Reenfocar la vida de manera anarquista no necesariamente implica una toma de conciencia de los adultos para dar un futuro mejor y menos alienado a sus hijos y los hijos de sus hijos. Porque no se trata de hacer nacer y formar a las nuevas niñas y a los nuevos niños en una cultura menos autoritaria: el propósito del anarquismo, como solidaridad humana, compasión por otras formas de vida y respeto por uno mismo, es que este sea lo que quieran que sea. Esto también implica abrazar el ser autodidacta que somos potencialmente todas y todos.
Las teorías de la “desescolarización” de las décadas de los sesenta y setenta iniciaron una línea de abierta sospecha hacia los efectos contraproducentes del monopolio de las instituciones educativas modernas sobre qué cosas debemos aprender, bajo qué modelo colectivo y para llegar a cuáles objetivos útiles. Autores como Iván Illich, Everett Reimer, John Holt y Paul Goodman estudiaron la historia de la imposición de la escuela, particularmente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, advirtiendo su vinculación con el deterioro psicológico, el desarraigo cultural y la desigualdad económica. No se tratan de defensores de un modelo educativo privado contrario a la accesibilidad pública, sino de defensores de una educación en libertad.
En su libro La Sociedad desescolarizada, Illich se atreve a condenar la educación basada solo en seguir un plan de estudios, reglado por calificaciones y un horario. Esto perjudica la curiosidad práctica y creativa, así como el desarrollo de habilidades blandas, es decir, la retroalimentación y la empatía. El mejor futuro es que las niñas y los niños puedan elegir qué aprender, guiados y apoyados por adultos no solo profesionalizados, sino también parte de su familia y comunidad. Desde esa decisión sobre cuál escuela es la que queremos para nosotros, empieza la decisión sobre en qué sociedad queremos vivir y qué patrimonio debería tener:
Esto no es ni razonable ni liberador. No es razonable porque no liga unas cualidades o competencias sobresalientes a las funciones por desempeñar, sino el proceso mediante el cual se supone que habrán de adquirirse dichas cualidades. No libera y, por tanto, tampoco educa porque la escuela reserva la instrucción para aquellos cuyos pasos en el aprendizaje se ajusten a unas medidas aprobadas de control social.
En la película de Charles Chaplin Un rey en Nueva York, su hijo Michael interpretó al papel de Rupert Macabee, un niño editor del periódico escolar de un colegio progresista, quien confronta con discursos anarquistas al personaje de su padre, Igor Shahdov, un monarca liberal y bien intencionado que perdió su trono por oponerse al desarrollo de armas nucleares. No solo un poder que se ejerce conscientemente, sino algo como la inercia, están detrás del aura de valor de la escuela obligatoria como tutela de unos pocos sobre nuestro ser autodidacta.
El filósofo Albert Camus decía que el rebelde es aquel que dice “no”, una palabra que es una manera de decir “sí” a nuevas posibilidades. Rupert es un niño interesante, aunque teatralizado, que nos invita a decir no al exceso de poder. No obstante, hay niños de la vida real que nos enseñan con ejemplos prácticos a decir sí, sí a la responsabilidad de autogobernarnos y compartir el poder, que no es otra cosa que el convencimiento factual de que cualquiera tiene derecho a todo, por increíble que parezca. Decía la novelista Ursula Le Guin:
No se puede comprar la revolución. No se puede hacer la revolución. Tú sólo puedes ser la revolución. Está en tu espíritu o no está en ninguna parte.
Uno de estos niños anarquistas es el boliviano Tito. Compartimos su entrevista para Programas inteligentes con adolescentes, PICA, un noticiero para chicas y chicos entre los doce y diecisiete años, que pretende ofrecer un espacio real donde los adolescentes se vean reflejados sin ningún prejuicio. Lector de Julio Verne, Quino y Karl Marx, Tito declinó asistir a la escuela y aprendió a leer hasta los 9 años, según sus propias palabras, simplemente porque así lo quiso. Sin embargo, sus esfuerzos como autodidacta le han permitido adquirir diversas habilidades, conocimientos, cultura, y, sobre todo, un gran respeto por sí mismo.
Este respeto no es un aislamiento, sino desapropiar al monopolio de la escuela de nuestra energía y gestionarla cómo pensemos que es mejor. Y esta desapropiación nos muestra sociales. Un saber es para usar y compartir. No puede usarse si no es compartido.
Para muchas personas puede ser difícil apoyar un caso como el de Tito, pero el hecho es que hay un prejuicio procedimental e histórico en no atrevernos a aprender de una manera distinta de aquellas que se nos enseñó a legitimar. El supuesto caos de la anarquía es conjetural porque casi nunca ha sido perseguido por la mayoría. La carga de la prueba debería recaer en una autoridad que evita justificar su existencia, y desmantelarla cobra sentido cada vez que defrauda a sus tutelados. No puede negarse que Tito se expone a cierta marginación, pero tampoco que muy pocas personas obtienen los privilegios prometidos por la educación convencional, y no hay por qué pedir disculpas por responsabilizarnos de nuestra propia vida.
En Pijamasurf compartimos la entrevista de Tito en PICA, buscando que existan más niñas y más niños anarquistas: