De un tiempo para acá, varias veces se ha declarado la muerte de la literatura, de los libros y de la lectura, más o menos en ese orden. Con justa razón, la literatura entró en una suerte de crisis después de la Segunda guerra mundial, particularmente la literatura europea, cuyo ejercicio no fue sencillo después de todos los horrores vividos durante prácticamente toda la primera mitad del siglo XX, con especial énfasis en los horrores del Holocausto, sin menosprecio de todas las otras millones de muertes provocadas en suelo europeo por la rivalidad o la codicia de algunos cuantos. La famosa pregunta de Theodor Adorno sobre si era posible escribir poesía después de Auschwitz condensa dicha crisis.
Después vinieron otro tipo de cuestionamientos. En las décadas de 1960 a 1980 se mataron también al autor (de ello el principal responsable fue Roland Barthes) y a la novela, pues de ambas nociones se dijo en aquella época que eran ya anacrónicas al menos con el concepto y límites que se habían entendido hasta entonces. Barthes propuso extender la idea del autor de la obra literaria no sólo para aquel cuyo nombre figura en la portada de un libro porque lo escribió, sino también hacia los lectores de la obra, que la recrean cada vez que con su lectura la actualizan.
De la novela, por otro lado, su defunción se pronosticó luego de los experimentos o innovaciones formales de la modernidad, en especial los de autores como James Joyce, Virginia Woolf o Marcel Proust, entre otros. Frente a esos portentos narrativos que son En busca del tiempo perdido, Ulysses o El hombre sin atributos, a algunos les pareció que las exploraciones narrativas habían alcanzado su non plus ultra y, a partir de entonces, parafraseando un fragmento también célebre del 2666 de Roberto Bolaño, todo indicaba que la novela se encaminaba a su extinción irremediable.
Sobre los libros y la lectura, su fin se pronóstico con la inmersión súbita y en cierto sentido irrefrenable de buena parte del mundo en la tecnología digital. Con la llegada de los libros electrónicos muchos alertaron sobre la desaparición inminente de los libros impresos y, con ello, la transformación irremediable de las prácticas de lectura hasta entonces comunes.
Por otro lado, la conquista cada vez más apabullante que las redes sociales emprendieron de la atención individual y colectiva vaticinó, este sí con un buen grado de realidad, la pérdida de las habilidades que se necesitan casi obligatoriamente para leer un libro: concentración, paciencia, sentido de la trama, etc. Quizá de todos los malos augurios que pesaron en las últimas décadas alrededor de la literatura, este fue el único hasta ahora bastante certero pues, en efecto, los hábitos de consumo de contenido que las redes sociales fomentan van, en su mayoría, en contra de aquellos requeridos para poder leer novelas como Crimen y castigo, el Quijote o El proceso (por mencionar algunas), disfrutarlas y además leerlas con esas posibilidad de re-crear la obra, tal y como propuso Roland Barthes.
Con todo, una coincidencia cultural de estos últimos meses puede hacer pensar que tanto la literatura como los libros y la lectura todavía forman parte de la vida activa y creativa de las sociedades contemporánea.
Dicha coincidencia es el hecho de que al menos siete películas de estreno reciente y particularmente elogiadas por su ejecución cinematográfica tienen su origen directamente en un libro o están relacionadas de otro modo pero cercanamente con la literatura, estas son, Pobres criaturas, Zona de interés, Dune (Parte dos), Los asesinos de la luna, Oppenheimer, Anatomía de una caída, Vidas pasadas y El chico y la garza.
Las cuatro primeras de esa lista son adaptaciones de libros homónimos. Poor Things es en su origen una novela del escritor escocés Alasdair Gray publicado en 1992. Zona de interés igualmente se trata de una novela, en este caso del escritor inglés Martin Amis, publicada en 2014. Las cintas, ambas de 2023, estuvieron dirigidas por Yorgos Lanthimos y Jonathan Glazer, respectivamente.
Como es sabido, la Dune de Denis Villeneuve (2024) es el intento más exitoso hasta ahora de llevar a la pantalla grande el clásico de la ciencia ficción escrito por Frank Herbert y publicado en 1965, esto luego de los proyectos inacabados o francamente malogrados de David Lynch y Alejandro Jodorowsky, quienes, fascinados por la novela, también quisieron convertirla en película.
Por otro lado, Los asesinos de la luna (2023) de Martin Scorsese proviene de un libro de “no-ficción” escrito por el periodista David Grann, Killers of the Flower Moon: The Osage Murders and the Birth of the FBI, en el que elabora su propio relato en torno a una serie de asesinatos ocurridos en la década de 1920 entre miembros de los Osage, un pueblo originario de Estados Unidos.
Finalmente, la que a todas luces será la gran triunfadora de los Premios Óscar 2024, Oppenheimer de Christopher Nolan, tiene su origen en la biografía novelada de J. Robert Oppenheimer American Prometheus, escrita por Kai Bird y Martin J. Sherwin luego de un amplio y demorado trabajo de investigación, publicada en 2005.
En cuanto a las otras tres cintas mencionadas en la lista anterior –Anatomía de una caída, Vidas pasadas y El chico y la garza–, su relación con la literatura y el mundo de los libros es quizá tangencial y hasta un poco anecdótica pero al mismo tiempo necesaria en el marco de cada una de las historias que las películas cuentan.
En Anatomía de una caída (Justine Triet, 2023) y Vidas pasadas (Celine Song, 2023), ambas películas tienen curiosamente como protagonistas a escritores. Un escritor hombre en el caso de la primera y mujer en el caso de la segunda. Este hecho es importante porque el oficio de los protagonistas incide importantemente en el desarrollo de los acontecimientos de las tramas correspondientes.
Finalmente, en El chico y la garza (2023), la que según se sabe será la última cinta de Hayao Miyazaki, se cuela un elemento literario que podría pasar desapercibido pero es de alta estima para el director: la novela Kimitachi wa Dō Ikiru ka (¿Cómo vives?) del escritor japonés Genzaburo Yoshino, publicada originalmente en 1937. Si bien, en las primeras noticias ofrecidas sobre la cinta de Miyazaki, se decía que la película sería una adaptación de dicha obra, ya en la película se mostró que no, y que ésta aparece sólo como un libro que el niño protagonista encuentra en algún momento como parte de las pertenencias de su madre. De acuerdo con diversas fuentes, el libro es uno de los varios motivos autobiográficos de la cinta, pues el mismo Miyazaki ha declarado en varias entrevistas que su lectura fue profundamente significativa en sus años de adolescencia y también después.
Además de la relación entre los libros y las películas mencionadas, cabe resaltar que en todos los casos se trata de cintas que han sido ampliamente elogiadas tanto por la crítica especializada como por sus audiencias. Además, tampoco es menor que las siete películas hayan coincidido en prácticamente una misma temporada de calidad cinematográfica destacada.
¿Qué más se necesita para reconocer la importancia de los escritores, los libros y la literatura tanto para la producción cultural en particular como para la formación de las ideas, el pensamiento y las opiniones colectivas? Sin afán de suponer que determinada actividad creativa es superior a otras, al menos cuatro de las siete películas mencionadas muestran que la literatura puede realizar exploraciones de una manera singular, con perspectivas, recursos y acaso resultados que otras disciplinas no tienen o no pueden desarrollar, por sus propios límites (del mismo modo que la literatura no puede rivalizar en algunos aspectos con la pintura, la música o el cine, por ejemplo).
A Joyce le gustaba decir que la literatura era el arte supremo, incluso por encima de la música, la cual se tiene por convención como la más sublime de las artes. En la opinión del irlandés había algo de querella no resuelta con su padre, músico él mismo y quien hubiera querido que su hijo siguiera sus pasos en esta disciplina. Joyce, en cambio, también por disputa con el Padre, se impuso la tarea de escribir la obra más excelsa de su época, superior a cualquier otra no sólo de la literatura, sino de todas las artes, especialmente por encima de la música, una obra que fuera incomparable e inalcanzable por cualquier otra disciplina. Habrá quien diga que Joyce logró su cometido con el Ulysses, libro que muy posiblemente no sólo es imposible adaptar “fielmente” al cine, sino que además su transformación en película se antoja innecesaria, tan autosuficiente como es existiendo únicamente como libro. El Ulysses no necesita existir bajo ninguna otra forma más que la que ya tiene (al igual que la Recherche de Proust).
Sirva este apunte al margen sólo para reafirmar esa capacidad impresionante de sondear la realidad que llegan a alcanzar ciertos escritores y ciertas obras. Una capacidad que es a la vez macroscópica y microscópica, que puede atender el detalle en apariencia más banal y sin embargo más significativo y decisivo para una persona y aun una sociedad o, por otro lado, que puede construir la narración de hechos de enorme trascendencia para la historia de la humanidad. ¿Qué hicieron, si no, Tolstói en Guerra y paz o Vasili Grossman en Vida y destino? Y aun obras de aparentemente menor calado como Pedro Páramo, Noticias del Imperio o la obra cuentística de Borges. Oscilar entre la subjetividad y la historia, la observación de los grandes acontecimientos y el tejido fino de las decisiones y omisiones que van conformando eso que llamamos nuestra vida diaria.
¿Qué otro arte puede echar a andar con semejante exigencia –y también con la promesa de tales resultados– las capacidades creativas del ser humano?
Encuentra en los siguientes enlaces los libros mencionados en este artículo:
La zona de interés de Martin Amis
Prometo americano de Kai Bird y Martin J. Sherwin
Los asesinos de la luna de David Grann
Pobres criaturas de Alasdair Gray
¿Cómo vives? de Genzaburo Yoshino