El elogio de Virginia Woolf a las librerías de segunda mano

La londinense Virginia Woolf fue más que una londinense, se convirtió en una de las figuras literarias eje del vanguardismo y modernismo anglosajón y de la óptica feminista internacional, solo para conocer muchas más cosas, muchos más aspectos de la vida que no abarca la consistencia de escribir como una profesión. Quizá por eso el enorme éxito de sus obras, una posición económica placentera y el arreglo de su vida social hicieron poco para evitar que su enorme curiosidad cultural y sensorial fuera menos neurótica y finalmente suicida. Malestar de la cultura en toda regla, depresiones atormentadas que alimentan una tristeza sombra, una compañía fantasma. Pero esto no es todo lo que se puede y debería decir sobre una biografía tan interesante. Me atrevo a decir que Woolf también aprendió a exorcizarse:

A menudo, en un día lluvioso, empiezo a contar lo que he leído y lo que no he leído.

Más importante que escribir novelas, cuentos y obras teatrales, sería la posibilidad de exorcizar los fantasmas del mundo. Otra manera de decirlo es que hay que liberar nuestra mente de estas presencias. Pero esto puede ser planteado de modo completamente distinto: hay que llevar a estos fantasmas al mundo, hay que llevarles lo que les hace falta para que sean historias completas y complejas que enriquezcan a la mente. Por eso leer y escribir son un mismo ejercicio de desencantamiento simple o de encantamiento sustancial. Como diría Jean-Paul Sartre, “ser para uno” es “ser para otros”, elegir es elegir un poco a todas las mujeres y a todos los hombres. Por eso la curiosidad por los libros en personas como Woolf es algo cercano a poner a prueba una capacidad de encarnar plenamente situaciones y personas que en lo cotidiano recibimos solo como copias incompletas. Hay un arte basado en completar lo que falta, ya sea al escribir o al leer. Un arte exigente, nunca definitivo y pocas veces feliz.      

A continuación reproduzco mi traducción de Street Haunting: Una aventura en Londres, un escrito de 1930 donde Woolf ejercita la invocación, con un fragmento particularmente interesante y bello sobre las librerías de segunda mano, sus calles aledañas, sus hileras de libros, autores y vidas por recobrar de la incompletud:  

Aquí, no demasiado pronto, están las librerías de segunda mano. Aquí encontramos anclaje en estas corrientes frustrantes del ser. Aquí nos equilibramos tras los esplendores y miserias de las calles. La sola visión de la esposa del librero con el pie en el guardabarros, sentada junto a un buen fuego de carbón, protegida de la puerta, es aleccionadora y alegre. Nunca lee, o sólo lee el periódico. Su charla cuando deja la librería, que con tanto gusto abandona, es sobre sombreros; le gusta que un sombrero sea práctico, además de bonito, afirma. Y no, no viven en la tienda, viven en Brixton; debe tener un poco de verde para mirar.

En verano, un jarrón con flores cultivadas en su propio jardín se coloca encima de una pila polvorienta para animar la tienda. Los libros están por todas partes, y siempre nos llena el mismo sentido de aventura. Los libros de segunda mano son libros salvajes, libros sin hogar; se han reunido como vastas bandadas de plumas abigarradas y tienen un encanto del que carecen esos volúmenes domesticados de una biblioteca. Además, en su variada y aleatoria compañía es posible toparnos con algún completo desconocido que, con algo de suerte, podría convertirse en el mejor amigo que tengamos en el mundo. Siempre existe la esperanza, cuando cogemos algún libro blanco grisáceo de un estante superior, guiado por su aire acumulado de abandono, de encontrarnos con un hombre que partió a caballo hace más de cien años para explorar el mercado de la lana en las Midlands y Gales; un viajero desconocido que se hospedaba en posadas, bebía su pinta, observaba a las muchachas bonitas y las costumbres serias, lo escribía todo rígida y laboriosamente por puro amor (un libro que publicó por su cuenta). Se trataba de un hombre infinitamente prolijo, ocupado y práctico, y por eso dejó fluir, sin habérselo propuesto, los aromas propios de las malvarrosas y del heno; también un retrato de sí mismo que le deja reservado para siempre un asiento en el cálido sitio de nuestra mente rinconera. Ahora se puede comprar por dieciocho peniques. Le ofrecen tres y seis peniques, pero la esposa del librero, al ver lo gastadas que están las tapas y cuánto tiempo ha estado el libro en su poder desde que lo compró en alguna venta de la biblioteca de un caballero en Suffolk, se quedará con él…

El número de libros en el mundo es infinito, y uno se ve obligado a vislumbrar y a asentir y a moverse al concluir una charla momentánea, un destello de comprensión, del mismo modo en que afuera, en la calle, uno capta una palabra de pasada y fabrica toda una vida a partir de una frase casual. Trata sobre una mujer llamada Kate, y están hablando de como “anoche le dije muy claramente... si no crees que valgo ni un centavo, le dije…” ¿Quién es Kate y qué crisis de amistad envuelve a ese centavo? Nunca lo sabremos. Pero Kate se hunde bajo el calor de su volubilidad, y aquí, en la esquina de la calle, otra página del volumen de la vida se abre al ver a dos hombres conversando sobre ella bajo la farola. Las noticias de la prensa están detallando el último cable de Newmarket. ¿Creen entonces que la fortuna algún día convertirá sus harapos en pieles y telas, los colgará con cadenas de reloj y colocará alfileres de diamantes donde ahora hay una camisa abierta y andrajosa? La corriente principal de caminantes a esta hora avanza demasiado rápido como para permitirnos hacer preguntas así. En este breve trayecto del trabajo a casa, están envueltos en algún sueño narcótico, apenas libres del escritorio y con aire fresco en las mejillas. Se ponen esas ropas brillantes que deben colgar y cerrar con llave durante el resto del día, y son grandes jugadores de críquet, actrices famosas, soldados que han salvado a su país en un momento de necesidad. Soñando despiertos, a menudo murmuran algunas palabras en voz alta, cruzan la calle Strand y el puente de Waterloo, donde serán transportados en trenes largos y traqueteantes hacia alguna pequeña y elegante villa en Barnes o Surbiton. Ahí la vista del reloj en el vestíbulo y el olor de la cena en el sótano perforan sus sueños.

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