Para Teta. Siempre has dudado y siempre has creído en Dios.
Karl Barth hacía referencia a un patio de recreo de la teología, donde teístas intelectuales rebasados por la atracción y la contundencia de su propio temperamento juegan y a veces inventan guerras, igual que las niñas y los niños. Hay bullys, chismosos, mojigatos, estrellas populares y soplones. La creatividad integra este pequeño universo paradójico, de ideas en cierto sentido “inofensivas”, porque no pueden crear o cambiar a Dios, o no pueden hacerlo distinto de eso que sienten muchos ateos como un mundo no vigilado, no atendido, y que, sin embargo, interrumpe una y otra vez su propio olvido. Ideas incapaces que, sin embargo, cuando se interrumpe la relación con lo invisible, ese vida de márgenes idealizados: animan a ordenar ese mundo como a ese juego, a dejar de creer en la realidad para intentar convencerla, forzarla, controlarla, sin reconocer la ilusión de control, de fuerza, de convencimiento. Se han añadido llamas consumidoras de herejes a las guerras del patio, llamas de verdad. Pero, ¿qué es la verdad? ¿Nos dice qué es la experiencia? El teólogo Gregory Boyd escribió:
El reino del mundo se ocupa de preservar la ley y el orden por la fuerza; el reino de Dios se ocupa de establecer el gobierno de Dios a través del amor. El reino del mundo tiene que ver centralmente con lo que hace la gente; el reino de Dios se ocupa principalmente de cómo son las personas y de lo que pueden llegar a ser. El reino del mundo se caracteriza por el juicio; el reino de Dios se caracteriza por una gracia escandalosa, incluso escandalosa.
Si el cristianismo es real no es lo mismo que preguntarse si el cristianismo es verdadero. Si cuestionas la verdad del cristianismo, puedes hacer algo tangible al respecto. Puedes leer libros, tomar una clase o hablar con alguien al respecto. Pero, ¿qué puedes hacer cuando ya estás convencido de que es verdad, pero no lo experimentas como real?
Hay un privilegio de la experiencia sobre la verdad, un privilegio ontológico, un privilegio para ser verdad. Pero la experiencia a veces no resulta “lógica”, y a veces se pierde entre lo que no existe o lo que se desconoce. Los principios de verdad de la teología pueden ser convincentes, aunque quizá carecen de lo más importante: de ese Dios vivo, que puede resumirse simplemente como lo que sería vivir “como” Dios, ya sea, siendo Dios, o existiendo Dios. ¿Cómo es vivir así? Esta puede ser una pregunta tonta, pero, en todo caso, incluso si una respuesta parece imposible, puede ayudar a poner en duda nociones que se han dado por hecho.
La así llamada “teología abierta” es un movimiento sutil que pone en duda ciertas síntesis teológicas clásicas, tan antiguas como la organización conceptual del cristianismo, pero que hoy en día están más relacionadas con doctrinas herederas de la Reforma protestante. De acuerdo con Thomas Jay Oord, este movimiento busca una relación entre la inspiración bíblica, las primeras contribuciones de los padres de la Iglesia, una reconciliación con las ciencias modernas y una filosofía del libre albedrío. ¿Cómo entiende algo tan insustancial para las ideas hechas como la libertad? ¿Se trata de una antesala a las ideas? La teología abierta abraza el reto de evidenciar las incoherencias de la perfección. Bien puede resumirse como una crítica a los esfuerzos tradicionales de la teología por reconocer y unificar atributos reservados a Dios. Por ejemplo: es “todo bien”, estándar de perfección moral, “todo benévolo”, indudablemente amante, o “simple”, sin partes diferenciables, es decir, sus atributos son su propio ser.
No obstante, desde que empecé a elaborar este ensayo, me parecieron clave dos atributos que, de una u otra manera, quizá niegan a Dios porque niegan la libertad, con el fin de hacer convincente solo a la teología, y una lógica solo a la perfección: Dios es “omnisciente”, sabe todo lo que fue, es y será verdad, y no se le puede engañar con falsedades. Tiene un conocimiento perfecto, el cual, si así lo quisiera, podría ser absolutamente privado, ya que conocía al universo antes de que este se viera a sí mismo. Y Dios es “omnipotente”, puede hacer lo que le plazca, nunca por necesidad, sino porque es autosuficiente, no limitado por fuerzas exteriores. Esta relación de atributos es clave para la teología reformada clásica. Por ejemplo, de acuerdo con el calvinismo, cuando no había nadie “además” de Dios, ya sabía el final de la novela de todas las cosas antes de emerger de esa hoja en blanco todopoderosa. Ya estábamos en el Infierno o en el Paraíso dentro de su poder y conocimiento. Y, sin embargo, para el educador ateo George Hamilton Smith, la omnisciencia y la omnipotencia son virtudes o despliegues personales incompatibles, deducción expuesta en su libro de 1974 Ateísmo: El caso contra Dios:
Si Dios conociera el futuro con certeza infalible, no podría cambiarlo, en cuyo caso, no sería entonces omnipotente. Sin embargo, si Dios pudiera cambiar el futuro, no podría tener un conocimiento infalible del mismo, en cuyo caso, no sería entonces omnisciente.
La teología abierta coincide con la deconstrucción de esta relación de atributos de lo perfecto. Si Dios tiene conocimiento, este solo podría ser “dinámico”, y su providencia o control, “flexible”. En gran medida, esta teología parte de una preocupación por “la teodicea” o la economía entre la bondad de Dios y sus otros atributos clásicos: la compatibilidad entre no poder hacernos de la vista gorda ante el mal y los sufrimientos en la estructura de la vida, y la existencia de un Dios con un proyecto. Sería preferible para este tipo de teólogos que Dios no pueda evitar el mal o que no sea consciente sobre un mal inminente, a que pueda y sepa, pero no quiera evitar el dolor y la injusticia. Hay que admitir que esto implica perder una “fe fuerte” como la calvinista y de otras grandes Iglesias cristianas y religiones. Y, no obstante, para muchos esta pérdida permite una inesperada liberación que redefine los límites extraños de la identidad.
Llegando a este punto de mi ensayo, quiero pensar que este tipo de interrogantes pueden seguirse explorando añadiendo un factor que, a lo mejor, he conseguido advertir: no solo pensar lo que implica la realidad del tiempo en relación con atributos hipotéticos como poder conocerlo o saber cómo cambiarlo, sino sobre lo que quizá tratamos de identificar como el tiempo mismo. Y pienso en otros dos atributos clásicos de Dios que pueden ser parte de la reflexión sobre este misterio, un Dios que asumo como hipótesis sobre cómo relacionarnos con estas dudas: “inmutabilidad” o “impasibilidad”, Dios no puede cambiar en ningún aspecto, es igual desde siempre y nada lo altera. Y “omnipresencia”, Dios es real en todas partes o, dicho de otra manera, el estado de todas las cosas, todos los seres y todos los hechos puede ser ubicado en Dios.
Me interesa mucho un caso filosófico abierto por John McTaggart. Un idealista inglés que aseguró que el tiempo es irreal o que la manera del sentido común de describirlo es contradictoria. Desde una teoría sobre un tiempo sin tiempo, asumía que no es sino una ilusión de la conciencia subjetiva. Pasado, presente y futuro podrían ser igualmente reales o, como pensaba Anselmo de Canterbury, el presente no es privilegiado. Esto me hace poner en duda si una consciencia podría contar con el poder o con el conocimiento de estar perfectamente presente. Desde términos teológicos, no tienen sentido, o un atributo como la omnipresencia, o atributos como omnisciente y omnipotente. Lo inmutable y lo impasible podría resumirse como “incondicionalidad”, una apertura no solo a Dios, sino “en general” y, por tanto, una apertura de Dios nunca “genérica”. La identidad, aunque no se trata de una característica, podría ser “inagotable”.
McTaggart identificaba dos maneras posibles de ordenar posiciones en el tiempo: una “serie A” ordenada desde ciertas propiedades intrínsecas de lo temporal, como “ser dos días futuros”, “ser un día futuro”, “estar presente” o “ser un día pasado”. Y una “serie B” ordenada mediante relaciones temporales, como “dos días antes que”, “un día antes que” o “simultáneamente con”. Lo más interesante a advertir es una nueva paradoja: por un lado, una serie de posiciones como la B, por sí sola no es adecuada para hacernos entender lo que podría ser el tiempo o su esencia también como la esencia del cambio, es decir, lo que es un determinado pasado, presente o futuro de una manera genuina. Una serie como la A es imprescindible para ello, ya que las posiciones de una serie como la B son solamente “fijas”. Pero por el otro lado, una serie como la A tiene contradicciones inherentes, ya que las propiedades que reconoce deberían ser las del pasar del tiempo, pero también se tratan de propiedades de cada posición temporal única y distinta, por lo que son incompatibles entre sí. Por ejemplo, ningún tiempo puede ser a la vez futuro, presente y pasado, pero también se da por hecho que el futuro será presente y pasado.
Agustín de Hipona ya había pensado que Dios se encuentra fuera del tiempo, o que no puede ser engañado por la ilusión que identificó McTaggart: un tiempo que solo existe como el universo creado, universo que desconoce todo lo que es o todo lo que va a pasar. Pero entonces, ¿la exterioridad de Dios garantizaría su omnisciencia o su omnipotencia? Garantiza, en todo caso, su inmutabilidad e impasibilidad, ya que sería ajeno a las propiedades que engañan a su creación. Pero entonces, ¿no conoce la creación? Para conocerla y para saber cómo tocarla, Dios podría requerir del atributo de su omnipresencia, aunque, paradójicamente, estar presente en el tiempo no puede no ser parte de propiedades diferentes o que son maneras de estar. Toda existencia en el tiempo es real tanto como lo es todo tiempo, dimensiones donde tiempos únicos son tan reales como lugares y modos de consciencia únicos. O como supone el filósofo Tim Maudlin, todos los hechos de alguna manera podrían “ya estar aquí”, en el mismo sentido que lugares distantes lo están. Lo que no existe es un flujo objetivo de tiempo, de espacio y de la misma consciencia, incluso, me atrevo a decir, del desconocimiento. En pocas palabras: puede decirse que la inmutabilidad y la impasibilidad son incompatibles con la omnipresencia.
Si Dios estuviera en cada tiempo no sería Dios, o por lo menos no tendría un sí mismo, no sería permanente e igual, aunque permaneciera por igual en cada tiempo. Porque estar en un tiempo que es distinto de otro, que es no una forma de ser tiempo, sino una forma de ser, una forma del tiempo, es estar de una manera única en relación a las muy diversas maneras de estar en cualquier sentido posible. Una manera distinta que, si permite entender algo del todo, se debe a ser de una manera que no es todas las demás. Para McTaggart, la descripción de una identidad en un tiempo que fuera absoluto es contradictoria en sí misma, porque esa identidad se define desde propiedades sobre su existencia en el pasado y en el futuro incompatibles entre sí. Dios en un tiempo sería una manera de ser Dios, una mismidad, pero ser Dios entonces no sería serlo todo o no sería ser en todo. Dios sería solo Dios de alguna manera, sería diferente en un tiempo y en otro, no sería lo mismo ser Dios siempre, o siempre Dios es, fue y será otro.
Ahora, si más bien en Dios están todos los tiempos, como una matriz de todas las matrices donde nacen una y otra vez las propiedades posibles, los eventos y los seres que no son intrínsecos y niegan que haya un tiempo absoluto o un único tiempo, donde no aparece ni lo igual como si fuera nuevo ni lo nuevo como si fuera igual, y nace lo semejante, la sospecha de identidad del alma, un nacer todo poderoso, una matriz omnipotente de un lugar no abarcable y no resumido, que podría ver y que podría ser visto: ese Dios no podría ser “ese” o “aquel” y estar “solo” en un tiempo dado o en todos los tiempos. Dios sería incoloro, porque hay tantos colores como no hay un único color que se extienda sobre los demás. Dios no sería “raro”, sino impotente, más silente que un secreto y más simple que una ausencia desconocida.
Estar en un lugar, en un tiempo, es ignorar algo, no sabemos si de otro lugar, de otro tiempo, o de aquello que creemos que, ahora mismo, es “igual” en nosotros. Sin embargo, estar de una u otra manera: es no estar en un cierto momento o en un cierto espacio distinto. Y no estar, paradójicamente, podría definirse como “una” manera de no estar, una soberanía de “lo sin igual”, que no es soberano porque algo se sepa y se pueda, sino porque, a su manera, es “insustituible”. Se desconoce o no se es algo, y tomamos una forma por eso abierto, por esa apertura que no se es. Tomamos por eso formas que Dios no toma, formas abiertas que abre Dios. Pienso que a esto se refería Henry Corbin a propósito de la teología islámica de Ibn 'Arabi:
No es que haya una repetición de lo idéntico. Hay recurrencia de semejantes, y lo semejante no es lo idéntico. “Ver” esto, es ver lo múltiple subsistiendo en lo único.
Hay una semejanza olvidada, profunda o no descubierta. O quizá, nada ni nadie “es” profundo, sino comunicado con otras profundidades. Esta semejanza no puede entenderse por sí misma, nos da a entender lo mismo que al referirnos a una “no” semejanza. Si lo que conocemos y lo que no conocemos, si cierto presente que se cree privilegiado, cierto pasado y cierto futuro, si estar y no estar, y si el poder de nosotros y sobre nosotros están comunicados: no podríamos saberlo, aunque no haya nada que separe o que sea menos o más real entre lo que somos ahora y lo que podemos llegar a ser. No podríamos saberlo, porque “saber” algo implica no entender el todo o que no haya una totalidad todopoderosa. Es una manera de saber, y saber algo nuevo implica cambiar. Decimos que Dios no existe cuando hemos advertido a Dios, cuando advertimos nuestra semejanza, la continuidad. Y decimos que Dios existe cuando desconocemos hasta dónde llega la comunicación, simulamos “rezar” y la no semejanza nos transforma. Para el pintor Odilon Redon, estas dos afirmaciones pueden ser ciertas en un mismo acto paradójico, ese tipo de actos en las religiones que inventaron y que reconocieron a Dios:
Dar vida, de una manera humana, a seres inverosímiles y hacerlos vivir según las leyes de lo verosímil, poniendo, dentro de lo posible, la lógica de lo visible al servicio de lo invisible.
Si Dios fuera omnipresente, sería impotente sobre sí mismo, se asemejaría a nosotros hasta darnos todo poder. Y si Dios fuera inmutable, sería inconsciente, nunca se asemejaría a quienes creemos saber. Pero Dios no es solo trascendente, no presentado, y solo Dios, un secreto perdido sin referencias y hasta para sí mismo.
Dios adquiere poder y conocimiento, presencia y desocultamiento: cuando advertimos nuestra semejanza con su impotencia y con su ignorancia. La trasformación es todo poderosa, porque no necesita saber, y todo consciente, porque no necesita el poder, ni los términos ni el arreglo final de la vida. Aparece simplemente, como simplemente puede aparecer el amor. No es una generación espontánea ni niega que el arreglo y los términos de por medio, con mucha frecuencia, son dolorosos, terribles, no queridos. Sin embargo, no hay una regla que impida su aparición, tan es así que el amor es empírico, replicable, causado y causal. No necesita justificarse, así como Dios no necesita ser solo distinto, omnipotente y omnisciente. Acepta las capacidades y la consciencia de la semejanza activa y pasiva, lo que somos. Por eso, como escribió la novelista Ursula K. Le Guin:
El amor no se queda ahí sentado, como una piedra, hay que hacerlo, como el pan.
La trasformación es todopoderosa, por algún motivo, pienso que hay que recordar esto. Y es todo sabia, porque es experiencia. La teología, en ese sentido, no solo lidia con paradojas: es una paradoja en sí misma. Porque carece de un objeto de estudio, y a la vez busca la identidad con esa ausencia. Es más, propone que reconozcamos que esa ausencia es quien nos busca, busca la identidad. La teología se deja asumir como una gran lección inacabada sobre una verdad imposible que permite experiencias ricas que perfectamente pueden vivirse. Dios nos hace en el mismo acto sentido y sintiente en que hacemos, con todo gusto, el amor.
Alejandro Massa Varela (1989) es poeta, ensayista y dramaturgo, además de historiador por formación. Entre sus obras se encuentra el libro El Ser Creado o Ejercicios sobre mística y hedonismo (Plaza y Valdés), prologado por el filósofo Mauricio Beuchot; el poemario El Aroma del dardo o Poemas para un shunga de la fantasía (Ediciones Camelot) y las obras de teatro Bastedad o ¿Quién llegó a devorar a Jacob? (2015) y El cuerpo del Sol o Diálogo para enamorar al Infierno (2018). Su poesía ha sido reconocida con varios premios en México, España, Uruguay y Finlandia. Actualmente se desempeña como director de la Asociación de Estudios Revolución y Serenidad.