No vive solitariamente,
ni está lejos de este mundo.
Su energía late en todo,
perfecto, sin comienzo, la dicha en carne -Krishnaji
¡esa bella Radhika es tu bhakti!
En Occidente cuando se habla del erotismo de la India generalmente viene a la mente el Kamasutra. Menos conocidos, pero mucho más exquisitos y refinados, son el poema de la rasa-lila, los cinco capítulos del décimo libro de la Bhagavata Purana que hablan de la consagración amorosa de Krishna y sus gopis (las pastoras de vacas de Vraj) y el poema de Jayadeva, Gita Govinda, ambos considerados dos de los más altos puntos de la poesía sánscrita, acaso equivalentes al Cantar de los Cantares por su importancia místico-erótica. Ambos textos se centran en las relaciones amorosa bucólicas entre Krishna y sus devotas; el Gita Govinda hace énfasis en la relación entre Krishna y Radha, su gopi preferida, una historia que se desprende de manera especulativa de la Bhagavata Purana, un texto que es considerado sagrado para el movimiento bhakti en la India, escrito por un poeta inmortal, a quien también se le atribuye el Mahabharata. Intentaré aquí introducir estos poemas y acaso transmitir un eco, aunque seguramente remoto y un tanto crudo, de su belleza divina. Antes debo mencionar que los encuentros eróticos que se relatan en estos libros, aunque tienen un evidente componente sexual, son según la tradición del Krishna bhakti fundamentalmente espirituales; incomprensibles e inasequibles para una mentalidad aferrada a los placeres mundanos.
Krishna es el delicioso dios de tez azul -encarnación suprema de Vishnu (y para los gaudía la fuente de los todos los avatares)- que aparece en el bosque tocando la flauta, liberando a los animales, produciendo vientos perfumados y agitando el corazón de las doncellas de vacas. Viste una joya azul centelleante en el pecho, lleva una corona de plumas de pavo real, bastón, concha y otras armas; guirnaldas de diferentes flores -entre ellas jazmines, brotes de mango, flores de la pasión-, brazaletes y túnica azafranada. Su rostro es descrito como la luna o como una nube de lluvia. En su infancia hay un evento que marcará por siempre el corazón de las gopis: el hurto de la mantequilla. El pequeño dios se mete hasta el corazón de la cocina, rompe jarros, derrama leche y crema y se come la mantequilla -que es la esencia, lo más puro y precioso de la leche-. Cuando es mucha, la dilapida, la comparte con sus amigos, o dosifica a monos y caballos. Ese momento será seminal para la imaginación religiosa: las gopis lo sorprenden con la mantequilla en la boca, el líquido brillante chorreando por su cuerpo oscuro y crepuscular. El niño rezuma sexualidad y a la vez no tiene mácula, goza de una divina inmunidad. La mantequilla es comparada con la luz de la luna -la luna está vinculada en estas tradiciones con el soma y con el semen, con la sustancia que confiere la inmortalidad y la semilla del hombre que da vida-.
Las gopis crecerían salvajemente enamoradas de Krishna, queriendo que robe, como la mantequilla, sus corazones. Que se las lleve hacia prados lejanos, que las pise con sus dulces pies de loto. Esta inflamación se convertiría en todo un movimiento religioso, el bhakti, de Bengala el amor devocional a la divinidad, espontáneo, libre de toda convención. Una noche de luna llena de otoño, Krishna cumplió el sueño de 16 mil vaqueras, que en realidad eran supremas yoginis, jugando a la divina ilusión del olvido de su identidad (yogamaya) para vivir una bacanal de bhakti en los bosques de Bengala. La flauta sonó como una especie de flecha de sonido, despertando al mismo Kama (el Cupido indio) y se infiltró en las alcobas de las pastoras. Las gopis, casadas o solteras por igual, cocinando para sus maridos, con el pastel en el horno, con el agua hirviendo u ordeñando a las vacas, partieron dejando todo, sin arreglarse y sin mirar atrás, siguiendo el sonido de la flauta y la imagen del joven dios en su mente, queriendo ser raptadas, llevadas al éxtasis trascendental.
Encontraron a Krishna en un claro en el bosque. El dios les pidió que regresaran, que no violaran el orden de la sociedad y los preceptos de la religión tradicional. Debían de recapacitar. Las gopis, desgarradas por las palabras del dios, se arrojaron a sus pies de loto. Pronunciaron un memorable discurso, alabando su belleza fulgurante y manifestando con firmeza su negativa a regresar. Le dijeron que habían renunciado a todo, y no les interesaba nada más que estar con él, sin importar cómo, incluso si eran menospreciadas, atropelladas u ostracizadas; se conformaban con aspirar el polvo que dejaban sus pies. "Eres el eterno amado, el alma de todo, y por ello los que saben ponen su afecto en ti", le dijeron. "Hemos dejado nuestros hogares y arribado a las plantas de tus pies... Permítenos ser tus sirvientas, Oh gloria de hombre". Krishna no pudo negarse a su devoción y las llevó al río donde soplaba un viento fragante, excitándolas con bromas y coqueteos. De repente Krishna las pellizcaba, o les rasguñaba sutilmente los senos; o las abrazaba y las arrojaba al aire, con dulce ingravidez. Las gopis se sentían soñadas... soñadas por Dios.
Pero el dios, que tendía también siempre a la fuga, siempre a generar más tensión -pues el amor se nutre de la separación-, notó un cierto orgullo en las gopis. Y desapareció de su vista. Las gopis quedaron como "hembras elefantes habiendo perdido al líder de su manada". Aún intoxicadas por el rapto amoroso que habían probado, y asediadas por el fantasma de su amado, las jóvenes pastoras empezaron a imitar a Krishna y sus diferentes pasatiempos, sus lilas, sus juegos divinos. "Yo soy él", declaraban libremente. Iban buscándolo por el bosque, jugando enloquecidas, preguntándole a las higueras, a los mangos y a las albahacas (que son la planta de Vishnu) si habían visto a aquel que había secuestrado sus mentes con sus sonrisas y miradas. ¿Acaso han visto a Acyuta (Krishna, el que nunca cae, el permanente), usando una guirnalda de abejas?". Mientras interrogaban al bosque y jugaban en su delirio a asesinar demonios y serpientes como lo había hecho el dios, se percataron de las huellas de Krishna, que se había internado al bosque; huellas que estaban acompañadas de unas más pequeñas, de otra gopi. Celosas, las gopis persiguieron esas huellas y observaron que en un punto las huellas femeninas desaparecían -seguramente porque en ese momento el dios había tomado con sus brazos a su preferida, cargándola en el arrojo del amor que trascendía, si acaso era posible, el que apenas hace unos momentos habían vivido.
Krishna se había llevado a esa gopi, la preferida, y se había deleitado con ella en los placeres del amor, pero cuando ésta pensaba también que era la mejor de todas las mujeres de la tierra, el dios le había dicho que se subiera a un árbol, abandonándola en ese momento.
Mientras tanto las gopis meditaban y cantaban su nombre en alabanza, lo llamaban "un toro entre hombres" y notaban que en realidad no era un gopa, un pastor, sino el Sí mismo de todos los seres encarnados, y anhelaban ardientemente que colocara sus manos de loto en sus cabezas y en sus senos. Decían que cuando él se iba al bosque por un día eso duraba ya un yuga, un eón de miles de millones de años. Y se preocupaban de que sus pies, al ir por el bosque, se fueran a lastimar pisando las pequeñas piedras entre los caminos. Cuando hacían esto -y lloraban y gemían y hablaban incoherentemente- Krishna regresó, sonriente. Las gopis se agasajaron con la presencia de Krishna, llenándolo de flores, besos, mordidas y lisonjas. Y entonces, Krishna, como lo harían también los maestros de las Upanishad, se sentó con las gopis entre los árboles y les reveló la doctrina del amor. Les dijo que toda relación en la que se sirve a alguien en busca de algún beneficio, incluso dentro de la "reciprocidad", está fuera del dharma. La amistad perfecta no busca nada a cambio, es servicio desinteresado. Y les explicó que las había abandonado sólo para continuar su enseñanza, para intensificar su devoción. Él mismo no podía devolverles lo que habían hecho al cortar todos sus lazos con el mundo. Su recompensa era su propia excelencia. Y, sin embargo, justo después de esto iniciaría la danza del amor divino, la rasa-lila.
Las gopis rodeaban a Krishna, dando vueltas, bailando felices, en su divina perichoresis. Krishna, sin embargo, queriendo estar con cada una de ellas de manera indivisa, se multiplicó utilizando el poder del yogamaya y se colocó entre cada par de gopis, posando sus brazos en sus cuellos. Así cada mujer pensaba que estaba sólo con ella, que lo tenía a su lado. El dios las hacía girar, las levantaba hacia el cielo, las dejaba caer y las atrapaba, tocaba sus muslos, sus senos. Y mientras bailaban, pues el universo siempre celebra la intensidad pura del amor, los dioses se arremolinaban en el cielo con sus vehículos luminosos acompañados de sus consortes; los ángeles cantaban la gloria de Krishna; corrientes de flores soplaban y tambores resonaban en la tierra. Bailaban en la tierra, en un mandala móvil, pero ese lugar, Vraj, era en realidad la imagen del reino celestial de Krishna, una tierra bendita. La danza duró muchas noches, innumerables noches. Krishna y sus gopis enlazados en la danza del amor divino, como la luna y las estrellas dando vueltas. Y aunque violaban los preceptos morales (el dharma) -uniéndose ilegítimamente en el bosque- no había ninguna mácula, todo su karma era consumido por el fuego del amor divino, que trasciende todo precepto, está libre de toda causa y es en sí mismo ya la luz de la eternidad. El texto dice que la danza duró una noche de Brahma, eso es, 432 mil millones de años, y pese a eso, cuando las gopis regresaron a sus casas sus maridos e hijos ni siquiera habían notado su ausencia. Las gopis habían tenido una anticipación de lo que sería su existencia eterna en Goloka, el cielo de Krishna.
Esa preferida, la gopi con la que Krishna tuvo un misterioso hiatus, la tradición diría más tarde, era Radha, cuyo nombre significa riqueza, perfección, logro. Un poeta cantaría los amores ilegítimos -más dulces por pecaminosos- de Radha y Krishna. Jayadeva en el Gita Govinda cuenta que el dios y Radha, quien fue elevada a la cualidad de una diosa, la energía misma de la divinidad -su shakti- vivieron amores tormentosos, febriles. Otra luna llena, pero de primavera, toda la naturaleza se encendió como anticipando, como salivando antojadiza por el amor que veía que ya surgía y que iba a materializarse como un remolino entre los mangos, los lotos y los sándalos. Según Jayadeva, en ese tiempo las espinas de los cactus perforaban el cielo redolente y los árboles de mangos temblaban. Primero, en esta efervescencia, Krishna vive lo que podemos describir como un encuentro orgiástico con "una muchedumbre de muchachas encantadoras", algo así como la continuación de la rasa-lila (el Gita Govinda empieza donde termina el baile circular de Krishna con sus devotas). Mientras que Krishna, el melifluo, hacía el amor a todas estas gopis, había una que se alejaba celosa. Radha sentía la pasión que animaba al bosque no como amor sino como muerte. Los gemidos de placer eran lacerantes quejidos de dolor -la luz de la Luna la quemaba como un sol canicular, el viento de los sándalos traía el veneno de serpientes letales-. Enferma, convaleciente en la intemperie, pidiendo el único remedio, "el elixir de su cuerpo", berreando por el médico de su corazón, Radha es visitada por las gopis, quienes le hablan de Krishna y le dicen que él también está desolado. Inicia toda una dulce y titubeante mensajería de amor entre extremos del bosque incendiario. Krishna reza, dice oraciones mágicas al cielo, repite mantras, llora. Las gopis juegan al corre-ve-y-dile, alcanzan a Krishna, destrozado, y le cuentan de Radha, famélica. Entonces toda la naturaleza entra en conmoción -todo el bosque es su tálamo: los árboles, las flores, los animales son extensiones del cuerpo divino estremecido, eléctricamente sacudido por el amor; no sólo el bosque, el universo, es ese lecho nupcial, donde ocurre el hieros gamos del alma y Dios-. Radha se arregla para la batalla de amor: profusos ornamentos, sedas, joyas, flores se engarzan en su cabello, pigmentos rojos fragantes en sus senos y en su vientre. Krishna va montando los vientos de primavera -esa corriente de prana primaveral-, llevando miel, como un viento de mil abejas. "Sólo el vino de los labios de loto apaga el incendio del amor en el corazón", dice el poeta. Krishna responde a la visión de Radha como las olas del mar que se alzan cuando aparece la luna, encabritándose, haciendo grafías de luz sobre la noche. Radha castiga al infiel Krishna, lo araña, lo muerde, lo asfixia con sus piernas, lo aplasta con sus senos. Los truenos del amor resuenan -la gran batalla del Mahabharata con sus millones de elefantes y ríos de sangre intestina, no es más que este combate-. Al consumar su romance, el cuerpo de la amada se convierte en un lienzo donde el dios dibuja con los jugos del amor formas arcanas, fórmulas secretas, cifras y emblemas.
El amor de Krishna y Radha será el sacramento de una religión. Un amor ilegítimo, siendo Radha una mujer casada, será designado el más sublime. Y es que el amor total, en su más alto caudal, destruye toda convención y debe destruir toda huella del mundo para alcanzar lo divino -es un bautismo de fuego-. Y más aún que su encuentro meteórico, se ensalzará la separación como una forma más alta del amor -un delirio sollozante que sólo conduce a Dios-. Es como si el amor fuera esa misma tensión, fuera más él mismo, más potente y concentrado, en el tensarse del arco, en la flecha que apunta al blanco -más que en encajarse en la piel y comer la fruta-. Ese intervalo en que la flecha de Kama (de Eros) hace contacto -entre que el amante vuelve a abrazar al amado- es este mundo, es la trama de esta historia; la huida del dios en el bosque, el vago murmullo de su flauta, la sed de la dulzura que inflama el corazón y hace que nos aferremos a la imagen, al sabor de lo divino, de aquello que hemos ilusoriamente perdido, pero que nos da la energía para levantarnos, para ir de cacería y ser seducido por el ciervo; a encontrar lo divino al tiempo que se vuelve a ocultar. Es el deseo lo que crea el mundo. Y para que el mundo siga creándose debe haber distancia, separación, nuevo deseo. La tensión del deseo es lo que genera el fuego creativo -un calor interno, el tapas que está en el origen de la cosmogonía védica-. Sin separación no hay movimiento -ese movimiento perfecto circular, exitus/reditus-, no hay un ir tras el objeto del deseo, no hay acción. Karma, el constructor del mundo, el combustible del tiempo, depende de kama. Sin el deseo, es posible la paz perfecta de la unión con el Brahman: la gota cae al mar y se disuelve el mundo y toda diferencia. Pero entonces no es posible el juego del amor divino, la relación personal entre el amante y el amado, entre el alma y Dios. Es necesario el fuego y el agua, su danza de opuestos. Aunque la separación sea una ilusión -aunque en realidad el Uno sea todo, y todo ocurra dentro de su cuerpo que es Sat-Chit-Ananda-, esta es la linfa vital que da vida al mundo, la creación misma. Este es el juego perpetuo de Krishna y Radha, el amor que crea el mundo y lo destruye y lo vuelve a crear, separándose sólo para volverse a unir y deleitarse infinitamente en sí mismo: el amor que es la deificación de todas las cosas.
Twitter del autor: @alepholo
Blog del autor: Alejandro Martínez Gallardo –La epifanía de los tejidos
* Versiones de las historias relatadas pueden encontrase en los siguientes textos:
Krishna: The Beautiful Legend of God, traducción del décimo libro de la Bhagavata Purana de Edwin Bryant.
Dance of Divine Love, traducción de los poemas del rasa-lila de Graham Schweig.
Lovesong of the Dark Lord: Jayadeva's Gita Govinda, Barbara Stoller Miller.
Ka, de Roberto Calasso.