, fue sustituido por símbolos como sus huellas, un trono vacío o un árbol. También por medio de sus vidas pasadas que decoraron algunas de las primeras estupas. Y, extendido el budismo desde la India hacia el resto del mundo, los Jātaka influirían en las Fábulas de Esopo y Las mil y una noches.

En Pijamasurf queremos compartir a nuestros lectores uno de estos cuentos sobre las vidas pasadas del Buda antes de su vida como Siddhartha, una historia que ejemplifica la ética budista más allá de solo algo como no herir a los seres sintientes. Es igual de importante no desperdiciar nuestra conexión con ellos, dar a nuestros amigos y perder el miedo a la muerte gracias a su sola existencia. Esto enseña esta parábola del príncipe elefante:

Hubo un tiempo en que el Bodhisattva nació como un gran elefante. Alejado de la civilización, vivía en un bosque que contenía un lago que era a la vez profundo y ancho, rodeado por todos lados por un extenso desierto. Este hermoso oasis era ideal para el elefante y otras criaturas más pequeñas. En los árboles crecían frutos deliciosos, arbustos jóvenes cubrían la tierra y toda la zona era de altas montañas. El elefante vivía solo como un asceta y sustentaba su gran cuerpo únicamente con hojas y raíces de loto, dedicando su tiempo a la contemplación de las virtudes de la alegría y la tranquilidad.

Un día, mientras deambulaba por el borde del bosque, el elefante escuchó gritos humanos que venían del desierto. Impulsado por la compasión, corrió hacia ellos rápidamente, y apareció con dolor un gran grupo de hombres, mujeres y niños, todos casi muertos de hambre y sed. Al darse cuenta de que le tenían miedo, el elefante gritó con voz humana y afirmó que no debían asustarse. Al escuchar unas palabras tan pacíficas y reconfortantes, aquel pueblo recuperó la compostura y lo saludó humildemente.

Los ancianos explicaron que habían sido desterrados por su rey y que muchos ya habían muerto en el desierto. El amable Elefante se dio cuenta de que toda la fruta del bosque no sería suficiente para alimentarlos ni siquiera por un día. Resolvió que debía ofrecer su propia carne como alimento y sus órganos e intestinos como bolsas para llevar agua en su viaje. Luego instruyó a la gente sobre cómo encontrar el gran lago, agregando que un poco más allá encontrarían el cadáver de un elefante que había caído de la cima de un acantilado. Mientras el grupo se dirigía hacia el agua, rápidamente tomó otra ruta y comenzó a ascender la montaña. Al llegar a la cima, sintiendo una gran alegría y sin preguntarse lo que podría ser su dolorosa muerte inminente, se arrojó por el borde del precipicio. El gran impacto sonó como un terremoto en todo el bosque.

Una vez en el lago, el grupo de exiliados se refrescó con el agua fría. Siguiendo las instrucciones del Bodhisattva, descubrieron no muy lejos el cuerpo de un elefante, tal y como había asegurado. En primera instancia, se sorprendieron de que el cadáver se pareciera tanto al amable elefante que acababan de conocer. Al poco tiempo, uno de los miembros más inteligentes del grupo determinó que en realidad se trataban del mismo ser, su nuevo amigo. Asombrados por el acto increíblemente generoso y desinteresado de la gran bestia, nadie pudo evitar un estallido de lágrimas de gratitud.

Algunos en el grupo pensaron que no deberían comerse a un Bodhisattva tan grande, proponiendo que un ser tan magnífico y compasivo merecía nada menos que una ceremonia de cremación adecuada. Una vez más, aquel miembro inteligente explicó que la mejor forma de honrar al elefante sería comer su carne como había pretendido.


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Imagen: Monje tailandés y elefante felices, Shutterstock.

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