En el último par de años, el interés por la filosofía estoica ha conocido un resurgimiento notable y un tanto inesperado. En general, la filosofía no ha gozado en ninguna época de una gran popularidad y más bien ha sobrevivido en los márgenes de la existencia, desde donde observa y reflexiona sobre la manera en que el ser humano conduce su vida. Pero con el estoicismo ha pasado que además de que sus principios se han colado al gran público a través de libros y artículos en línea, también parece haber atraído el interés de empresarios, gerentes y altos ejecutivos, un sector de la población contemporánea que podríamos asociar poco con las figuras de Séneca o de Epicteto, por ejemplo, que vivían con apenas lo necesario (unas cuantas prendas, una alimentación sencilla, una casa simple) y que por esto mismo se encuentran en el punto diametralmente opuesto al modo de vida más bien opulento que podemos suponer en aquellas personas.
Con todo, así ha ocurrido con el estoicismo, y acaso no por casualidad. De las varias escuelas y corrientes de pensamiento que han surgido en la filosofía occidental, el estoicismo presenta algunos principios que contrastan notablemente con algunas exigencias contemporáneas del modo de vida hegemónico en nuestra época. Al exceso, la existencia irreflexiva, la ansiedad por el futuro, la búsqueda incesante de la aprobación externa y la persecución perenne de la felicidad, el estoicismo opone recomendaciones orientadas más hacia una vida sencilla, frugal y equilibrada, basada en el autoconocimiento como origen de un bienestar continuo y enraizado profundamente en el sujeto en sí y no en la realidad externa, que siempre está cambiando. En este sentido, frente a la angustia de un modo de vida que exige y parece nunca saciarse, el estoicismo ofrece una alternativa de tranquilidad y entendimiento que por ello mismo parece tan atractiva para los días que vivimos.
Con todo, existe un punto que podría parecer polémico dentro de esta filosofía: el suicidio. No es que los estoicos recomendaran explícitamente la muerte por mano propia, pero acorde a su forma de pensar, el suicido entró en sus reflexiones como una manera de enfrentar un hecho que, por otro lado, es consustancial a la vida misma, esto es, consideraron el suicidio únicamente como otra forma de morir, como otra forma de enfrentar algo que de todos modos no es sino un hecho propio de la existencia: la muerte. En este sentido, en sus Epístolas morales a Lucilo (LXX), Séneca escribió:
La cosa mejor que ha hecho la ley eterna es que, habiéndonos dado una sola entrada a la vida, nos ha procurado miles de salidas.
Séneca, probablemente el mayor de los filósofos estoicos, murió por mano propia; también Catón, uno de los políticos romanos más importantes que suscribió la filosofía estoica y que en uno de los episodios históricos más radicales, se arrojó sobre su espada; Marco Aurelio, el filósofo emperador, murió apaciblemente, pero igualmente consideró el suicido como una posibilidad: "Si no se te deja vivir en libertad, abandona esta vida", escribió en sus Meditaciones.
Teniendo en mente la perspectiva desde la cual consideraban la existencia, el suicidio se presenta más bien como un recurso al cual se puede optar, siempre que su ejecución contribuya a los valores más preciados por dicha filosofía: la virtud, el valor, la realización del ser humano. Puede sonar paradójico, pero quizá parezca menos confuso si pensamos la muerte por mano propia en un marco de circunstancias especificas, en el cual, sólo al morir de de esa manera se preserva la vida virtuosa que se cultivó a lo largo de los años.
"El sabio salva su vida al perderla", escribió Epicteto, una sentencia que, tomada literalmente, hace ver el suicidio de Catón y de Séneca como actos coherentes con su propia vida y el curso que dieron a ésta una vez que decidieron vivir bajo los principios estoicos.
En la Carta LXX de las Epístolas morales, Séneca elogia el caso de un esclavo que, durante un espectáculo similar al del circo romano y sus gladiadores, decidió matarse con la lanza que le habían dado para matar a otro: si de todos modos está sufriendo una condición ignominiosa de la cual no saldría sino condenado a muerte, ¿por qué no tomar la decisión él mismo de sacudirse esa esclavitud deshonrosa? "Es más honesto aprender a morir que a matar", escribe el filósofo al glosar la escena.
Pero, insistimos, esta es una conjunción de circunstancias sumamente específica. Al hablar de Sócrates, el mismo Séneca reconoce con admiración que pudiendo éste haber elegido la muerte por mano propia una vez condenado, prefirió aguardar la cicuta, para ofrecer con su acto algunas enseñanzas últimas: el respeto por la ley, la posibilidad de enfrentar valerosamente los males que más tememos (en este caso, la cárcel y la muerte) y la aceptación de la muerte como parte de la vida.
En este punto, podría parecer que la posición del estoicismo frente al suicidio es ambigua y aun tímida: que ni lo recomienda ni lo niega, que lo acepta pero también arguye en su contra. "¿Te agrada vivir? Vive. ¿No te agrada? Puedes volver al punto de donde saliste", escribe Séneca la misma Carta LXX, con parsimoniosa actitud.
Sin embargo, esta aparente falta de determinación puede entenderse mejor si se piensa que, por encima de todo, en el estoicismo se valoran la existencia y la realización de ésta, siempre una condición de la otra. A diferencia de otros seres vivos, el ser humano tiene conciencia de su existencia y por la misma razón está llamado a orientarla y desarrollarla hasta alcanzar su plenitud. En el estoicismo, toda experiencia de vida se ofrece como una posibilidad de dicho trabajo en pos de la realización.
Ante un dilema, en su posible resolución debe considerarse qué tanto se preserva la existencia y qué tanto esa decisión contribuye a cultivar la virtud, la fortaleza y la realización plena del potencial humano. En la Carta XXIV de las Epístolas morales, Séneca nos dice esto:
El hombre generoso y sabio no debe huir de la vida, sino salir de ella: sobre todo, es necesario cortar ese apasionado deseo de morir que se apoderó en otro tiempo del ánimo de muchas personas; porque es cosa cierta, querido Lucilio, que algunas veces se inclina ciegamente el alma al deseo de la muerte, de la misma manera que a otros objetos, y que esto ha ocurrido en tanto a varones esforzados y generosos y en tanto a débiles y pusilánimes. Aquellos despreciaban la vida, a éstos les incomodaba: otros hay también que, cansados de hacer y ver siempre las mismas cosas, toman disgusto a la vida, sin cobrarle sin embargo aversión. A esto nos lleva insensiblemente la filosofía, cuando exclamamos: ¿Siempre lo mismo? Dormir, despertar, tener apetito, saciarlo, tener frío, tener calor: ninguna cosa tiene fin, sino que todas están entrelazadas en el orbe; huyen y vuelven. El día vence a la noche, la noche al día: el estío termina en el otoño, el otoño en el invierno, el invierno en la primavera. Todo pasa para volver después; ni veo ni hago nada nuevo: ¿no ha de producir hastío alguna vez todo esto? Por esta razón consideran algunos que si vivir mucho no es desagradable, al menos es superfluo.
Como decíamos, no es que en el estoicismo se aconseje la muerte por mano propia como la mejor manera de acabar con la existencia. Nada de eso. Éste se ofrece a veces como una alternativa, pero a la luz de este último fragmento citado, una que se puede tomar sólo cuando, paradójicamente, es la única opción para reafirmar la libertad y la vida.
Sentir la vida como un pesar o como un aburrimiento significa, en ese sentido, no haber descubierto todo su potencial ni tampoco haberla enfrentado con valentía y virtud, como aconsejan los estoicos. Quien, encarando con tanta timidez la vida, pensara en suicidarse, recibiría de un estoico el consejo opuesto: ¿por qué querer dejar la vida cuando ni siquiera se han experimentando todas sus posibilidades? Y, más que esto, ¿por qué querer abandonarla cuando el sujeto mismo no ha descubierto hasta qué grado pueden llegar su virtud, su fortaleza de ánimo y su propia capacidad para sortear la adversidad?
Imagen de la portada: La mort de Caton d’Utique, Jean-Paul Laurens (1863)