Para alguien que canta en voz baja para saber cómo acompañar al mundo.
Doy la bienvenida en armonía a las iluminaciones que me llegan de diferentes partes, desde Buda hasta Mahoma, y encuentro consistencia en mí mismo, día a día. Es un viaje continuo, donde nada se establece, estático. Cuando algo, un pensamiento o una intuición me hace vibrar, lo recojo y lo sostengo. Lo mantengo.
Esta fue una descripción que Franco Battiato hizo de sí mismo. Pero esta no pudo ser propiamente una descripción porque rechaza a un sujeto fijo que, sin embargo, existe. Quizá como una retroalimentación entre el más allá que es el antes y un más allá que todavía nadie ha explorado. Una espiritualidad que rechaza categorías religiosas, pero que come elementos religiosos con cariño. Una espiritualidad del radio sin circunferencia.
Battiato hizo de todo e hizo todo tipo de música. De la juventud a la tumba mantuvo un ritmo de producción frenético, iniciando la década de los sesenta como un cantante melódico, contribuyendo en los setenta a las corrientes de experimentación europeas y alcanzando la veneración masiva en los ochenta tras su triunfo en el Festival de Sanremo con la canción Per Elisa. Vendrían álbumes como La voce del padrone, L'arca di Noè, Orizzonti perduti, Mondi lontanissimi y Echoes of sufi dances, su primera incursión a la música en inglés y en español. Husmear en la profundad de todas las galaxias y en la música sacra de las grandes tradiciones le permitió sacar algo tan osado como la ópera Genesi, con letras en sánscrito, persa, turco y griego. El estilo de Battiato es un binomio de experimentación, electrónica y música culta.
Un sencillo como Fumo di una sigaretta vendió nada menos que cien mil copias. Un compositor superventas que siempre investigó en esa melancolía neurótica por querer ser un anacoreta, un derviche, un monje alejado de la estupidez de una industria hacedora de productos banales. Durante un festival en Venecia, no le importaron los abucheos del público y que los organizadores le pidieran abandonar el escenario, después de repetir una sola nota durante más de quince minutos. Repetir es imposible para quien sabe que la insistencia y su origen se vuelven horizontales, se encuentran como ocurre con el mantra, Dios y el recitador.
Enormes gafas de pasta oscura, una nariz prominente y auténtica, unos gestos afables y unos tenis combinados con trajes oscuros. Raro o solo Battiato, imperturbablemente inteligente, fino e irónico, un encanto personal andante, inconformista e impredecible. Iba a misas y a las catequesis de los papas sin ser católico. Meditaba dos veces al día, se volvió vegetariano e intento volver a rodearse de naturaleza como los cuerpos de los primeros homínidos dentro de una gran alma. Cultivaría una hortaliza con tomates, lechugas, patatas y sandías.
Battiato nació en Sicilia, pero quizá era la reencarnación de un campesino tibetano. Al igual que esa cultura sustentada por una secta del budismo, pensaba que, cuando uno muere, la tierra se disuelve en el agua, el agua se disuelve en el fuego, el fuego en el aire, el aire en el espacio y en el espacio llega la consciencia, nuestra consciencia. Aquella no puede ser solo un estado intermedio. Del mismo modo en que uno pone un pie sobre la tierra, la tierra seguirá su camino. Es la muerte si creemos que no vamos con ella, pero transitará, transmitirá, nos transfiguraremos con ella. Esta noción de reencarnación total era para Battiato también un proceso de mejora, el mismo de la mística sufí, de la religión de Teresa de Ávila y Juan de la Cruz a la que se acercó más en los últimos años de su vida, o en palabras del escritor Eduardo Laporte:
una curiosidad hacia el hecho religioso, pero sin la tentación del dogmatismo, el cerrilismo o la imposición. Una actitud de búsqueda, abierta a crecer interiormente y bucear en los distintos grados de conciencia. Un horizonte hacia el despertar de los sentidos, de la sensibilidad. Una vía hacia una vida más consciente, más plena. Una rebeldía hacia las convenciones y lastres que impiden ser lo que somos, construirnos a nuestro modo.
Lo sutil puede manifestarse como collage de imágenes musicales, poéticas y visuales inconexas. En Battiato esta es una colisión del mundo revolucionario moderno con la tranquilidad y la paz que se han perseguido de manera perenne. El ateísmo como postura inflexible es un esquema mental poco creativo, si no perezoso. Hay que tocar varias veces, esto es reencarnar en el mismo sentido que resucitar. Ser un efecto y una causa de lo sutil, la retroalimentación que muere y nace de manera discontinua, y la caja negra de la inmortalidad:
La felicidad es un área que he tocado varias veces. A veces resuenas con el universo natural y, milagrosamente, sientes que el más allá, el infinito, está a solo un paso de ti. Pero no es tan común. Más a menudo me siento relajado. No dije sereno, eso es diferente, siempre presupone una relación entre el exterior y el interior. La serenidad es el objetivo después de una tensión. No me gusta el conflicto y sobre todo no me gusta el enfrentamiento pendenciero con la gente, con el exterior intrusivo y destructivo.
Cuando digo exterior digo televisión, por ejemplo, que es el universo principal de la vulgaridad y la idiotez, y digo corrupción, falta de legalidad, sentido cívico. En lugar de eso, alcanzas la relajación y la mantienes solo. Es un privilegio, pero también es disciplina interior, paz, quietud de sentimiento, máxima conciencia, firmeza.
Estas palabras de Battiato invitan a esperar otro exterior que no es un abandono de lo íntimo, sino como una oportunidad para su nirvanización o serenidad. El autoconocimiento y la vida contemplativa no pueden ser categorizados por lo terrenal y, sin embargo, les ha dado cada uno de sus elementos. Quizá por eso el texto apócrifo de Tomás era el evangelio que más le gustaba al músico. El reino de Dios ya está presente, y esa luz divina en todo ser humano puede permitirnos ver ese reino, que es entrar a otro registro del mundo, por otro uso de los elementos disponibles, otra manera de cantar con ellos y ser atravesados.