El icono es maternidad de Dios y el Hijo nuestros ojos

Para Haydar. Me regalaste mi icono favorito.

Puede resultar extraño que un transteísta y transrreligioso decida hablar sobre un medio de sacramentalidad de las Iglesias del Este que expresa los grandes dogmas de la Cristiandad e invita a la oración. No obstante, yo oro, aunque ya no pregunte ¿a quién? Porque para mí, no hay nadie en la oración, incluido yo mismo, Dios es nada como mi mente. ¿Qué cambia en el silencio al orar? ¿Qué cambia como el silencio? Quiero reflexionar sobre los iconos, teología que en sentido estricto no se pinta, sino que escriben los “iconógrafos”, pero teología no verbal, a fin de cuentas. “Isografías” de ángeles que entraron a la forma de pájaros humanos, mártires pintados de humanidad, con la misma sangre que prestó el cuerpo de la Virgen como amor a Jesús. Pinceladas como las de Teófanes el griego o Andrei Rublev. 

 

Icono de la Trinidad de Andrei Rublev o de los ángeles huéspedes de Abraham.

 

Quiero hacerlo quizá porque llegué a creer que pueden ayudarme a descubrir algo sobre mí mismo como entrada para lo misterioso ilimitado, el límite que es la riqueza de mi finitud, un olor bueno, un ruido a vida, un sentir casi todo que, para ser, quisiera no sentir ya nada.

Los iconos, del griego “εἰκών”, “eikṓn”, “imagen”, “semejanza”, se trazan casi siempre sobre paneles de madera empleando témpera a base de huevo, un toque y un rastro de útero que recuerda más a una madre que a un señor de mal genio. Aunque también pueden estar fundidos en metal, tallados en piedra, bordados en tela, impresos en papel o ser mosaicos. La historia de la tradición, y no la historia como disciplina crítica, asegura que la producción de imágenes pías por los creyentes en Jesús se remonta a los primeros días del movimiento. Lucas, el autor de uno de los evangelios, presuntamente escribió diversos retratos de María tras entrevistarla, el más famoso, Nuestra señora de las nieves o Salus Populi Romani. La academia solo admite que no es imposible que estas imágenes pudieran haber existido antes del siglo III, pero solo hay constancia de obras “paleocristianas” posteriores. Además, los ejemplos de este arte difieren significativamente de los iconos que acogieron el Norte de África, los Balcanes, las profundidades de Rusia y Medio Oriente, o las Iglesias ortodoxas del este, las de la comunión ortodoxa oriental, las católicas helenas o semitas unidas al Papa, e incluso las luteranas y anglicanas más cercanas a los padres teólogos y del desierto.         

Es entendible que los iconos generaran sospecha muy pronto, así como es entendible que aparecieran. Recordaban a Artemisa, a Isis, a Baal, a Veles, también al becerro de oro, las antiguas verdades que murieron y no pensó en resucitar la nueva verdad. Pero quizá algo tan sobreabundante en pasión debía volver a darles vida, a pesar del rechazo en el Judaísmo, del que salió la secta de los cristianos, de tratar de ver a Dios. Es entendible si incluso el Islam, que censuró en sus comienzos cualquier forma de culto a mujeres y hombres santos, vio aparecer peregrinaciones hacia tumbas marcadas para sus imames y místicos. Ya el concilio de Elvira del 305, sin carácter ecuménico, prevenía que las imágenes no debían colocarse en las parroquias, para no convertirse en objetos de culto y adoración. Pero los monjes y la fe popular jamás pudieron resignarse a perder a Dios en lo abstracto del credo, los dogmas o un nombre.  

La gente empezó a ver señales maravillosas en los iconos después de besarlos. Era “besada por los besos de otra boca”, según se dice escribió Salomón. Imágenes que sobrevivían a incendios, que exudaban mirra o fenómenos de sanación. Hay mujeres y hombres que incluso hoy caminan sobre carbón ardiente inspirados por los iconos. Y esto generó un problema de discriminación: si bien esta generosidad era la de un ser divino, el espíritu que escuchaba las oraciones, parecía que tales fenómenos se vinculaban a iconos especiales, a los que se les diferenciaba de los otros como hacedores de milagros, elegidos y glorificados entre los demás por ese espíritu. Por ello eran nombrados de manera distintiva, recibían visitas de masas, como a los famosos iconos de las islas griegas de Tinos. No era tanto que la madera, el metal y la pintura fueran mágicos, pero habría magia en cómo habían sido afectados. Aun así, teológicamente el sentido de los iconos es ser todos uno y lo mismo: el Cielo abierto

 

Iconostasio de la catedral de la Anunciación de Moscú, Federación Rusa.

 

Este problema se volvió crudo y traumático en la Alta Edad Media con el éxito espiritual de otra religión abrahámica, el Islam y sus mezquitas vacías de imitaciones de la creación, y con las controversias “iconoclastas” entre los años del 726 al 843, la destrucción de los iconos o la mitad luminosa de las urbes romanas orientales por emperadores temerosos de que el pueblo se hubiera entregado a la superstición. León III el Isaurio hizo remover la imagen de “Cristo Pantocrátor”, sustentador del universo, de su lugar destacado sobre la puerta “Chalke”, la entrada al palacio de Constantinopla, sustituida por una cruz simple.

Es verdad que había poco aprecio por las imágenes entre los habitantes más pobres, no griegos y aislados del imperio, pero también los reveses militares del ejército le dieron la impresión de que habían sido castigados y la verdad ya no estaba de su lado. Constantino V Coprónimo extremó la labor de su padre con la quema de monasterios, el martirio de Esteban el Joven, referente de los “iconófilos”, y la convocatoria del concilio de Hiera, que pretendió ser ecuménico, para reconocer como un hecho eterno y universal la condición de los iconos como violaciones satánicas de los mandamientos en “Éxodo” y “Deuteronomio”, blasfemias contra la única y verdadera imagen de Dios: Jesús mismo. Siglos después, movimientos de la Reforma como el calvinismo también depurarían sus iglesias.      

Finalmente, serían dos mujeres quienes encausarían el regreso de la “iconodulia”, ese mar de colores sutilizados por su vibrante resplandor. Ambas esperaron discretamente el recambio de estos hombres emperadores. La emperatriz Irene conseguiría una breve pausa de las reformas iconoclastas y convocaría al segundo concilio de Nicea en el 787, que destinó a los iconos “timētikē proskynēsis”, veneración mediada por el amor a Dios, distinta de la “alēthinē latreia”, la adoración en espíritu y verdad solo para el amado. Tras un regreso de la supresión de las imágenes, la emperatriz Teodora las restauró definitivamente. El sentido ecuménico de esta conclusión permaneció intocado por los Estados del Mediterráneo y los nuevos príncipes convertidos al Cristianismo hasta el inicio de la era moderna.

La defensa de las imágenes, no como meros soportes materiales del culto, sino como teología, siempre fue más allá de la aprobación en las Escrituras de algunas maneras de usarlas, como la serpiente de bronce que elevó Moisés para sanar a Israel. Había también una incorporación de la metafísica neoplatónica, que reconocía imágenes que auxiliaban al fiel para participar de su "prototipo" o de las esencias.

El sentido básico de los iconos es el de “trasportación”. Sus representados hieráticos dan cuenta de otra dimensión fuera del tiempo y de los condicionamientos de este mundo. No es que en la eternidad nada se mueva y el ruido de este lado de los hechos sea destruido, sino así nos parece a quienes no podemos imaginar los movimientos de la vida de Dios que abren todo de par en par. Vemos, pero no sabemos que estamos viendo por lo profundo que es ese útero para todas las cosas y que hace un Dios a todas. Puede que mi entendimiento sea herético, aunque no parto de hacer insinuaciones solo por capricho. Honestamente creo que hay una pregunta en el icono: ¿la mujer y el hombre solo hicieron un Dios en su mente, exista o no exista? Hemos imaginado la naturaleza, pero también la hemos visto. La mente imagina el cuerpo, aunque es el cuerpo. Para la teología, ese tú es lo que es porque amó primero, e incluso de haber sido hecho por la mente humana, esa mente debió haberse hecho Dios, olvidar qué fue primero y, si de hecho está viendo, de esto se tratan los iconos: creer que lo que ve se ha hecho sus ojos y los ha abierto. Para el especialista laico Paul Evdokimov:

El icono es una simple tabla de madera, mas funda todo su valor teofánico en su participación de la santidad divina: no encierra nada en sí mismo, mas se convierte en una realidad de irradiación. Esta teología de la presencia distingue netamente el icono de un cuadro religioso y traza la línea divisoria.

Hay justificaciones de las imágenes cristianas muy razonadas y, por serlo tan evidentemente, también poco interesantes. Por ejemplo, que sean un Antiguo Testamento o Tanaj, unos evangelios y hechos apostólicos, “hagiografías” y cuentos tradicionales de las Iglesias, todas de carácter visual y para analfabetas, un ayuda para su instrucción. Y si bien esto es innegablemente cierto en su constitución temática, al grado de que los nuevos movimientos anicónicos protestantes perfectamente podrían convalidarlo, siempre que se evite toda forma de superstición o escenas no extraídas de la Biblia, hay algo que lo antecede y evita una mejor comprensión: para los cristianos, el Padre o la Madre apareció de alguna manera en su hijo Jesús, un tú que tomó de nuestro yo, uno que, como todo tú, limita con ese yo. Y para que sea posible perderse en esa limitación mutua, ambos podemos olvidar ser yo de un tú y tú de un yo. Esto no puede ser ni premeditado ni descrito ni antecede a una comprensión perfecta porque la encarnación es esa singularidad de las creencias cristianas a la que regresó Juan Damasceno para saber distinguir al icono de lo solo didáctico y del resto de la imaginería de las religiones, aunque dudo si esto último ocurrió y si es tan necesario. 

 

Icono de Cristo Pantocrátor rodeado por la comunión de los santos.

 

Monje sirio, escritor de himnos y doctor de la Iglesia, vivió en los tiempos de las reformas iconoclastas bizantinas, aunque pudo escribir libremente por hacerlo fuera de la mano de los emperadores y bajo la relativa tolerancia musulmana. No solo negaba que el cristiano confundiera a Jesús con la materia prestada para su representación, por más valiosos que fueran los metales, las maderas y los pigmentos preciosos, sino que rechazó que el icono supusiera precisamente que hubiera un arte verdadero con un inicio en los pintores. El Hijo amante habría amado convertirse en Jesús y representarse. Y este misterio de su venida al mundo invita a adorarlo con los medios con los que se dio a conocer, el organismo que son la naturaleza y los sentidos. Como escribió Juan Damasceno: 

En la antigüedad, el Dios incorpóreo e incircunscripto nunca fue representado. Pero ahora, cuando veo a Dios vestido de carne y conversando con los hombres, hago una imagen del Dios que veo. No adoro la materia, adoro al Dios de la materia, que se dignó habitar en la materia, que obró mi salvación a través de la materia. No dejaré de honrar esa materia que obra mi salvación.

Es así que uno adora la encarnación, uno adora al hombre Jesús, quien no solo tomó prestada la carne de la Virgen, sino de toda la Iglesia, porque el Dios amor habría encarnado en los sentidos de los amantes, los santos como iconos jesusanos. Las parroquias con sus iconostasios, “eiconostásion”, son ya rodearnos de cómo siente ese que siente, entrar en María que fue madre no en sustitución de Dios, sino para engendrar en el tiempo lo que engendra eternamente la primera persona de la Trinidad como Madre de todas las cosas. El icono no es si no adorar lo que se ve y que no hizo el iconógrafo. Incluso en la tradición y la milagrería ortodoxas se tiene una estima especial por las presuntas imágenes no hechas por intervención humana, el Salvador hecho sin manos o “acheiropoieta”, siendo el primero de todos, aquel lienzo con el que imprimió Verónica el rostro de Jesús en el Viacrucis, evento no contado en los evangelios canónicos, similar a otras formas de leyendas, por ejemplo, la imagen de la Virgen en la ciudad de Lod o al-Ludd, Israel, que se decía apareció en una columna de una protoiglesia construida por los apóstoles Pedro y Juan, o la tilma de Juan Diego con la impresión hecha de flores de María de Guadalupe en el cerro mexicano del Tepeyac. Y, aun en sentido estricto, ningún icono ha sido hecho por nadie, porque todo icono empezó en Dios y como Dios sin comienzo. De acuerdo con Juan Damasceno: 

La tierra entera es un icono vivo de su rostro.

De acuerdo con Gregorio de Palamás, impulsor de la polémica doctrina y práctica de ascesis denominada “hesicástica”, contraria al racionalismo teológico: la serenidad y la trascendencia de los iconos, pinturas que son más que una pintura, son un excedente de luz que pone en duda cuándo empezó uno a experimentar. Luz que es más que la luz que se ve y que coincide con lo increado creador, “la luz tabórica” del Nazareno como Dios y hombre visto. 

¿Jesús pudo no ser solo evidente para sí, una esencia muda? El Logos como sus energías increadas, primero, coincidió con nosotros al darnos el ser, para luego querer ser visto como el proyecto que tiene Dios, de manera tan radical que quiso ver con nuestros ojos, hacernos como dioses. Para Michael Ramsey, uno de los más dotados arzobispos de Canterbury, el énfasis de los teólogos de Oriente en la gloria del Logos como gloria de lo creado, en la encarnación por sobre cualquier otro misterio, recuerda a Occidente la operación íntima de la sabiduría, algo que, según la obispa episcopal Katharine Jefferts Schori, debe recordarnos que la salvación es orgánica, de todos los hechos en lo que los hace vida:

Todo el Cuerpo de Cristo lleva mayor luz que cualquier porción individual.

Esa encarnación es tan real que es ver como nosotros y hacerse invisible para sí misma, ser también esos ojos que ven y no ven, que se abren a lo infinito, aunque ¿cómo saberlo, si infinito es? ¿Quizá por eso el Nazareno no escondió su miedo ante la inminencia de su muerte y preguntó a su Madre eterna por qué lo había abandonado? Se distanció de ser Dios como un nacimiento donde pudiéramos nacer todos como hermanas y hermanos de ese Dios sin Dios, un Dios perdido entre las mujeres y los hombres. Los iconos son eso, la encarnación divina como Jesús, un maestro histórico, pero también el amor de los santos, nosotros como la atracción de nuestros bisabuelos, una callado y callante deseo perdido en las formas del universo hasta que quiso ser nosotros y convertirnos en testigos. Por eso los iconos son el Logos de la maternidad divina o el Hijo.  

Para los teólogos del pasado fue impostergable aclarar que los iconos no reciben adoración. Se descarta esto cuando se precisan distinciones entre ídolo e icono. Sin embargo, incluso si el Dios trinitario fuese la verdadera causa del cosmos entre muchas cosmologías falsas, descartadas o muertas con la Antigüedad, y pudiera ser venerado haciéndole un cuadro, un homenaje, descartando la identidad del icono y Dios, de la representación y el representado, de la experiencia y el experimentado: esto reduciría al icono a ser una copia, y a Dios a ser solo un dios, un ídolo sujeto a la verdad, un sujeto verdadero, pero un ídolo más a fin de cuentas, un ser más entre los seres por más superioridad que se le reconozca, limitado “en” la realidad. 

Sin embargo, Dios no puede ser un ser entre los seres, debe abarcar y no ser abarcado, lo que paradójicamente implica que sea toda identidad. Así como un hijo no lo es en sí mismo, sino porque tiene una madre, esa Madre divina que no es ella misma, sino Jesús por maternidad al engendrarlo para siempre: está en su creación y entró a la creación convirtiendo lo creado en sí misma, a sí misma y hacia ella, a las experiencias en alguien que es experimentador y experimentado. Dios no es algo más, y si no es algo más, representarlo no es necesario y es lo más importante: hacer con Dios la experiencia de Dios. Solo entonces, uno de verdad ve a Jesús en el icono, y aunque esa Madre es ver y no puede ser vista, como la relación entre la vida futura y el útero en todas las cosas, el icono es la Iglesia que se mira como ver a Dios, que se ve como el acto de Dios de ser esa creación que se adora para trascenderlo todo.

Dios pudo ser Dios y la creación la creación para reinar sobre ella como un déspota. Sin embargo, quiso amarla, y para amarlo todo es necesario ser todo el amor. Quiso, entonces, ser su creación pudiendo no serlo, y esto es hacer a su creación: la madre de Jesús y un Jesús que tiene madre, creación que ve todo lo visible e invisible, y que deja de ver toda visión porque todo se expande amando, la engendración con comienzo en el fin.

El icono es instancia primera de alguien que es sin instancia posible: nunca ha sido icono o deja de serlo porque no "semeja", a pesar de que esa sea su realidad técnica, “hiero-tékne”. Nunca lo ha hecho desde el punto de vista de la eternidad, que está en todo punto de vista y entre toda semejanza, ya que nada le es privado, nada le impide verse y hacer ver a las cosas como Dios. El monje trapense y poeta Thomas Merton, recurriendo al ejemplo de Muhammad, uno de los grandes profetas islámicos, expuso que su forma de meditar tenía: 

…el carácter descrito por el Profeta de estar ante Dios como si lo vieras.

Ya que los iconos son ver esa presencia, quizá también hay que meditar estando ante Dios como si no lo viéramos y no nos viéramos. Eso puede transportarnos al interior del icono como exterior misterioso, exterior real que no agota nunca las experiencias del ser y las energiza con el no verse del silencio. Como decía Juan Damasceno, venero la materia, aunque no como a Dios. Pero ¿cómo podría hablarse de algo como Dios, incluso para descartar esta posibilidad, si Dios no tiene ninguna semejanza? Es imposible proponerse que algo sea como Dios y, por tanto, también negarlo. ¿Esa Madre supo cómo sería algo que fuera como ella? Si esta pregunta no tiene sentido, la replanteo: ¿Dios sabe cómo es? Quizá contestó esta interrogante invitándonos a decirle cómo se ve, pero para eso ¿es absolutamente necesaria la bella tradición de los iconos cristianos del Este? Sería una torpeza minimizar su eficacia, incluso desde un punto de vista no teológico y solo “esteticista”, el arte por el arte. Sin embargo, probablemente no, y reformulo mi respuesta como una pregunta, no para los teólogos, sino para los lectores en general: ¿es imposible participar de la encarnación en otras expresiones artísticas figurativas, no figurativas, religiosas, seculares, incluso pop, o en la naturaleza salvaje? En fin, los iconos prueban que Dios, de hecho, es arte.


Alejandro Massa Varela (1989) es poeta, ensayista y dramaturgo, además de historiador por formación. Entre sus obras se encuentra el libro El Ser Creado o Ejercicios sobre mística y hedonismo (Plaza y Valdés), prologado por el filósofo Mauricio Beuchot; el poemario El Aroma del dardo o Poemas para un shunga de la fantasía (Ediciones Camelot) y las obras de teatro Bastedad o ¿Quién llegó a devorar a Jacob? (2015) y El cuerpo del Sol o Diálogo para enamorar al Infierno (2018). Su poesía ha sido reconocida con varios premios en México, España, Uruguay y Finlandia. Actualmente se desempeña como director de la Asociación de Estudios Revolución y Serenidad.


Canal de YouTube del autor: Asociación de Estudios Revolución y Serenidad


Del mismo autor en Pijama Surf: Naruto: destino, amor propio y libre albedrío

© 2017 - pijamasurf.com Todos los derechos reservados