El titán comiéndose a su hijo, con la mirada desquiciada, es una de las imágenes más acechadoras producidas por Francisco Goya. Titulada Saturno devorando a un hijo, luego de la muerte del pintor, la obra parece menos destinada a representar el mito que le da nombre y es, en cambio, horror canibalesco puro.
Pero considerando su contexto histórico, se le han dado lecturas que trascienden esta superficie mitológica. Una de las interpretaciones más alegóricas la señala como un retrato de un país que, en medio de guerras, consume brutalmente a sus propios hijos.
Si bien su autor no pretendía mostrar al gran público su serie de Pinturas negras, tampoco eran carentes de una fuerte intención expresiva, si bien su significado no era necesariamente evidente. Finalmente, la grotesca figura humana, despedazada en las manos de Saturno, adornaba (quizás cínicamente) el comedor del artista. Por fuerza, algo tan antitético al “buen gusto”, termina por provocar alguna respuesta del observador y, dotada de contexto, su lectura puede incluso invitar a alguna clase de reflexión.
El canibalismo, entre otros tabúes, también es parte del coctel sensorial que es Tenemos la carne, ópera prima del mexicano Emiliano Rocha Minter. Este festín de perversidades da comienzo cuando dos hermanos adolescentes y aparentemente vagabundos, Fauna (María Evoli) y Lucio (Diego Gamaliel), se refugian en los dominios de Mariano (Noé Hernández), un errático ermitaño recluido en un basural de departamento.
La mirada perversa y oscuras palabras de Mariano auguran lo que está por venir. Comienza a inculcarles ideas de un alumbramiento personal alcanzable mediante la aceptación de la oscuridad propia. “No son más que carne pudriéndose”, les dice, incitándolos a aceptar sus deseos más tenebrosos. El bien y el mal no importan cuando todos estamos destinados a la muerte.
Las imágenes de Tenemos la carne son provocadoras, de eso no hay duda. Pero, ¿qué simbolizan, en referencia a la sociedad que retratan? Su productor, Julio Chavezmontes, contextualiza el filme en un México donde las noticias y el entretenimiento, a plena luz del día, conviven en el puesto de periódicos con fotografías de cuerpos decapitados. La de los tabloides es una violencia nada lejana y, de hecho, menos embellecida que la de la película. Sin embargo, de manera casi surreal, somos capaces de ignorarla y pasar de largo.
Ante la indiferencia de ver a México comiéndose a sí mismo, escandalizarse por las imágenes de Rocha Minter casi parece una hipocresía. Es precisamente ahí donde yace una paradoja: si la violencia está ya tan normalizada en una sociedad, ¿puede una película transgredir e invitar a que su público ponga sus valores en tela de juicio?
Si tal es el propósito del filme, sin duda habrá con quienes sí lo logre. Siendo así, ¿qué es lo que busca reflejar con su depravada orgía? En ésta, se subvierte toda idea de familia, libertad y humanidad como las conocemos. Abrazar nuestra propia decadencia moral, y salir del útero desprovistos de toda inhibición para iniciar de nuevo, se antoja contradictorio.
En definitiva, Tenemos la carne es memorable como un chocante sueño febril donde nos invade lo peor de nuestra naturaleza. Sin embargo, no existe una revelación a la salida del útero. Éste no es un Goya en el comedor.
Tenemos la carne se proyecta en el Cine Tonalá de la Ciudad de México como parte del ciclo #MásCineMexicano, iniciativa para impulsar la distribución de producciones nacionales independientes. Estará en la cartelera durante todo el mes de abril; puedes consultar las fechas y horarios de su presentación en este enlace.
Twitter del autor: @Lalo_OrtegaRios