El estoicismo nació en una época de incertidumbre política en Grecia, y hasta nuestros días, esa filosofía griega sigue ocupando una parte importante de nuestra vida intelectual. El caos del mundo actual se parece al de la época de los estoicos: el imperio macedonio colapsando después de la muerte de Alejandro Magno; la incertidumbre y sensación de no controlar el futuro son sentimientos que resuenan en nuestra realidad. Del mismo modo que en ese episodio de la antigüedad, nuestro futuro transcurre incierto, ante la expectativa de las catástrofes ambientales y las crisis económicas. Así que no es descabellado pensar en retomar una filosofía que lidia particularmente bien con las crisis.
El estoicismo antiguo parece resurgir en nuestros días. Los egos frágiles y la vanidad desmedida bien podrían remediarse con un regreso consiente a los principios estoicos; ese modus operandi que dicta que si bien hay que actuar siempre hasta el límite de lo posible, hay situaciones ante las cuales somos impotentes. La misma filosofía que inspiró a Marco Aurelio podría relajar un tanto el estrés cotidiano.
Aunque, en esa búsqueda de inspiración en la antigua Grecia existe el riesgo de confundir el estoicismo con la voluntad desmedida, tan presente en las sesiones de coaching y todos aquellos procesos que han vuelto el arte de ayudar a las personas a cumplir sus “metas” un negocio muy rentable. Los estoicos consideraban la poesía como un medio legítimo de conocimiento, pues la lírica fluye sin objetivos ni metas claras. Una verdadera fuente de libertad interior y de actitudes abiertas, alejadas de la constante búsqueda por alcanzar el final prometido de las “metas”.
Ludwig Wittgenstein, estoico moderno, decía que “nada podía ocurrirle”, una manera de explicar que pasara lo que pasara sabría aprovechar la experiencia. Mientras la sociedad moderna se obsesiona cada vez más con los miedos a la pérdida (de la juventud, la seguridad…), la actitud estoica –incluso en exponentes modernos como Wittgenstein– conserva intacta la premisa de no aferrarse demasiado a las cosas. En especial, cuando la mayor parte de acontecimientos de nuestras vidas escapan a nuestro control.
Los estoicos reflexionaron sobre el destino, la naturaleza y el espíritu; fueron moralistas y contemplativos, defendieron una vida de virtuosismo alejada de las pasiones demasiado apremiantes. Nada de lo anterior suena compatible con nuestra sociedad tan adscrita a los apegos. Y aunque toda la evidencia pareciera indicar que el estoicismo no es compatible con el presente, no estaría mal poner en práctica algunos de sus principios. Disminuir la intensidad de nuestras emociones, por ejemplo, lo que no equivale a descartarlas, sino a reflexionar sobre su procedencia y reconducirlas por nuestro propio bien. También a seguir la consigna de vivir más acordes a la naturaleza. Y, por último –y probablemente uno de los imperativos más maravillosos de los estoicos–, a aceptar nuestro propio destino con toda la serie de acontecimientos que vendrán y que son imposibles de cambiar.