Hubo un tiempo en la historia de la humanidad en que los astros dictaron el curso de los acontecimientos, o al menos tuvieron alguna influencia en ellos. Hubo un tiempo, muy amplio, en el que el ser humano quiso ver en el cielo los signos que prefiguraban su destino. Justificadamente en algunos casos, pues por supuesto el paso de las estaciones, las mareas, el cambio de las condiciones metereológicas, la sucesión de temporadas de sequías y de lluvias, entre otros fenómenos, se conocieron sólo gracias a la curiosidad, el asombro y la observación sistemática. Si la luna y las estrellas parecían tener una profunda influencia en las cosas de la Tierra, ¿cómo no creer que ese dominio se extendía también a la vida humana, minúscula y sin embargo importantísima, grano de arena en las vastas dunas del universo y, pese a todo, centro vital de ese mismo universo?
En ese tiempo, el ser humano tenía en el cielo nocturno un libro abierto, legible para quienes sabían interpretar sus signos en rotación. Se tomó registro de los astros y de su posición, su movimiento, sus relaciones y variaciones a lo largo del año. Se les dio forma e incluso nacieron historias en torno a ellos. Hubo quien vio en el cielo un cazador, un cisne, un Pegaso. A otros les pareció encontrar a la divinidad y el camino hacia los reinos bienaventurados. Y otros vieron la exacta correspondencia entre las estrellas y el ser humano, unidos secreta pero poderosamente a través de galaxias y eones.
Un día, todo cesó. El libro que antes se ofrecía a la mirada aguda de quien sabía ver seguía ahí pero incomprensible, idéntico y al mismo tiempo profundamente distinto. El ser humano, que antes seguía su vida a la par del curso de los astros, comenzó a marchar por cuenta propia, y los signos comenzaron a ser opacos para su mirada.
“Nada aburre más al hombre común que el cosmos. De ahí que para él exista la más estrecha relación entre el clima y el tedio”, escribió Walter Benjamin en una de las múltiples, inabarcables notas de su titánico proyecto sobre los pasajes de París. Ahora miramos las estrellas y podemos asombrarnos, maravillarnos, estremecernos incluso… pero la legibilidad de antaño se ha perdido, acaso para siempre.
Sobre esa experiencia y en especial sobre la pérdida irreparable de la relación entre el ser humano y el cosmos habla “Analfabeto”, un pequeño poema de Octavio Paz que encontró su forma en 1955. El poema, que consta de tan sólo tres versos, dice:
ANALFABETO
Alcé la cara al cielo,
inmensa piedra de gastadas letras:
Nada me revelaron las estrellas.
(De Libertad bajo palabra)
A manera de comentario cabe señalar únicamente la sensación de desamparo que se puede percibir en el yo-poético del poema. Paz abrevó notoriamente de la tradición poética moderna europea, del romanticismo a las vanguardias (poetas a quienes llamó “los hijos del limo”), la cual buscó dar significado a una realidad en donde todos los grandes referentes de la Antigüedad –Dios, lo sagrado, la ritualidad de la vida, etc.– dejaron de tener presencia. De ahí el desamparo; la sensación de vacío o tedio, como apuntó Benjamin.
Y aunque quizá ese conocimiento es irrecuperable, no lo es la actitud frente al mundo, la realidad y el cosmos que lo sostenía. Después de todo, el gesto es lo importante. El fondo más que la forma. Saber que hay un mensaje ahí, en los signos del mundo; que está, aunque no lo entendamos todavía.
No por nada casi treinta años después, en 1987, Paz escribió estos versos de ecos borgesianos en Árbol adentro:
Pero miro hacia arriba.
Las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en este mismo instante
alguien me deletrea.