El escritor argentino Jorge Luis Borges narró las posibilidades de lo imposible. La inmortalidad que asegura que dos inmortales sí o sí tengan que volver a encontrarse. La omnisciencia como memoria perfecta o desaparición del olvido y del tiempo para ser uno mismo. Quedó ciego a las palabras en francés, alemán, latín, inglés y, por supuesto, español que vio aparecer como políglota. Desde lo ficticio, no es que Borges nos hiciera ver lo que es imposible. Esto sería tanto como que un ciego de nacimiento pudiera decirnos como se ve “ver”. Aunque tampoco puede decirnos nada sobre cómo se ve no ver, cómo es “eso mismo”. Nos descubrimos entre lo visto y lo no visto, sin saber en verdad qué es lo que hemos entendido, qué empieza a ser posible y qué todavía no lo es. ¿Estamos fuera o adentro de una ficción sobre todas las cosas?
Distintos escolásticos medievales de la Europa cristiana intentaron respaldar la teología de la revelación de la Iglesia con lo que se denomina “teología natural”, la premisa de que no es solo posible creer, sino que nosotros mismos como razón, esa facultad universal que sería el sentido del mundo, podemos saber qué es verdad y que Dios es cierto. Un “argumento ontológico” es una relación de predicados sobre la realidad de algo que no podría ser falso, siempre y cuando, esta relacionalidad no pueda negarse. Sin embargo, Borges fue más lejos, no respaldando la visión de la verdad con la lógica, sino solo mirando una revelación, lo que ya es o implica, aunque sea por un segundo, no prestar atención a un hecho que podría haber sido una certeza. Su “argumento ornitológico” es solo una escena que contiene un vuelo de pájaros y no al Dios cuya existencia se pone a prueba. Se trata de un ejercicio de microficción que puede leerse en su libro de cuentos El Aleph, publicado por primera vez en 1949:
Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o acaso menos. No sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros y más de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros. Vi un número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese número entero es inconcebible, ergo: Dios existe.
Un argumento ontológico es cualquier intento de probar que hay un ser creador partiendo, tanto de lo que podemos saber, como de aquello que escapa al entendimiento. Anselmo de Canterbury, un monje benedictino cuya inteligencia ha sido glorificada por católicos romanos y anglicanos, asumía que, si la mente puede concebir un ser que sea, por definición, el más grande de todos: ya concebir esto como idea implica implícitamente que este ser que se está imaginando necesariamente existe, porque de no existir “este ser”, solo no sería el ser más grande de todos, que sí o sí debería existir. Borges en cambio nos hace ver con la ficción algo que, de hecho, no vemos, es decir, algo que está más allá de nuestro intelecto, el número de pájaros en este pequeño relato, pero también algo que llena ese vacío de información. La sombra de Dios en nuestro entendimiento son los pájaros y no su sombra o su número, este mundo de luz y pájaros donde no existe Dios, y que no es ni un mundo ni una luz, sino una visión que incluye y no incluye lo que no vimos, una apertura a la comprensión y a su inexistencia. Según Borges, todo lo que no puede atribuirse a lo visto, puede ser dado a Dios, ergo: el Dios que no existe o que no fue visto, existe y es ver.
¿Este argumento ornitológico es una sátira? ¿Un pie de página a los medievales? ¿Un camino alternativo distinto al de esos matemáticos contemporáneos que han intentado probar también que hay un ser supremo? ¿Un pensamiento en el estado más puro de la inocencia? ¿Un juego para distraer la mente? ¿O una respuesta de Borges a su propia ceguera como hombre y como escritor anciano lleno de palabras y ciego a su externalidad? Los últimos años de la vida del escritor argentino le permitieron ver a Dios o ignorar para siempre el número exacto de aquellos pájaros. Para la mística cabalística, la letra “Aleph”, “א”, la primera del “alefato” hebreo y que le da nombre a este sistema de escritura de signos, representa o es Dios mismo. Único como el Aleph es el uno. O como enseñaba Huizi, un maestro chino del siglo IV antes de la era común y representante de la "escuela de los nombres", también de carácter lógico:
Lo más grande no tiene nada más allá y se le llama el Uno de la grandeza.
Lo más pequeño no tiene nada dentro y se le llama el de la pequeñez.
Si las cosas que ya no podía ver Borges seguían siendo visibles fuera de su mente, es seguro que los pájaros existen, pero no que Borges alguna vez haya visto lo que vio. ¿Hemos visto lo que hemos visto? ¿Cómo saberlo si solo lo sabemos nosotros? ¿Cómo es que lo sabemos si “no ver” no tiene comparación o no puede describirse? ¿Cómo tener la certeza de una visión si no puede ponerse en duda? ¿Siquiera creemos que hemos visto las cosas? ¿No podemos creer en algo sin saber de qué estamos hablando? Por eso es importante y no algo como un número exacto, un secreto y una revelación. Como escribió el escritor argentino en el cuento homónimo de su libro El Aleph, probablemente dejando de lado algo como la certeza que da o que es Dios, hechas las paces solamente con el anhelo de conocimiento:
…la esencia de lo que ambicionamos no es otra cosa que la sombra de un sueño.