La dialéctica del Amo y el Esclavo en «Los siete samurái» de Akira Kurosawa

1. El miedo a la muerte

En la idea de Hegel, el Esclavo renuncia a su búsqueda de reconocimiento por miedo, al darse cuenta de que ésta implica una “lucha a muerte” con el otro cuyo riesgo no está dispuesto a enfrentar. 

En la cinta de Kurosawa, este aspecto se aprecia muy temprano en la trama y de manera muy evidente en el temor en el que viven prácticamente todos los pobladores de la aldea que se ve asolada por los bandidos, el cual es a su vez el motivo por el cual buscan un samurái que los defienda, en tanto ellos no se sienten capaces de defenderse por sí mismos.

En este punto cabe pensar en el momento histórico durante el cual Hegel desarrolló su pensamiento: un punto equidistante entre la Revolución Francesa, las guerras napoleónicas y el movimiento romántico alemán. En pocas palabras, una atmósfera de heroísmo, valentía y arrojo personal palpables. Así como se dice que Beethoven compuso su Tercera sinfonía, la “Eroica”, en honor al primer Napoleón, el joven general cuya trayectoria victoriosa impecable parecía encarnar los valores más pasionales del romanticismo, así también se cuenta que cuando Hegel vio entrar a un triunfante Napoleón a la ciudad de Jena, a la cabeza de cien mil hombres, exultante por la derrota infligida a ejército de Federico Guillermo III de Prusia, el filósofo dijo: “Vi al Espíritu Absoluto a caballo”.

En ese contexto, ¿cómo no pensar en esa dicotomía entre valentía y miedo en relación con la vida? Una trayectoria como la de Napoleón –que fue de soldado raso a emperador de Francia– hubiera sido imposible de realizar a través del miedo. Inconcebible. Cabe mencionar que esta época puede considerarse también el momento en que se sentaron las bases de ese discurso que después devendría en la idea del "self-made man", el "individuo" que sale adelante en la vida, triunfa sobre las adversidades y consigue lo que se propone a base de esfuerzo y trabajo.

La idea una “lucha a muerte” en la búsqueda del reconocimiento del otro es, por supuesto, metafórica. Sin embargo, tiene también su cariz real, no tanto porque cualquiera de nosotros esté en un riesgo literal de perder la vida al intentar conseguir ese reconocimiento, pero sí porque hay cierta sensación de “muerte” en ese proceso y, por otro lado, porque se trata de un riesgo inevitable que debemos estar dispuestos a afrontar si deseamos obtener la conquista de la vida. Estar dispuestos a perder la vida para ganarla, podría decirse. E incluso dicho con otras palabras: estar dispuestos a pagar el precio (casi siempre elevado) de vivir una vida auténtica. Vivir con pasión, vivir vitalmente, vivir con entusiasmo y llenos de vida. No vivir la vida adormilada y anestesiada del Esclavo sometido al mundo del Amo. 

Por otro lado, cuando se habla de “reconocimiento del otro” no se trata de un reconocimiento en el sentido del aplauso, el elogio o la recompensa fácil (como se ve tanto en nuestros días bajo la forma de los likes y las palmaditas de compensación en la espalda), sino del reconocimiento como un igual dentro de la comunidad de lo humano. Un igual responsable, autónomo. Ya no un niño del cual hay que hacerse cargo, sino un ser humano que ha aprendido a hacerse cargo de sí mismo, de su deseo, de su falta, sus posibilidades y limitaciones y que por ello mismo actúa en el concierto de lo humano con la responsabilidad que le da la conciencia de sí que ha desarrollado. La “lucha a muerte” se encuentra en el hecho de arrostrar las dificultades que supone reconocerse como sujeto deseante, reconocer que se desea algo que el otro posee (en tanto el deseo es deseo socializado) y darse cuenta de que ese deseo del sujeto tiene que ser reconocido de alguna manera por el otro. Situaciones que en ningún caso están dadas, sino que hay que “arrebatárselas” al mundo. 

De nuevo, no es que en ese proceso se tenga que “morir” realmente, pero el desarrollo humano pleno requiere pérdidas que, en efecto, se pueden experimentar como una forma de “muerte” simbólica y parcial. En todo caso, implica enfrentar miedos inconscientes, no elaborados, miedo a estados emocionales como la angustia o el enojo, miedo a enfrentar traumas fundacionales o ideas fuertemente arraigadas en la conciencia, el miedo a enfrentar ciertas estructuras familiares y sociales, etc. En tanto la visión de mundo del Amo en la que el Esclavo se formó se traduce en una cierta forma de “seguridad” para éste, abandonarla realmente o siquiera imaginarlo puede en efecto experimentarse con miedo.

Todo esto se puede observar en las actitudes que los campesinos del pequeño poblado japonés muestran al inicio de la película y de hecho en buena parte de la misma. Es sólo hasta que los siete samurái llegan al lugar y comienzan a trazar la estrategia para enfrentar y derrotar a los bandidos (junto con los pobladores, cabe hacer notar) que ese miedo inicial de los pobladores evoluciona hacia algo más. No desaparece, porque los bandidos representan todavía algo temible, pero no se trata ya de un miedo en sí, abstracto y total, casi como una especie de miedo absoluto a la vida o al mundo, sino un miedo colocado en aspectos concretos: la brutalidad de los bandidos, su ferocidad, sus recursos militares y tácticos, etc. Un miedo mucho más terrenal, concreto y entendible.

2. La creación de la cultura

En su idea de la dialéctica del Amo y el Esclavo, Hegel también sostiene que el Esclavo crea la cultura, paradójicamente al aceptar dicha condición luego de renunciar a la “lucha a muerte”. Si ya a partir de la relación dialéctica Amo-Esclavo se pone en marcha la Historia según el filósofo, la cultura surge como derivación de ese movimiento contradictorio. 

En Los siete samurái esto se advierte en el contraste entre las condiciones iniciales y finales de la aldea. Al principio la población no sólo vive en una desorganización general que parece fruto del pánico en el que viven, sino que además se nota un estilo de vida rudimentario, casi se podría decir que “animal” o “instintivo” en el sentido de que parecen vivir al día, sin posibilidad de mirar más allá de sus necesidades inmediatas y su supervivencia.

En las escenas finales, en cambio, la aldea ya se mira como una comunidad mucho más sólida, con elementos culturales y civilizatorios decisivos como la división del trabajo o el establecimiento de otro tipo de prácticas sociales que se adivinan ya singulares de esa comunidad (prácticas de convivencia, agrarias, etc.).

3. El lugar del Amo

Otro aspecto fundamental de la dialéctica del Amo y el Esclavo es que, de los dos arquetipos implicados, únicamente el Esclavo tiene oportunidad de salir de su condición. El Amo, al convertirse en tal, selló su destino y no puede convertirse en algo más. En ese sentido, su devenir en relación con el Esclavo se vuelve también paradójico, pues aun siendo Amo, termina él mismo sometido al mandato de ser Amo, sin oportunidad de cambiar. 

En la película de Kurosawa esta idea puede encontrarse en las escenas finales, específicamente en el personaje de Kambei (Takashi Shimura), el samurái que comanda la resistencia en contra de los bandidos en todos sus aspectos (dirigiendo a los otros samurái, organizando el entrenamiento de los pobladores para convertirlos en soldados, planeando la estrategia de defensa y ataque, etc.) y quien, a pesar de su papel fundamental en toda la historia, en cierto modo es el único que permanece en el mismo lugar en el que comenzó: como un rōnin condenado a la errancia.

El poblado se desarrolla socialmente, los campesinos tienen ahora nuevas habilidades y otra visión de mundo, Kikuchiyo mismo (el samurái un poco bufón de la cinta) también adquiere hacia el final de la historia un cierto componente de respeto frente a componentes de la vida como la muerte o las necesidades de la convivencia, del que parecía carecer al inicio…

Todos cambian excepto Kambei, un Amo quizá compasivo y sensato pero Amo a fin de cuentas, en tanto asume una posición de tutelaje para los otros.


Twitter del autor: @juanpablocahz

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