Poemas para estar en Pijama: Un tranvía de acá a Marte

“El jueves por la tarde, el róver Perseverance de la NASA se posó bajo un cielo de caramelo en Marte” comienza un artículo escrito por la doctora y profesora de ciencias planetarias Sarah Stewart Johnson para el New York Times, traducido al español y publicado hace un par de meses. 

La doctora continúa narrando las sensaciones climáticas que la envuelven mientras participa, desde una pantalla, desde una trasmisión de Zoom, desde una de las miles de miles de trasmisiones de Zoom de este último año, desde el agotamiento y el encierro y la incertidumbre como un pesado manto sobre los habitantes de la superficie terrestre, del momento del amartizaje.

“Planeta reseco y frío”, describe. “Rocas desnudas y expuestas”. “Polvo tan fino como el humo de un cigarrillo”. Tan hostiles como fascinantes, las sensaciones que Stewart recoge de Marte en su escrito crean una atmósfera poética que se potencia aún más cuando en este paisaje inhóspito se vislumbran rastros de vida.  

La literatura hace ya tiempo que ha visto a Marte de cerca y ha imaginado esas posibilidades de habitarlo. Ray Bradbury es, sin duda, a quien primero imaginamos al pensar en la narrativa del viaje al planeta rojo:

Se llamaba Benjamin Driscoll, tenía treinta y un años y quería que Marte creciera verde y alto con árboles y follaje, produciendo aire, mucho aire, que aumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las ciudades abrasadas por el verano, los árboles pararían los vientos del invierno. Un árbol podría ser tantas cosas: color, sombra, fruta, paraíso de los niños, universo aéreo de escalas y columpios, arquitectura de alimento y placer. Todo eso era un árbol. Pero los árboles eran, ante todo, fuente de aire puro y un suave murmullo que adormece a los hombres acostados de noche en lechos de nieve.

La posibilidad de habitar otros planetas, sin embargo, también puede ser interpretada como una consecuencia de nuestra propia destrucción de la Tierra. Un plan de escape. La urgencia de sobrevivir pese al desastre que nosotrxs mismos hemos causado. 

Ante la perspectiva del viaje definitivo, surge una pregunta: ¿qué llevaríamos con nosotrxs? ¿Cabe en Marte, como en el lugar que describe Cristina Rivera Garza en estos versos, todo aquello que nos resulta imposible dejar atrás?

Aquí cabrían los humanos restos, los difuntos fieles,
los cinco muchachos que cargaban llaveros de muchos
llaveros en sus bolsillos agujereados, los que colocaban
la lanza del sonido en el costado más suave de dios; 
los enamorados de sí mismos;

(...)

Aquí en este cuarto de perfectos muros blancos
cabrían todas sus sombras, sus alientos, sus maneras
de herir y de caer y de volver a caer de bruces
y de golpe como a veces el recuerdo y la velocidad.

Y es al final de este poema, de esta enumeración vertiginosa, que la autora nos da una respuesta contundente y definitiva: “Aquí cabrían, es cierto, pero qué bueno que no están”.

Quizás es preciso desandar la trayectoria de esta columna y volver a pensar en la fascinación de encontrar el impulso vital en lo desconocido. Volver a desconfiar de los lugares comunes y recibir, como en el poema “Vértigo” de Adrienne Rich, “señales,/ milagros forjados en el aire y realizados en el espacio/ según los designios de la imaginación”. Imaginar solamente, por ahora, como en este poema, un camino de guirnaldas de luz, un tranvía que va de acá a Marte. 

 


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Imagen de portada: Nicolas Lobos / Unsplash

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