Virginia Woolf sobre por qué las emociones sí importan

Las vanguardias de inicios del siglo XX impregnaron todas las artes (y las artes se impregnaron mutuamente, todas). En la literatura, personajes como James Joyce o Marcel Proust hicieron eco del monólogo interno, ese al que ya nos había acercado Dostoyevski en Crimen y castigo, aunque en tercera persona.

Como un resurgimiento de la importancia de lo que ocurre allí dentro (como fugaz renacimiento del romanticismo) estos autores reivindicaron el valor de la percepción de cada uno, que confiere un ángulo distinto, y entender parte del mosaico perceptual es imprescindible. En esta tradición literaria, aparece como parte del modernismo de inicios de siglo Virginia Woolf.

Sin ningún tipo de complejo de género por los roles asignados (y parecer sentimental), Woolf irrumpió para decirnos: las emociones importan, mucho, muchísimo, son como el segundo velo en el proceso perceptivo, incluso, muchas veces, antes quizá que la razón. En Al faro y Las olas, dos novelas extremadamente visuales a pesar de no suceder mucho en la trama (siguiendo la tendencia modernista) Woolf nos enseña a darle su lugar a las emociones; independientemente de que las bloqueemos, neguemos o aceptemos, siempre llegarán a presentarse para platicarnos sobre nuestra personalidad en el complejo y hermoso proceso de percepción del mundo.

La extraordinaria habilidad de Woolf para ponerle palabras a eso que el personaje siente es asombrosa, y hace que uno se sienta acompañado y encuentre la sana normalidad en el mundo de las emociones. Es como si uno percibiera, sintiera, y luego pensara, contrario al proceso de percepción donde la información se procesa inmediatamente por medio de la razón.

Woolf nos anima y nos hace entender que las emociones tienen derecho a su lugar y a que luego ahondemos en ellas (quizá escribiendo para nosotros mismos), con el fin de acercarnos a entendernos a nosotros mismos, pues, de cualquier modo, siempre es esto lo que estamos haciendo.

Ciertamente no hay razón para entregarse a las emociones del todo, ya que siempre hay que volver al presente, pero es cierto que en esta época en que se nos invita (obliga) incansablemente a estar alegres, quizá sea tiempo de dejar de sentirnos anormales por sentir otras emociones (incluso sanas para la psique, por cierto).

Woolf nos invita a verlas de frente, a comprender por qué están ahí, y nos devuelve los colores de cada día pasando por sus luces, sombras, y hermosa variedad cromática:

El señor Ramsey los miraba enfadado. Era una mirada colérica, pero no los veía. Eso los hizo sentirse vagamente incómodos. Habían visto juntos algo que se supone que no deberían haber visto. Habían invadido la intimidad de alguien. Y eso obligó al señor Bankes a decir casi a continuación que estaba sintiendo frío, y le propuso que fueran a dar un paseo, pero Lily pensó que se trataba de una excusa para irse, para alejarse donde no se oyera nadie. Sí, aceptó, pero le costó separar la mirada del cuadro.

(Al Faro)

 

Veo un anillo suspendido encima de mí–dijo Bernardo. […] Veo un charco amarillo pálido–dijo Susana […] Oigo un ruido–dijo Rhoda, pero el ruido de la aldaba que ha sido quitada a la puerta del servicio los ha hecho volar, dispersados como una flecha de semillas.

(Las olas)

 

En el intercambio con los otros, ¿no estamos siempre decodificando nuestras emociones y las del receptor? En este mundo que invita a la simulación de la perfección, volvamos al presente, y demos su nombre a las emociones para comprender más la personalidad de uno, inacabable, siempre en formación, y siempre dispuesta a expandirse cuando vuelve al ahora.

 

Twitter de la autora: @AnaPauladelaTD

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