La filósofa francesa Simone Weil puede ser uno de los grandes faros de nuestra civilización, pues en ella se conjugan, de manera extraordinaria, la inteligencia radiante de la mente que discierne el conocimiento y la sensibilidad, y la compasión del corazón que resuena con el otro y que penetra lo esencial de la vida. Weil vivió una vida llena de acontecimientos que la llevó a morir antes de cumplir 35 años de edad, manifestando, además de una brillante aunque corta carrera intelectual, una de las posturas sociales y políticas más congruentes y valientes.
En sus inagotables cuadernos, en los que comparte reflexiones místicas, especulaciones sobre geometría y filosofía platónica, teoría social y momentos de la más intensa atención poética, Weil reflexionó sobre la distancia y la separación, dos temas que ahora han cobrado gran relieve. La misma Simone murió durante la Segunda Guerra Mundial en Londres, solidarizándose radicalmente con sus compatriotas, de los cuales estaba separada y que vivían la invasión de la Alemania nazi.
Pese a que muchas personas tienen una reacción (que podría parecer completamente natural) de aborrecimiento y desprecio de la distancia y la separación, Weil nota, con gran sutileza, que la distancia y la separación son parte del amor y la belleza, y no sólo como un efecto secundario o un obstáculo que se tiene que sortear, sino como parte esencial de lo que constituye la amistad y la contemplación. En líneas generales, Weil entiende que la distancia es "el alma de la belleza" y que la separación es en sí misma una forma de amor, su condición y su purificación. Después de todo, si no hubiera una separación original, el amor sería imposible, no podría ser un movimiento radiante, no podría ser también encuentro. El amor es el péndulo de la separación y el encuentro, y no más uno que otro. El amor subsume a la separación y al encuentro en su gran arco: "Para los que aman, la separación, aunque dolorosa, es un bien, pues es amor". Weil agrega:
Hay dos formas de amistad, el encuentro y la separación, y ambas son indisociables. Las dos encierran el mismo bien, el bien único, la amistad, pues cuando dos seres que no son amigos están próximos no hay encuentro, cuando están alejados, no hay separación. Conteniendo el mismo bien, son igualmente buenos.
La separación tiene, además, una función purificadora, pues, como Weil lo entiende, el amor es justo aquello que trasciende el deseo personal, el deseo objetivizante, la gratificación de necesidades a través del otro.
La purificación es la separación del bien y de la codicia. Descender a la fuente de los deseos para arrancarle la energía a su objeto. Allí es donde, en tanto que energía, los deseos son verdaderos. Lo falso es el objeto. Pero al separar un deseo de su objeto, se produce un indescriptible desgarro en el alma. Si uno desciende dentro de sí mismo, se encontrará con que posee exactamente lo que desea.
Trascender la necesidad del deseo es también encontrar la libertad del amor. A través de la separación y del desgarro se hace posible notar que existe un fondo en el ser en el que, si hay amor, toda separación es de alguna manera ilusoria y todo deseo ya ha sido satisfecho. El amor, si es, no puede depender de satisfacer sus necesidades, de la proximidad de su objeto. Asimismo, el ser humano necesita soledad, separarse de la voz uniforme de la sociedad, vaciarse de conceptos y falsos imperativos para, en el silencio y en la oscuridad, encontrar su auténtica naturaleza, aquello puro e indestructible.
Simone Weil también encuentra sentido para la distancia desde una perspectiva estética y espiritual. Por una parte nos habla de una contemplación platónica, cristiana y hasta hinduista de las cosas, que va más allá de la mera sensualidad:
A los demás objetos de deseo queremos comerlos. Lo bello es lo que deseamos sin ánimo de comérnoslo. Deseamos que exista. Permanecer inmóvil y unirse con aquello que se desea sin acercarse a ello. A Dios nos unimos de esa forma: sin poder acercarnos. La distancia es el alma de lo bello... Belleza: una fruta a la que se mira sin alargar la mano.
Hay una forma de estar en el mundo, más cerca de la ligereza que de la gravedad, que implica ser capaz de estar enamorado de las cosas que aparecen, que se muestran con una luz natural radiante, sin sucumbir al apetito, a la concupiscencia. Este modo requiere de cierta distancia, de no involucrarse demasiado con el objeto, de no querer poseerlo, de amarlo en su diferencia y querer que exista por cuenta propia. El árbol que da fruto es bello porque sí, porque existe en el mundo y se me aparece, no porque se me presenta como un objeto que tiene utilidad para mí. Hay una delicada forma de respeto y autonomía en la distancia. "Dominar es manchar. Poseer es manchar. Amar puramente es consentir en la distancia, es adorar la distancia entre uno y lo que se ama", escribe la filósofa. Weil incluso ve en este modelo de la distancia una imagen de la Trinidad: "Ese amor, esa amistad en Dios, es la Trinidad. Entre los términos unidos por esa relación de amor divino hay algo más que proximidad, hay proximidad infinita, identidad. Pero por la creación, la encarnación y la pasión, hay también una distancia infinita".
De nuevo, hay aquí una danza entre la proximidad y la distancia, entre el encuentro y la separación. ¿Por qué elegir entre una o la otra? Es justo el no elegir, el sólo poner atención y esperar, lo que hace que la danza ocurra, que la acción de los dos polos del eterno juego se nos presente en su esplendor, el enorme dolor y el enorme amor de la existencia juntos. Pues, como Weil supo, el sufrimiento, las heridas de la vida, son también grandes aperturas, momentos de vulnerabilidad a través de los cuales, si no hay resistencia y deseo de imponer la voluntad, la luz de la sabiduría, la otra pareja del amor, puede empezar a hacernos su morada.
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