De todas las nociones que el ser humano ha inventado para habitar la realidad, una de las más peculiares es el nacionalismo.
Pese a los fantasmas que evoca este término, es muy posible que la mayoría de nosotros hayamos experimentado, siquiera una vez en la vida, dicho sentimiento exacerbado por “nuestra” nacionalidad. Acaso en un encuentro deportivo, quizá cuando vimos nuestra bandera izada en un territorio extranjero, al escuchar los compases de una canción folclórica o en un extraño momento en que nos sentimos en la obligación de defender “nuestra dentidad nacional” (lo que sea que eso signifique) frente a otra persona.
Sin embargo, como todo lo humano, esto también merece una reflexión. O, dicho de otro modo, es un asunto que vale la pena mirar con calma y con perspectiva. Por más que pueda parecernos que la Nación es un ente que ha estado ahí desde el origen de lo tiempos, por un instante podemos pensar que no fue así. Si en vez de mirar la época actual ampliamos este horizonte a, digamos, los últimos 50 años, ¿qué pasa con eso que llamamos “nuestro” país? ¿Y si ese lente lo cambiamos por uno que nos dé la perspectiva de 100 o 200 años? ¿Y si de ahí pasamos a mil o 2 mil años? Todo es distinto, ¿no?
En sus Meditaciones, Marco Aurelio, el filósofo emperador, dedicó una reflexión no al nacionalismo como tal (que no existía como concepto en su época), pero sí, para decirlo con cierta lasitud, a ese sentido de pertenencia que se siente hacia el lugar donde se nació. Como sabemos, Marco Aurelio suscribió las ideas de los estoicos, escuela filosófica que miró la vida con sencillez y simpleza, bajo una pregunta general que podríamos condensar así: ¿qué hace virtuosa la vida de un ser humano? Y en este sentido, la defensa de un apego a la nación, ¿contribuye a la virtud?
La respuesta es categórica: no. Porque, como nos señala Marco Aurelio y la historia en sí misma, nacer en un lugar es un accidente. Nacemos en un país casi con la misma probabilidad como pudimos nacer en otro, crecemos ahí, hacemos una vida (con todo lo que ello implica), pero, a fin de cuentas, todo eso un accidente del tiempo y del espacio, de eso que llamamos probabilidad o contingencia. De ahí que Marco Aurelio haya escrito:
Asia, Europa: rincones del mundo. Todo el océano: una gota del universo. El Athos: un minúsculo terrón en todo el universo. Todo el presente: un instante en la eternidad.
El Athos, cabe decir, es una cadena montañosa que ya en los tiempos de la Grecia antigua se miraba con respeto y solemnidad, más o menos como hablaríamos ahora de los Himalaya o los Andes.
Con todo, la afirmación de Marco Aurelio es clara: nacer en un punto del mundo –y aún, del universo– es una posibilidad entre otras cientos o miles. Eso que llamamos “nuestro” país, nuestra cultura o nuestra identidad no es más que una invención surgida en un instante de la historia, tan frágil como cualquier otra. Hay más, mucho más, que estas nociones por las que ahora discutimos y peleamos. La eternidad, por ejemplo, el océano, la vastedad del mundo y la realidad…
¿Por qué, entonces, defenderla a ultranza? ¿Por qué no mirarla como es ahora, al hilo del presente, tal y como es a luz de los cambios que nos la han entregado así? ¿Por qué apegarnos a una idea pasada de lo que fue –pero ya no es–?
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