El gobierno no está llevando las cuentas, señores. O si las llevan, no lo dicen. Y si lo dicen, es porque les conviene. Si por el gobierno fuera, no sabríamos cuántos muertos van. No hablaríamos de desaparecidos. Ni de abusos sexuales. Ni de gente de civil disparando contra indígenas en un barrio bien de Cali.
Pero ellos saben que lo sabemos, señores, como lo sabe todo el mundo. Ahí están los videos, fresquitos, hasta en vivo y en directo. Ahí está el minuto de silencio de un partido de la Libertadores con las tanquetas de la policía estallando aturdidoras a unas cuadras del estadio. Ahí está Lucas Villa, primero bailando (y bailando bien, bailando sabroso, se les digo yo que sé de bailar), lleno de vida, de entusiasmo, con su camisa azul, con su pantalón blanco, su barba larga de Fidel, su pañuelo rojo, saludando de mano a los policías como todo un señor, y ahí está luego el mismo Lucas en el viaducto de Dosquebradas, inconsciente, su vida derramándose por ocho orificios de bala, el ruido de las ambulancias, el eco de los disparos, la voz de la mujer que graba clamando ayuda sin soltar el celular, porque sabe, como nosotros, que nuestra única garantía es que ahora sí tenemos pruebas y el mundo las está viendo.
Eso es, quizás, lo que hace distinta esta ola de protestas a las que cada año, como un ritual sagrado de la eterna lucha contra la injusticia, sacuden por unos días a la capital y a algunas de las principales ciudades del país. La fuerza bruta y ciega del Estado contra los ciudadanos que protestan no es algo nuevo, pero nunca antes habíamos tenido tanto material gráfico ni las posibilidades que tenemos ahora de distribuirlo por el mundo en tiempo real. Y eso alienta el movimiento, señores. Eso da fuerza. Que te vean, que te arenguen, que te piten los taxistas, que te griten desde un balcón, que una familia agite la bandera tricolor desde un piso veinte, que las transmisiones de la ONU se inunden de mensajes de clamor por Colombia, que Colombia sea tendencia mundial, que un hacker en Canadá chuce los radios de la policía y los transmita por YouTube, que hasta Kim Kardashian te vea y diga “no señores, esto no puede seguir pasando”.
Lo terrorífico es que a pesar de que saben que el mundo nos está viendo, los abusos no cesan. Tantos años de impunidad le dieron a la policía la frescura del que puede pasar por encima de quien sea sin consecuencias. Y la pandemia, que nos tuvo más de un año encerrados y callados a punta de toques de queda, les dio la confianza de que el ciudadano termina haciendo caso, a las buenas o a las malas.
En Colombia, si te mata un policía no pasa nada. Y la Fiscalía no hace nada. Y la Defensoría del Pueblo no hace nada. Y la Procuraduría intenta, a lo sumo, destituir al uniformado, hasta que el uniformado apela y el Estado termina devolviéndole el arma con la que te mató. Estamos desamparados por el Estado, señores, pero nos tenemos unos a otros. Y nosotros sí llevamos las cuentas.
El último informe de la ONG Temblores, que por estos días es la única fuente confiable para estas cosas, registra 39 muertos, 133 heridos por balas, 16 víctimas de violencia sexual, 362 personas agredidas por la policía (30 de ellas con los ojos comprometidos) y 1.055 detenciones arbitrarias.
Esto ya no es sobre una reforma tributaria, porque el bolsillo duele, pero la dignidad duele más. Lo que está en juego es la posibilidad de salir a las calles a alzar la voz sin pensar que puedes no volver. Lo que está en juego, señores, se llama democracia.