Este 21 de marzo de 2022, de acuerdo con la fecha prevista, se inauguró en México el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, uno de los proyectos más difundidos y significativos del gobierno que encabeza Andrés Manuel López Obrador.
Aunque importante por sí mismo (los aeropuertos internacionales suelen estar asociados con el desarrollo económico de un país en varios aspectos), en el caso de esta terminal aérea su trascendencia tiene también un notable componente político y incluso espacial.
La construcción de un aeropuerto internacional alterno al que existe actualmente en la Ciudad de México ha sido, incluso hasta la fecha y al menos desde la administración de Vicente Fox (2000-2006), un proyecto envuelto en la polémica y el descontento social. Por un tiempo se pensó en la ciudad de Tizayuca, Hidalgo, como posible sede de esa posible terminal aérea.
Después, por motivos no del todo claros, se eligió la zona del lago de Texcoco como la opción más viable para llevar a cabo el proyecto, aun cuando ello suponía grandes dificultades tanto de construcción como de mantenimiento, además de un impacto ambiental significativo en la zona. El lago de Texcoco es un cuerpo de agua considerado “vaso regulador” de la zona, con un significativo volumen pluvial y de filtraciones de las montañas aledañas. A ello se sumó el descontento de pobladores de la zona, específicamente del municipio de San Salvador Atenco, muchos de los cuales se verían despojados de sus tierras de residencia y cultivo (pues parte de la zona es todavía rural), las cuales, luego de un proceso de expropiación, les serían pagadas a poco menos de 1 dólar por metro cuadrado (entre 7.20 y 25 pesos mexicanos de la época).
Por todo ello, el proyecto del aeropuerto en Texcoco tenía varios argumentos para considerarse inviable, pero el entonces presidente Vicente Fox empujó su construcción.
A esa época pertenece una serie de manifestaciones populares que comenzaron entre octubre y noviembre de 2001, luego de que el gobierno federal expropió 5 mil hectáreas de tierras de los municipios de Texcoco, San Salvador Atenco y Chimalhuacán para construir el nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Habitantes de la zona, organizados en el Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, realizaron acciones de diversa índole que culminaron lamentablemente en uno de los actos más violentos de represión del Estado en 2006, cuando una fuerza combinada de policías federales, estatales y municipales atacó con saña desmedida a pobladores de San Salvador Atenco. Aquel 4 de mayo, más de 3 mil policías protagonizaron un operativo vergonzoso de más de 10 horas cuyo saldo fue de dos personas fallecidas (una de ellas un adolescente de 14 años), 50 heridas y 26 mujeres abusadas sexualmente por elementos de las “fuerzas del orden”.
¿Cómo puede la construcción de un aeropuerto escalar a un escenario de semejante violencia? En buena medida, porque históricamente en México los proyectos de ese tipo han estado acompañados de corrupción, despojo, sometimiento y devastación. Huelga decir que, ante tales hechos, el proyecto de un nuevo aeropuerto internacional para la Ciudad de México quedó sepultado, aparentemente sin posibilidad de reactivarlo, al menos no durante la administración de Fox y tampoco la de Enrique Peña Nieto, quien en aquella época fungía como gobernador del Estado de México, entidad que también suministró policías y con ello su anuencia al operativo. Cuando fue presidente, entre 2012 y 2018, Peña Nieto tenía aún sin resolver el grado de responsabilidad que tuvo en aquellas acciones y por ello no contaba con la autoridad para revivir el proyecto del aeropuerto en Texcoco, pues hacerlo sólo hubiera reavivado el descontento social de los pobladores.
En el caso del aeropuerto inaugurado hoy, muchos esos problemas se evitaron con una decisión que, aunque polémica (por razones que veremos a continuación), tiene como mérito ahorrarse los conflictos sociales y hasta ambientales que hasta la fecha habían estado asociados con el proyecto de la sede alterna a la terminal aérea de la Ciudad de México.
Para la construcción del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA) se eligió el terreno que ocupaba hasta ahora la Base Aérea Militar Nº 1 de Santa Lucía, localizada a su vez en el municipio de Zumpango, en el Estado de México.
Con esta elección se evitaron situaciones que después se convierten en problemas como la expropiación de terrenos a particulares o el impacto ambiental de iniciar una construcción de envergadura en una zona natural protegida, pues los terrenos donde se construyó el aeropuerto pertenecían al Estado y ya funcionaban como terminal aérea (si bien, con un tráfico mucho menor).
Sin embargo, el hecho de ser originalmente una base militar es parte de la polémica que rodea a la realización de este proyecto, pues como pocas veces había sucedido en la historia reciente del país, la construcción del aeropuerto fue encargada en su totalidad al Ejército mexicano, especialmente a su cuerpo de ingenieros, una decisión que se alinea con otras que ha tomado López Obrador al hacer de las Fuerzas Armadas el principal “contratista” del gobierno en proyectos de construcción de infraestructura.
La cesión del proyecto al Ejército se mira con recelo aunque pocas personas atinan a explicar por qué. Se piensa, sin muchos fundamentos claros, que es “peligroso” dar tanto poder a las Fuerzas Armadas. También se dice que la inauguración fue prematura, pues la terminal no está todavía en condiciones de operar satisfactoriamente. Con la consulta popular de revocación de mandato en puerta, a celebrarse el próximo 10 de abril, la entrega pública del AIFA era de suma importancia para López Obrador.
Como todo lo político, lo cierto es que este proyecto y su ejecución no están exentos de contradicciones, señalamientos (justificados o no) y usos que van más allá de lo inmediato. La inauguración fue también un acto calculado para generar un impacto social, y sería ingenuo pensar lo contrario: nadie desperdiciaría la oportunidad de figurar en un acontecimiento así.
Pero si algún mérito se le puede atribuir a esta administración es, de entrada, haber consumado la realización de un proyecto cuya necesidad se había detectado ¡al menos hace 20 años! En segundo lugar, haberlo concretado (así sea parcialmente hasta ahora) sin despojo de tierras a residentes locales, sin un impacto ambiental considerable y sin descontento popular de por medio. Finalmente, materializar un proyecto con un costo notablemente menor (en términos económicos, pero también de otro tipo) en comparación con las alternativas planteadas hasta ahora.
Sin falsos triunfalismos ni elogios superfluos, ¿es posible reconocer esos logros?