La imagen en movimiento nace como una expresión artística con una superioridad contradictoria. Nunca antes una representación de nuestra realidad había sido tan fiel a ella y, paradójicamente, nunca había existido un medio que brindara tanta facilidad para desarrollar ficciones y ópticas fuera de dicha realidad. El séptimo arte nace de esta contradicción, pero la gran empresa cinematográfica capitalista que determinó nuevas formas de ver durante el siglo pasado, pronto encontró en esta dualidad una espacio simbólico a través del cual podía ejercer cierto tipo de control sobre la sociedad.
El cine, en una de sus tantas definiciones, es el ejercicio con el que la humanidad busca encontrarse en su propia proyección; un holograma que invita a un narcisismo colectivo y que encuentra en su aparato la oportunidad de, paralelamente, reproducir y satisfacer sus deseos –tal como sucede en el clásico thriller de Michael Powell, Peeping Tom (1960)–. Como la mirada de quien emplaza la cámara, de quien dirige y escribe las historias, es –desde sus inicios– una mirada masculina, el lente pronto devino en el ojo del hombre voyerista, determinando, a través de su forma de retratar al objeto de deseo, qué y cómo se debe desear. De esta reflexión surge el concepto fundamental de la male gaze, acuñado por la cineasta y teórica feminista Laura Mulvey.
Sin embargo, también hubo cineastas, como Stan Brakhage o Jonas Mekas, que reconocieron en el medio cinematográfico una capacidad poética, obtenida a partir de la disociación de la imagen y el lenguaje. En este sentido, el medio audiovisual instauró la posibilidad de regresar a la visualidad de un infante, donde las palabras aún no interfieren en la definición de colores o texturas; donde puede haber mil tonalidades de verde y no sólo un color; donde el borde que define el límite de los objetos es borroso y cambiante. La imagen en movimiento es poética en tanto se opone a la rigidez del lenguaje y –más allá de un fin ideológico– invita a la sensación.
“Lo que mis dedos sabían” (“What My Fingers Knew”), es el título del ensayo con el que Vivian Sobchack describe el fenómeno de ver los dedos de la pianista de Michael Haneke y sentir en los suyos. Una sinestesia que los niños experimentan cuando se les hace agua la boca con la mera idea de un dulce, o que los fumadores reconocen cuando sienten el peso de un cigarrillo en sus labios, al ver a alguien más fumar. Esta memoria de la materia es un tema que inicia en 1896 con el pensador Henri Bergson y que Gilles Deleuze retoma, específicamente en alusión al espectador cinematográfico, en su libro seminal Cinema 1: La imagen-afección. El filósofo francés asegura que el cine, con su óptica exagerada capaz de ser estirada y modificada, es un medio que no sólo otorga placer del tipo visual. Las imágenes que recibe el espectador tienen un impacto afectivo en todo su cuerpo que es directamente proporcional al estímulo que viene de la pantalla.
Entonces sucede que el cine, aquel aparato ideológico donde se concreta el deseo masculino de objetivar a la mujer, donde se erotiza la diferencia de poder entre géneros, también puede recordarnos, a través de las sensaciones que provoca, la igualdad con la que todos los cuerpos sufren o gozan. Darren Aronofsky es quizá un experto en este tema, haciendo que el público se retuerza ante el dolor de un brazo maltratado por inyecciones o de los pies de una bailarina de ballet. Con una capacidad táctil, el cine nos hace sentir como el otro, afectando directamente nuestro cuerpo –el lugar donde, indudablemente, lo político se vuelve personal y lo personal, político–.
La vertiente más experimental del cine, derivada de Brakhage y otros como Andy Warhol o Michael Snow, pronto condujo al desarrollo de un nuevo arte: el video. En México, la primera persona que se dispuso a hacer poesía con la imagen a través del video fue la pionera Pola Weiss, a finales de los años 70. “El video es el arte de las sensaciones presentes”, aseguraba Weiss de su quehacer artístico. Y su aseveración tiene sentido. Más que contar historias, el video invita a la sensación; sigue esa lógica menos visual y más musical –u opuesta al lenguaje– de la que advertía Brakhage.
El videoarte también se opone a la male gaze en tanto desafía los procesos capitalistas del cine y la necesidad de un conocimiento técnico en torno a su funcionamiento. Además, su proximidad al cuerpo, y su alejamiento de una narrativa climática que emula el placer masculino, lo convirtieron en un formato sustancialmente feminista. Pero el video es el arte de las sensaciones presentes porque, específica y abiertamente, se dedicó a la exploración poética de la imagen, y no porque ésta sea su característica única y propia. La capacidad sinestésica de la imagen en movimiento no es exclusiva de un formato u otro; es inherente al poder del gran medio audiovisual –aquel que en un inicio brindaba a las personas la sensación de estar en una montaña rusa con sólo ver lo que capturaba una cámara subjetiva en esta acción–.
Si bien los grandes intereses capitalistas han cooptado el aparato cinematográfico con el fin de la propagación ideológica a través de la male gaze, es importante recordar que el medio en sí mismo tiene una capacidad subversiva (o poética), capaz de recordarnos la igualdad de la carne. Aquella que nos eriza la piel; que al unir narrativa y sensación, nos hace empatizar, de la misma forma, con un personaje inexistente que con una problemática social. El objeto de la empatía es lo de menos: lo importante es el sentimiento. Toda imagen en movimiento tiene el potencial para devenir en un arte de sensaciones presentes, en la medida en que nos lleva a realizar un acto que, ante la gran apatía e indiferencia que existe en el mundo, es sumamente político y subversivo en sí mismo: sentir. Hacia dónde nos muevan dichas sensaciones, queda en el ámbito de la elección personal.
Twitter del autor: @aleluuu