Para nadie es un secreto que amor y duelo son las dos caras de una misma moneda o, dicho de otro modo, los dos puntos límite de una misma experiencia, la de amar y perder, la cual, curiosamente, como proceso en sí, no parece tener una denominación específica. Me parece que así como se vive, lo usual es pensar esta experiencia como la experiencia del amor y, aparte, cuando ésta llega a un punto que se identifica comúnmente como la ruptura, se habla entonces de la experiencia del duelo, y si bien, en efecto, cada una tiene su propia singularidad, visto con una perspectiva panorámica, es más o menos claro o aun evidente que ambos momentos, el del amor y el de la pérdida, pertenecen a un mismo camino. Uno no se explica sin el otro: evidentemente, el duelo suele sobrevenir después de haber perdido la relación con el objeto en el cual estaba dedicada gran parte de nuestra capacidad de amar, pero no menos cierto es que el amor es en muchos casos y en una muy buena medida una derivación de ciertos duelos que pueden conducir al sujeto al ejercicio activo de su capacidad de amar. Dicho en palabras más sencillas, puede llegar el momento en que perder se convierta en el catalizador más decisivo para amar. Como también es sabido, deseo y falta se empujan uno a otro a lo largo de la vida, operando así la que quizá sea la fuerza más decisiva del ser humano.
Para nadie es un secreto esa relación entre amor y duelo pero en la realidad es muy común olvidarla o pretender ignorarla. Viviendo como vivimos en sociedades abocadas desde hace ya varias décadas al hedonismo y la ilusión de completud a través de satisfactores superficiales siempre al alcance, el sujeto contemporáneo no parece tener una buena disposición para aceptar realidades de las relaciones como la pérdida, el rechazo, el desencuentro o el hecho incontestable de que todo en esta vida llega a un fin. Si a ello añadimos ideas y prácticas de profunda raigambre en la cultura en la que nos formamos –tales como el ideal del amor romántico, la monogamia o la fidelidad– el medio donde una relación de amor de escala humana puede florecer presenta algunas adversidades para ésta.
No parece casual, entonces, que entre el amor y el duelo, las preferencias se inclinen de inmediato y sin pensarlo mucho al amor. O mejor dicho, al enamoramiento y las mieles con que suele regar la vida de quienes lo experimentan. ¿Cómo reprocharle al ser humano que, como en tantas fábulas del folclor antiguo y como también lo señaló muy atinadamente Sigmund Freud, elija el camino del placer y la satisfacción? ¿De verdad se podría esperar otro comportamiento por parte de esta criatura frágil, angustiada, temerosa y en falta que somos? Teniendo al amor de frente y como ofreciéndose a manos llenas, ¿censuraríamos a alguien que lo prefiriera por sobre cualquier otra experiencia de este mundo y, además, que lo prefiriera por encima específicamente del duelo? ¡Por supuesto que no!
Con todo, el duelo también tiene que elegirse. O transitarse, porque como también ocurre con el amor, el duelo se impone. Aunque no se elija, el duelo se instala a veces incluso un poco a la fuerza en la vida. Cuando se presenta, es imposible cerrarle la puerta. Y esto no en un afán gratuitamente masoquista, sino por el hecho, muchas veces también olvidado pero preconizado por muchísimas tradiciones filosóficas, espirituales, religiosas y de la ciencia moderna, de que el dolor enseña. El dolor elaborado, cabe acotar. La “noche oscura del alma” de la que habló San Juan de la Cruz, el opus nigrum de los alquimistas medievales, las expresiones de sufrimiento humano que atestiguó el príncipe Siddhārtha y que en un primer momento le parecieron incomprensibles o intolerables… Los ejemplos podrían multiplicarse y todos apuntarían a lo mismo: en la vida hay cierto dolor que, transitado y elaborado, “purifica” o, en todo caso, es capaz de trasformar áreas decisivas de la subjetividad, cambia al sujeto y en muchos casos lo conduce y aun lo catapulta a un lugar desde donde vive su existencia de maneras muy distintas a como lo hacía antes, especialmente al respecto del amor.
Dicho al margen, probablemente uno de los lugares en donde esta “continuidad” entre amor y duelo está mejor expresada sea Duelo y melancolía de Sigmund Freud (1917). Si bien, a primera vista, el ensayo no parece tocar mucho que digamos el tema o el concepto del amor, pues los conceptos que le dan título tienen una presencia notoriamente mayoritaria, una lectura atenta deja ver que la capacidad de amor del sujeto es indisociable de los estados de melancolía profunda que Freud analiza ahí.
En este sentido, el propósito de estas divagaciones es pensar en la siguiente propuesta. ¿Qué pasaría si el amor se viviera un poco menos como amor y la pérdida un poco menos como pérdida? Es decir, ¿qué pasaría si ambos estados se experimentaran menos como puntos opuestos y más como fronteras un tanto equidistantes de un mismo camino? No parece sencillo, claro, sobre todo en vista de lo intensos que pueden ser tanto los encantos del amor, como la pena profunda que provoca la pérdida del objeto amado.
Y sin embargo, ¿sería posible? Después de todo, el amor y la pérdida son dos momentos de una misma experiencia, que se siguen uno a otro, en una danza que mantiene en movimiento la vida.