Jornada primera
Tras abandonar una Ciudad de México asediada por sucesivas contingencias ambientales en un abril abrasador, llegué una vez más a Yucatán, constelación afectiva que ilumina mi pecho hace tiempo, a la manera de una ofrenda depositada ante los altares de los muertos.
Desde el aeropuerto de Mérida —donde los monitos regordetes que indican los baños masculinos van vestidos con guayabera— emprendimos un viaje en pos de la selva yucateca, caliente, húmeda y calcárea, desplegada en las infinitas tonalidades del verde, concepto incapaz de contener entre sus letras la variedad de árboles, plantas, pastos, matorrales, musgos, hongos légamos, aguas y cielos que la componen, impregnada de una majestuosidad que el paso de los siglos no ha podido robarle y que —una vez más— vuelve a ser objeto de agresiones en su entraña más íntima, las cuales profanan los cenotes y socavan el equilibrio de un ecosistema sagrado, todo en nombre de un progreso mediocre y suicida a bordo de un tren hacia el abismo.
Llegamos entonces a Izamal, límpida y esplendente gracias a una llovizna espantaflojos (pantapendejos, habría dicho una de mis abuelas) que recubría con fulgor sus fachadas, dinteles, muros, calles, plazoletas y escalinatas blancas y amarillas, creando una sensación de irrealidad apuntalada por la humedad del ambiente, envolviendo a quienes circulan a la hora de la siesta en una modorra tropical mitigada apenas por el agua de chaya y limón y la cerveza rubia regional. Fue mirando el reflejo del pueblo sobre las perlas de la botella que recordé las impresiones de viaje de Octavio Paz, a su paso por estos rumbos:
No es una ciudad hecha de volúmenes sino del juego de la luz en el aire y sobre las fachadas, vagando en una calle, hiriendo un verde vegetal; el viajero siente, desde el principio (y esta sensación se afirma cada día), que la ciudad no es más que una calculada danza de colores, el sitio en que reposan los colores, el fruto y la substancia de los colores.
Una comida de reyes en el justamente legendario Kinich, comprueba que, dentro del universo de la cocina mexicana, ninguna experiencia es tan original en su excentricidad y contundencia como la galaxia en expansión de la cocina yucateca; plena de palabras que en sí mismas revelan su condición apetitosa: panuchos, papadzules, relleno negro, salbutes, cochinita, ceviche, sopa de lima o pan de cazón son experiencias auráticas en sí mismas que desde el lenguaje predisponen a la seducción de los sentidos.
La comida tomó espesura gracias a una sobremesa singular, que le puso un sabor al caldo muy original, aunque, en sentido estricto, la palabra precisa es mitológico.
Y es que nos encontramos en Yucatán para conocer y reconocer a distintos pueblos y tradiciones de México y otras partes del continente, por lo que la Fundación Dondé ha convocado y traído a la región a un puñado de viejos sabios —”abuelos”, como se les llama, en señal de cariño y de respeto— de algunas de las culturas ancestrales del país: maya, rarámuri, yaqui, zoque, zapoteca, teenek, mixe, pima y wixarikas; pero también mayas quichés de Guatemala, mapuches de Chile y un misak de Colombia, reunidos en torno al maíz como eje social del mundo prehispánico, mestizo y contemporáneo, mucho más allá de las fronteras difusas de lo que supo ser el antiguo Cem Anáhuac.
El encuentro lleva por nombre Maíz Raíz y se desarrolla en la ex Hacienda San Antonio Chalanté, localizada en el municipio de Sudzal, una antigua propiedad de franciscanos durante la Colonia y que en la actualidad, conocida como Shambalanté, opera como un lugar de retiro para armonizar mente, cuerpo y espíritu.
Al recorrer los pasillos de sus diversos espacios, reconozco simultáneamente diversos escenarios —¿o sería preciso describirlos como ensoñaciones?—, ya sea atisbando un bosque prehistórico en la lejanía o recorriendo un laberinto diseñado en la duermevela de un dios fatigado por el calor de la región; ya sea que yo mismo no sea sino la ficción transfigurada de un Brahman hindú o apenas un nahual en libertad que extravió la forma humana. Quién puede saberlo.
A las sorpresas del mundo vegetal se suman pronto muros en ruinas, piedras, canceles, arcos y campanas que perviven, imponentes, entre la tórrida maleza: armonía dentro del caos donde el sol se derrama sobre las copas de las ceibas y la luz se dispersa entre espejos de agua, fuentes, flores y fulgores, basamentos e insectos imposibles y fecundos.
De cara a la historia de explotaciones y abuso propios de una hacienda henequenera a lo largo de la Colonia, ante mis ojos se recrea, transfigurado, un lugar de encantamiento. Este sitio ya era un lugar sacralizado por los mayas desde hace al menos mil años, de acuerdo con los Libros del Chilam Balam. «Chalanté» significa “árbol que cura”, un signo auspicioso para este encuentro terapéutico que intenta, primero, reconocernos en la diferencia; luego, tratar de articular la singularidad de cada cual en un horizonte compartido, toda vez que en este país basta dirigirse a cualquiera de los puntos cardinales para percatarse de que aquí y aun en todo el continente viven muchísimos pueblos con sus tristezas insondables y permanentes alegrías: mundos perdidos y reconfigurados en lenguas corroídas por el viento.
Con una población tan heterogénea como su geografía, la sociedad mexicana cuenta con poblaciones mestizas, indígenas, europeas, asiáticas y africanas que hacen de las muy diversas sociedades un mosaico abigarrado, donde la tónica dominante es siempre lo distinto: México es criollo y mestizo, negro e indígena y la mezcla de dichas savias ha sido esculpida por el tiempo con criterio, pero también con sevicia. De ahí que las expresiones culturales de cada pueblo sean tan disímiles, aun cuando la mayoría tengan en común las incontables historias, entre luminosas y desdichadas, de los hombres y mujeres que dispersó la danza.
En este crisol tan complejo y tan diverso como el continente americano, la intención es recuperar al maíz como un punto de partida y de contacto en tanto alimento arquetípico, es decir, como posibilidad de un referente común entre los pueblos.
No es casual que este evento se lleve a cabo en un lugar tan cargado de simbolismo como Shambalanté, donde al festín de lenguas formidables en las que suenan herencias antiquísimas en músicas distintas —que son visiones de mundo extraordinarias, alimento benefactor dispuesto al servicio de la palabra florida— se suma la exploración de la toltequidad, que lejos de ser un concepto de dudosa raigambre pagana y neomexicanista, hunde sus raíces en el conjunto de ideas que explicaba para los antiguos pobladores de la zona tanto su cosmovisión, como los misterios y reglas de la vida.
Las pláticas entre pasillos me llevaron a conocer a un abuelo maya vestido de blanco impoluto con ojos color cenote, quien vivió entre comunidades de la selva amazónica brasileña, donde exploró los misterios del Santo Daime; también a otro, zapoteca, que vive hace tiempo en Veracruz ycuya imagen corporal junto con movimientos rotundos se corresponden a plenitud con la figura olmeca conocida como “El luchador”. Por lo demás, abundan en este encuentro los personajes que rompen cualquier molde conocido: todo en este lugar está tejido con sustancias de encantamientos.
Ya tan sólo ser testigo circunstancial de la Babel prehispánica de lenguas tan complejas —en donde el español, lejos de ser protagonista, funciona apenas como una útil avenida para tratar de traducir la cosmovisión de tantos mundos fascinantes—, hace que toda esta experiencia sea un obsequio inesperado de la vida, que por si fuera poco se ha visto coronada por otros dos regalos de primera. En la hacienda están prohibidos los espejos y la dieta animal (por lo que el menú de ese día consistió en una deliciosa crema de elote, empanadas de lechuga con huitlacoche y un pastel de maíz tierno con frambuesa). Tampoco hay internet en las habitaciones y los baños son secos, lo que sirve para recordar ese crimen inadmisible que es usar agua limpia para deshacernos de nuestros desechos.
Ya en mi habitación, veo en la mesa de luz dos libros notables que dispuse para acompañar este viaje: la novela Elástico de sombra, de Juan Cárdenas, y el ensayo La historia de un bastardo: maíz y capitalismo, de Arturo Warman, que a ratos se revela como un panfleto encabronado.
Jornada segunda
Para arrancar el día se tiene contemplada una hora de Kinam, una práctica basada en las antiguas posturas toltecas de poder que canalizan la energía a través del cuerpo, la mente, las emociones y la respiración. Este ejercicio milenario y recuperado en años recientes, placentero y demandante, en algo recuerda al yoga y al feldenkrais, pero con posturas, movimientos y figuras decididamente mexicanas, que ponen a sudar al cuerpo y disponen la mente para encarar la jornada con el mejor temperamento.
El desayuno consistió en tres sabrosas gorditas de comal, en las que la pepita de calabaza tostada ha suplantado de manera estratégica y con impecables resultados a los asientos de chicharrón con los que usualmente se realiza el molotito, al que se le añadió el toque maestro de la cebolla morada.
Ya con café en mano, platico con una pareja venida de Cuautitlán Izcalli, que me relata una historia típica del desgobierno mexicano, que es menos la irresponsabilidad conocida de nuestros mediocres partidos políticos y más la lamentable cultura abusiva extendida a lo largo y ancho del país: en un extraño y turbio movimiento, el pueblo de San Mateo Ixtacalco y las comunidades de Sabino y la Capilla en Edomex pasaron a formar parte de territorio de Cuatitlán México, demostrando que en el país hasta los municipios cambian de adscripción, definiendo de manera tan peregrina como insospechada los límites del territorio. Dicha cualidad, emanada de una cultura política que navega entre la corrupción, el nepotismo y la decantada vocación distópica de buena parte de la sociedad mexicana, redunda en degradación social y asentamientos urbanos que nacen muy lejos de pensarse ya no como monumentos, sino ni siquiera como ruinas: la mayor parte de todo lo que se construye en el presente, con grados de contaminación estratosféricos tanto para el agua, el aire y la tierra, devendrá tierra, caliche y caca en apenas unas décadas, dejando páramos urbanos en donde debiera haber ciudades.
Ya en el postre, uno de los rarámuris venidos de Hermosillo empezó a vocalizar con un tambor, lo que me recordó vagamente a algunos ícaros escuchados durante alguno de mis viajes de ayahuasca, impresión que se disipó pronto cuando otro abuelo, de Chiapas, se puso a cantar en zoque.
Empezaron las primeras mesas de intercambio y, como los granos de una mazorca saludable, se desgranó información sustantiva. Por ejemplo, el hecho de que, desde 2005, en México está prohibida la siembra de maíz transgénico, en beneficio del maíz nativo y criollo —del cual existen 59 variedades en el país—, un triunfo obtenido sobre ese monstruo llamado Monsanto gracias a los denodados esfuerzos de la Fundación Semillas de Vida y múltiples aliados, cuya consigna es defender el maíz siguiendo el ejemplo de la milpa: unidad y acompañamiento desde una pluralidad bien plantada sobre la tierra.
Se llevó a cabo también una charla a cargo de la Fundación Tortilla, que puso los puntos sobre las íes al respecto de la mala calidad de la tortilla que se consume en la mayor parte del país, un relato de colonialismo y usura que nos quita el acceso a tortillas nixtamalizadas preparadas con maíz de calidad, habida cuenta que en el país se preparan más de 600 platos que lo utiliza como columna vertebral. Siendo que en grandes partes de México existen distintos niveles de carencia alimentaria, toda la información respecto a una mejor ingesta calórica derivada del consumo consciente de maíz resulta estructural, por lo que de paso se infiere que, como estrategia de resistencia, se debe hacer un frente común en contra del refinamiento y el blanqueamiento de la tortilla, toda vez que el maíz ha sido un elemento decisivo de dignidad frente a los estragos derivados de la Conquista.
Una de las reflexiones que queda en el aire es evidente: en la medida en que sacralicemos al maíz, él no nos abandonará, puesto que el maíz no vive sin el hombre y el hombre no vive sin el maíz: el maíz es nuestra fuerza y el fundamento indispensable para asegurar nuestra supervivencia sobre el planeta.
Por la tarde, tras la comida, los abuelos huicholes de Nayarit compartieron parte de sus experiencias con las faenas del maíz; recordaron la importancia de las fiestas tradicionales y sobre todo el sentido de comunidad, esencial para imaginar soluciones colectivas para los conflictos individuales. Resaltaron además un hecho evidente que, por lo mismo, suele pasar desapercibido: si no se come bien, será imposible pensar con claridad (“antes de la educación, primero la alimentación” fue el mantra transparente de la sesión).
Entonces tomaron la palabra —y de qué manera— los abuelos mayas quichés de la hermosa Guatemala, compartiendo su concepción mítica de la mazorca, desde el grano, que es el fuego; el olote, que es la tierra; el cabello del elote que es el aire y el agua, que es la hoja. El maíz, al igual que el cacao, es alimento y medicina, identidad de todo un continente donde dichas plantas dieron todo un universo de posibilidades y significación al imaginario europeo.
Luego de los diversos intercambios, resulta evidente que la revaloración del maíz se encuentra en línea directa con el conocimiento estrecho de la sabiduría ancestral de la que disponen los diversos pueblos originarios, por lo que, para articular una defensa informada del grano, es necesario familiarizarse con las concepciones míticas y cósmicas indígenas previas a la Conquista, si bien estando advertidos de algunas consideraciones previas. Por ejemplo, de los múltiples contagios y transformaciones del pensamiento originario ocurridos a partir del contacto con el mundo europeo y africano. O las excentricidades de una concepción otra del tiempo, esa contradicción surgida en el seno de prácticas y formas de vida rurales que el programa reformista industrializador del siglo XX mexicano, en aras de la concreción de un proyecto nacional, ha intentado, en el mejor de los casos, homologar para que formen parte de una misma “identidad”, achatando en su trajín las enormes diferencias culturales y socavando al mismo tiempo los sistemas tradicionales de los diversos grupos que a través de ese proceso han sido despojados de la conciencia de su origen de clase. En un país en el que más de 50 millones de mexicanos viven en la pobreza, el proyecto regulador del gobierno ha buscado construir una identidad hegemónica que tiene más de ficción arrebatada que de sensatez incluyente, con los resultados desastrosos que todos padecemos.
La necesidad de ser modernos, modernos hasta la abyección, nos ha instalado en un presente de violencia y pérdida de sentido, dado que una patria barroca y multicultural exige por definición escenarios múltiples para experimentar la diferencia. Por ello, una de las posibilidades de este encuentro es empezar a articular narrativas y acciones regionales que reconcilien a México con su pasado vivo, que es en realidad presente, aquilatando un legado histórico y espiritual al que es inútil disolver con ámbitos reformistas: el pasado se edita o se maquilla, pero no se inventa y mucho menos se desaparece.
Tras juntarnos en pequeños grupos, debatimos las condiciones de involucramiento de los pueblos originarios como guardianes de una sabiduría que se ofrece como ofrenda y sacralización del maíz, partiendo del respeto como punto de partidas entre gentes iguales, para lo cual fue necesario explorar dos conceptos muy precisos: autocontrol y autoconocimiento. Se reparó también las categorías de celebración y rito como partes esenciales de la siembra, con la intención de crear nuevas narrativas que permitan articular prácticas capaces de incidir en la dimensión política del maíz desde la mirada de los pueblos ancestrales, para lo que será necesario tener inmersiones efectivas en las lenguas originarias. Uno de los abuelos, casi al final de la asamblea, pronunció unas palabras que aún retumban en mi mente: “La materia es la discreción del espíritu. El espíritu es la discreción de la materia”.
Después de las sesiones, partimos a la fiesta de la siembra, donde, luego de varios ritos entrañables imposibles de describir sin atentar contra su sacralidad —pero en donde la voz, el cuerpo el baile y el ritmo fueron un mismo alimento— y en medio de un calor luciferino de medio día, sembramos entre todos semillas de maíz en tierra, a una hora y una temperatura en que incluso los esclavos de la época del rey Pakal el Grande deben haber estado resguardados. Es preciso señalar que hoy es un domingo primero de mayo, fecha que coincide con la celebración de Beltane de los celtas, rito solar dedicado al resplandeciente dios Belenos.
Escuchando las diversas lenguas, participando de antiguas danzas y formando parte de una comunidad, una nación y un pasado remoto al que de muchas maneras pertenezco, pude aquilatar aquellas conocidas palabras del jefe Seattle, el indio duwamish a Stephen Grover Cleveland, vigesimosegundo presidente de los Estados Unidos:
cada parte de esta tierra es sagrada para mi gente. Cada espina de pino brillante, cada orilla arenosa, cada bruma en el oscuro bosque, cada claro y zumbador insecto es sagrado en la memoria y experiencia de mi gente. Nosotros sabemos que el hombre blanco no entiende nuestras costumbres. Para él, una porción de tierra es la misma que otra, porque él es un extraño que viene de noche y toma de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermana sino su enemiga, y cuando él la ha conquistado sigue adelante…Esto es lo que sabemos: la tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra. Esto es lo que sabemos: todas las cosas están relacionadas con la sangre que une a la familia. Hay unión en todo.
Entonces, como un ladrón, llegó la noche y con ella el cálido abrazo de más tortillas, que puestas sobre el comal semejaban las estrellas encendidas sobre el cielo de Shambalanté.
Jornada tercera
Encaminados de nueva cuenta hacia Izamal —cuyo nombre en maya significa “rocío del cielo”— el orden del día empieza con la presentación de una ofrenda al pueblo maya en el imponente atrio del Convento de San Antonio de Padua, construido sobre una pirámide consagrada a una deidad femenina bajo la tutela del infame fray Diego de Landa, quien entre sus incontables crímenes aberrantes cuenta con haber ordenado la destrucción de casi todos los códices mayas existentes.
El recinto fue construido sobre la antigua pirámide Pop-hol-Chac, que era la más alta de las edificaciones prehispánicas de Izamal, por lo que desde esa altura se tiene una vista panorámica de la ciudad, de sobrecogedora belleza.
Entonces, de súbito, sucedió algo conmovedor, y es que las mujeres del encuentro hicieron un círculo concéntrico de poder, en donde la abuela yaqui, en una suerte de trance desgarrador, refirió a corazón abierto la historia de sus antepasados, obligados a desplazarse a Yucatán durante el Porfiriato, cuando miles de yaquis fueron deportados desde Sonora hacia la península, que de acuerdo con la antropóloga y activista por los derechos humanos de los yaquis Raquel Padilla Ramos —víctima de un trágico feminicidio a manos de quien fuera su pareja— en su libro Los irredentos parias. Los yaquis, Madero y Pino Suárez en las elecciones de Yucatán, “miles de yaquis fueron deportados a Yucatán desde 1900, debido a la guerra con el Estado mexicano por la defensa de sus tierras; fueron víctimas de persecución, muerte, despojo de bienes, les quitaron también a sus hijos y los llevaron a Yucatán como prisioneros de guerra, obligados a trabajar en las haciendas henequeneras. Llegaron en oleadas sucesivas a la península, y fueron 1907 y 1908 los años pico, cuando sumaron casi ocho mil yaquis”.
Tras el momento de profunda intensidad, y viendo los colores de Izamal — que son los mismos de la bandera vaticana a causa de la visita de Juan Pablo II en 1993, cuando llevó a cabo una misa ante grupos indígenas de la región así como gente de todo el mundo, en ocasión de los V siglos de la “evangelización del Nuevo Mundo” — nos desplazamos hacia la pirámide de Kinich Kak Moo, cuyo nombre significa guacamaya de fuego con ojos de sol, donde se realizaron varias ofrendas simultáneas al pie de la escalinata. Y entonces y de repente Gaudencio, un oaxaqueño con mucha experiencia en su andar, se refirió a la microbiota, señalando con una lucidez muy singular que los humanos no somos sino el desdoble de la conciencia para los microorganismos que nos habitan: en un sentido literal y metafórico, somos semillas cósmicas.
Luego del evento, cargado de una energía telúrica difícil de asimilar, fuimos a tomar pozol a un descampado, donde pude escuchar la leyenda de Xtabay, una hermosa mujer de cabellos negrísimos y larguísimos vestida de blanco que pierde a los hombres para siempre, a la manera de los chaneques de los pueblos ribereños del centro de Veracruz.
Jornada cuarta
Escuchando a Frank Díaz, antropólogo e investigador cubano especialista en lenguas y literaturas mesoamericanas, recordé dos libros esenciales que cazan perfectamente para meterse de lleno en la complejidad del universo mesoamericano. Por una parte An Illustrated Dictionary The Gods and Symbols of Ancient Mexico and the Maya de Mary Miller y Karl Taube; por otra, el fascinante libro de Gordon Brotherston, autor de esa maravilla luminosa intitulada Book of the Fourth World. Reading the Native Americas through their Literature, libro que hace años tuvo una edición en español a cargo del Fondo de Cultura Económica (con una introducción de Miguel León-Portilla) y cuya idea más sugestiva —y perturbadora— consiste en en su tesis principal, que sostiene que las distintas lecturas fundacionales americanas pueden leerse como capítulos —o mejor aún, esquirlas— de un mismo libro.
Más lleno de dudas que de respuestas, tuve a bien hacerle las siguientes preguntas a Frank Díaz, quien ha explicado que la palabra Toltecáyotl viene de la raíz «Tol», de la lengua náhuatl que quiere decir "conjunto". Es decir, la producción conjunta de todos los Anahuacas; lo que les daba solidaridad a todos; un sentido de pertenencia e identidad. Por lo tanto la toltequidad se puede interpretar como cultura. En su versión mexicana, la toltequidad consistía en un conjunto de ideas que explican la existencia del Universo, la vida y la conciencia.
El tlamatine dio todas sus respuestas con la misma dosis de cordialidad y aplomo:
—A lo largo de distintas charlas en este encuentro ha aparecido, aunque de manera periférica y peregrina, la pregunta por la concepción del cuerpo en el mundo náhuatl, y en una oportunidad señalaste que considerabas los esfuerzos del trabajo de Alfredo López Austin uno de los más nobles intentos al respecto ¿Cuál crees que es la parte viva de su legado a ese respecto?
—A mí me impresiona el trabajo de López Austin: mucho. Cuando dije qué él lo intentó es porque todos lo estamos intentando. Él es uno de los más destacados entre quienes lo intentaron. Es necesario no perder de vista que nos enfrentamos a un conocimiento que está muy alejado de lo que entendemos hoy en varios órdenes, no sólo en la lengua, sino también en la cosmovisión y en la forma de vida, de modo que constituye un gran esfuerzo el tratar de descifrar las cosas. Él se metió particularmente en esa obra que mencionas, Cuerpo humano e ideología en el Códice Matritense, que es uno de los más complejos y de lo más difíciles de entender, donde creo que hizo algo prudente, que fue irse a traducción directa de la fuente, no a la especulación, y trató de encontrar un sentido detrás de eso. Ten en cuenta que esos códices pasaron por censura colonial, no lo dicen todo de manera explícita; incluso si así lo hicieran, recuerda que el lenguaje de los antiguos era bastante metafórico, usaban imágenes diferentes de las nuestras, por ello a veces se torna oscuro. Mis respetos para un individuo que se dio cuenta de algo tan elemental y tan trascendente como que el cuerpo humano es una construcción cultural.
—Revisando tus libros al respecto del mundo mesoamericano, me llamó la atención la existencia de una Gramática del Náhuatl Clásico. ¿Cuál fue la génesis de esa obra, en relación a tus intereses primigenios con el mundo mesoamericano?
—Me encontraba dando clases de náhuatl y fui poniendo todo ese material en orden. Nunca he logrado terminar esa obra, se quedó solo en el primer volumen, que es sobre sustantivos. Es preciso remarcar que se trata de náhuatl clásico, que es muy distinto del náhuatl que se habla ahora, donde existe una diferencia tan grande —por decir algo— como del español al latín. Yo creo que cualquier intento de rescate de las lenguas nativas debe ir a lo más antiguo, no sólo para rescatar valores que se fueron perdiendo con el tiempo, sino porque las formas más antiguas las entiende todo el mundo. Por ejemplo, si tú te vas un extremo del área de dialectización náhuatl, ya no te entiendes con el otro, pero si vas a lo que había hace 500 años todos lo entienden.
—Como el latín con las lenguas romances.
—Algo así. Si dominas el latín te puedes poner a hablar hasta en Rumania. Lo mío se trata de una cuestión práctica, no romántica. Hay un detalle con las lenguas, que debe tenerse en cuenta: las políticas de fomento de la lengua, a partir del intercambio entre viejos y jóvenes, o lo que yo llamo lengua de cocina, son políticas fallidas porque expanden la brecha generacional ya que los jóvenes no quieren hacer la vida de los viejos; por ello si tú la lengua la amarras a los viejos los jóvenes no van a querer saber nada al respecto. Por el contrario, sí tú la lengua la presentas por internet —con buenos programas, caricaturas y demás— la influencia va a venir de arriba. La lengua culta, el español que nosotros hablamos, no llegó de la casa: nos llegó de la escuela y debe hacerse lo mismo con las lenguas nativas de México. Es necesario elevar la cultura en general pero en particular la lengua, que es el ancla y el pivote. Si la lengua está sana lo demás funciona. Por ahí habría que empezar, aprovechando las lenguas mesoamericanas que tienen escritos, porque nos permiten entender cómo ha sido la deriva de la lengua y ensayar reconstrucciones.
—La deriva dialectiza la lengua y con el tiempo los dialectos se transforman en nuevas lenguas y ya no se entienden.
—Claro, entonces el grupo pierde poder. Por ejemplo, si los nahuahablantes de ahora hablaran náhuatl clásico, serían dos millones y medio de personas con poder político, pero hablan 100 variedades, lo que dificulta que se pongan de acuerdo.
—¿Se te ocurre una propuesta al respecto?
—Mira, entrarle al estudio, de esa manera. No queda otra que hacer escuelas y de cierto nivel. En la época de la Colonia la forma de dominio se llamaba gobierno de castas y la marca de casta era la lengua que hablabas. Por lo tanto la Colonia le dedicaba dinero a las lenguas nativas, porque no querían que los nativos hablaran español y las lenguas se mantenían bastante bien. Después de la Independencia cayeron bruscamente por el tema de la inclusión de los nativos.
—Respecto al complejo término de toltequidad que se ha manejado en estos días en este encuentro, para los interesados, ¿a qué fuentes bibliográficas se puede recurrir para apuntalar una búsqueda más concreta?
—Si te refieres a esto que está surgiendo ahora, que no es tanto un movimiento sino una onda, hay poca bibliografía tratando de generar algo. Si te refieres más bien al conocimiento de Mesoamérica hay muchísima, pero de corte academicista, y no es por criticar a los académicos, que hacen un tremendo trabajo, pero las academias reflejan la cosmovisión cristiana, esa es la realidad. No están al servicio de los hechos históricos, sino de la confirmación de la visión cristiana donde los pueblos nativos tienen que ser llamados nativos. ¿Por qué usar una palabra que en realidad nos define a todos para un grupo particular sino es con un objeto peyorativo? Indígena significa oriundo de algún lugar, ¿por qué aplicarlo a un grupo específico? Eso sucede no sólo a nivel popular, sino incluso a nivel político y legal.
—Entiendo que la toltequidad está planteando no sólo las bases para una mejora cotidiana de la vida, con prácticas de mejoramiento civil y tomando en cuenta la dimensión espiritual, sino también plantea una revolución académica en los términos de una lucha intelectual.
—Desde luego. De hecho no son pocos los académicos que comulgan con la idea de que hace falta una renovación. Como tú sabes, las instituciones académicas se renuevan cada 800 años, es evidente que hacen falta cambios, pero hay que hacerlos con método, con pausa, no con edificios de especulación, porque termina todo en posiciones New Age.
—Claro, viendo todo este movimiento de fuera es en lo primero en lo que uno piensa.
—Al principio se decía que la toltequidad era un invento moderno, pero poco a poco van saliendo las fuentes y se sabe que los pocos académicos que hablaban de ello era con fundamento, que habían leído los textos. Al principio de internet, decir Anáhuac era hablar del altiplano; en cambio hoy se conocen las fuentes que dicen que se trataba de toda una cuenca cultural, de hecho con un nombre más idóneo que Mesoamérica.Te pongo un ejemplo. Si tú vas al Códice matritense o al Florentino verás que nombre le daban los mexicas a los olmecas, por lo cual no había ninguna necesidad de inventarse un nombre.
—¿Cuál nombre era ese?
—Huehuetoltecas: los viejos toltecas. Los viejos sabios.
—¿Y por qué negar ese dato tan sensible?
—Existen prejuicios culturales. Graves. Los mismos investigadores están dispuestos a aceptar que los cristianos fueron capaces de conceptualizar abstractamente sus pertenencias de fe, que los musulmanes lo hicieron, que los budistas también, pero no que los anahuacas tenían un nombre cultural genérico. Hay resistencia a pensar en términos abstractos.
—Interesante.
—Lo ves en esto: si hablan de calendario te dicen “cada pueblo tenía su calendario”; pero si hablamos de los cristianos no: ahí sí hay un solo calendario común porque fueron capaces de unificarse.
—Eso se relaciona en lo que señalabas hace unos días, que en el caso mesoamericano no se trataba de varios calendarios, sino de un calendario incompleto, lo que ayudaría a entender la sintaxis derruida después de haber sufrido la invasión y la Conquista.
—¿Te acuerdas del cuento de los ciegos y el elefante?
—No en realidad.
—Pues cada ciego veía al elefante de acuerdo a como lo estaba tocando, por ello la sociedad tiene qué entender que no estamos definiendo bien las cosas y por lo tanto no se está estudiando bien. Tu entenderás del fenómeno que estudias aquello que tú puedas percibir, por lo tanto la herramienta de estudio es fundamental. Vuelvo al ejemplo del calendario. Supongamos que el calendario del Anáhuac era superior en exactitud astronómica al calendario cristiano. Supongamos. ¿Cómo vas a medir eso con el calendario cristiano? Una regla escolar no te sirve para medir microbios. Eso aplica para todo.
—También para la religión.
—El calendario es un símbolo idóneo, porque es un símbolo de intelecto. Nos han enseñado que las culturas americanas eran naturales, eran “el indio bueno”, “el buen nativo” como decía Rousseau: eran intelectuales y se puede probar. Hay que romper ese paradigma. Y te pongo otro ejemplo. Se dice que el calendario era agrario, ¡pero si tu vas a una ciudad maya tu vas a ver estelas de gran tamaño con un costo tremendo y un rol de estatus, donde aparecen gobernantes, dioses, mitos! No aparece gente sembrando, es decir, arrastramos muchos prejuicios. ¿Quieres un calendario agrícola? Ahí tienes el cristiano, cuyos meses son lunares. El anahuaca ni siquiera tenía meses lunares.
—En relación con la literatura, ¿es posible encontrar textos para fortalecer el conocimiento de la toltequidad?
—Es necesario traducir lo mejor posible las fuentes, no quedarse con lo que opina el investigador sobre ellas, porque suele opinarse de oídas; por ello es necesario ir a las lenguas originales. Por ejemplo, el códice que estudió López Austin contiene una columna en español y una columna en náhuatl. Si te quedas con la columna en español te estás tragando toda la censura de los inicios de la Colonia, que era la Gestapo en esa época, es decir, estaba autocensurado. Es como querer entender Estados Unidos sin aprender inglés. ¿Cómo vas a entender este país si no entiendes el náhuatl?
—Una pregunta muy concreta. ¿Crees tú que, a partir de los códices que se conservan, es posible extraer otras ideas del tiempo y el espacio así como de sus representaciones realistas y metafóricas que nos puedan ser de utilidad en el presente?
—Los códices tienen, en sí, una visión del mundo, bastante diferente de que la usamos hoy, por eso es que cuesta trabajo entrar. Si esa cosmovisión es útil o no, bueno, uno tiene que probar experimentando. En mi opinión sí, porque proporcionan explicaciones para cosas que nosotros aún no hemos solucionado. Te pongo otro ejemplo. La cultura occidental cristiana, en la forma moderna, tendrá, desde que se acabaron las realezas –pongamos 300 años máximo– se encuentra en crisis por todos lados, y por acá tenemos culturas que tuvieron 1000 años de estabilidad social con creatividad, es decir, sin imposiciones ni dictaduras. Se puede probar, basta ver los huesos: eran personas robustas, no había osteoporosis, comían bien, sin tener siquiera carretas con bueyes que jalaran el maíz. Luego, existen formas de organización social que nos pueden ser útiles. Ejemplo final. Nosotros tenemos un calendario que parte de Jesús, pero los musulmanes tienen uno que parte de Mohamed y los budistas uno que parte del Buda. ¿A nadie se le ha ocurrido un calendario que parta del cielo? Si nos vamos para Marte y hacemos una colonia allá, ¿qué calendario aplicamos?
—¿La toltequidad es una revolución del lenguaje o una revolución filosófica?
—¿Es una revolución? Sí, es una revolución interna: una revolución de la percepción.
Luego de ese temblor trepidatorio, y tras reunirnos en grupos para intentar articular desafíos y lineamientos posibles para crear comunidad a partir de los usos del maíz, con retos esenciales que demadan integrar, por principio, el respeto de otras formas de vida para llegar a una política general que permita establecer un complejo programa comunicativo generador de confianza mutua —que de paso y con suerte induzca y eduque al gobierno— nos despedimos en medio de cantos y renovados afectos, sabiendo que en esta inmanente pluralidad pasada y presente de México —que hunde sus raíces en una legítima y compleja sabiduría ancestral— radica la esperanza emergente para un fecundo porvenir: plurilingüe, diverso y alimenticio, a la manera del maíz blanco y rojo, carne y sangre con que los dioses antiguos crearon a los seres humanos, llenado de luz aquellas primeras palabras con las que inicia el Popol Vuh, cuando sólo el cielo existía: “esta es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado en la noche”.
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