…imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida.
Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, §16
Tengo ya algún tiempo leyendo a Diana Garza Islas, pero hasta ahora entiendo cierta impresión que me produjo desde el principio y que hasta ahora no he sabido precisar: se lee como poesía steampunk. Ahora bien, la idea (muy desinformada, probablemente) que poseo del steampunk es la de una evolución alternativa de la tecnología: ya sea por catástrofe humana o natural, por un Fin del Mundo de los que se dan periódicamente, o por una guerra fratricida que se deja entreleer en algunos episodios del más anodino dibujo animado (aquí la referencia es a Hora de aventura), el mundo de los objetos presenta caracteres familiares en circunstancias muy poco ortodoxas. Un saxofón puede convertirse en un versátil instrumento de precisión, un par de patines son el principio de un correo en zona de derrumbe, los rayos láser y los dinosaurios conviven con las condesitas que salen a tomar el té a las 5 de la tarde. Algo se ha producido: un cambio en la convención al uso de los objetos, pero los habitantes de dichos mundos parecen no darse por aludidos: ven como lo más normal tener un espejo roto por mascota o fabricar un órgano de iglesia a partir de un gigantesco motor de combustión interna. Su lenguaje participa de —al menos— dos realidades, dos convenciones que son fuente de tensión para el lector-espectador que participa de manera parcial en ambas o en ninguna, pero no para los seres de caricatura que se comunican de esa manera. ¿Cuándo se nos olvidó que el Coyote debe leer el letrero de “Mira abajo” para darse cuenta de que está suspendido entre dos nadas? ¿Y si un libro de poemas pudiera despertarnos de una convención similar respecto a cómo entendíamos que suena, funciona, piensa, vive, expresa y sueña un lenguaje que hasta entonces creímos conocer? ¿Caeríamos? ¿Quedaría algo de nosotros? ¿Y qué Correcaminos contará la historia del derrumbe?
Y su traje es invisible y un avión surca sus manos. Andromedea no, sí galaxias inversas que al día cedieran sangre de crayón a la pared líneas en zigzag.Esto es un barco mamá
Ahí he visto ya despetalar de sus ojos asteroides,ningún árbol que atestigüeque un barco es un barco y un quinqué cuelga de un faisán***
A pesar de que Caja negra que se llame como a mí (UANL/Bonobos, 2015) es su primer libro de poesía, el tiempo en el interior de dicha caja es de otra naturaleza. Mal haríamos en aproximarnos al libro como un marinero pidiendo protocolos. La metáfora de base, desde mi perspectiva, no es la caja negra en relación al accidente del cual es mudo cronista y recolector de datos; la caja negra, en ese sentido, no puede ofrecernos interpretaciones sobre la naturaleza del accidente (esas corresponden a los peritos y a los agentes de seguros): la caja negra reconstruye el evento minuciosamente, pero su contenido sólo importa si ha tenido lugar un evento irremediable; su presencia es irrelevante salvo en caso de desastre (literalmente, al perder su estrella, al "estrellarse"). El lenguaje es aquello irremediable que siempre está ocurriéndonos ya previamente. Las conversaciones de los pasajeros, las indicaciones de las azafatas, los chistes malos de los pilotos son dichos por quienes ignoran —y no pudieron haber previsto— el inminente desastre. No importa que se trate de una tripulación de caricatura: los restos del choque no son una suma sino una confluencia de ruinas, un monograma misterioso hecho de fuego, acero y carne humana sin solución de continuidad. Encontrar la caja negra —que en vuelos comerciales suele ser naranja o roja— y conectarle unos audífonos lo que pasó como cuando pasó.
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Mal haríamos en no pedirle poemas al olmo: como los anillos que miden la edad de los árboles, o los rastros de las eras geológicas en la Tierra, uno atraviesa la lectura de Caja negra… como dentro de una selva de tradiciones con un orden extraño, pero no completamente anárquico: el excavador-lector encontrará signos indiscutibles de cantinelas, coplas, villancicos, recetarios médicos, comentarios cabalísticos, monólogos para un nosotros imposible, alguna sección de pruebas clínicas, pero no será del todo incapaz de extraer de ellas ningún diagnóstico. El archivo clínico no cuenta la historia de una enfermedad, sino por así decirlo, la historia de una salud. Lo que está fuera de lugar es la sintaxis, no necesariamente el sentido. Lo que no se encuentra por ninguna parte son las afecciones que tanto preocupan al resto de los poetas: todo es integrado, canalizado, de manera que al poema lo sostenga la espina dorsal de la melodía, no la osteoporosis de una tradición poética sobreconceptualizada que se desmorona periódicamente. Que no haya dudas: nos encontramos en un paisaje en ruinas al leer Caja negra que se llame como a mí, que no es lo mismo que la escena de un crimen o de una tragedia. Como el orden aparatoso e incomprensible de ciertos museos de vejestorios o de juguetes viejos, las cajitas de palabras de Diana conforman signos expresivos más que comunicativos. Dicho de otro modo, la palabra se revela a sí misma en su radiante extrañeza, no para convencer ni conmover, mucho menos —menos que cualquier cosa— para comunicar, sino para plantarse y florecer en su decir mismo, bastándose en su tarea gratuita como los pájaros sobre los trilces.
Sí, su boca, un libro siempreha vierto.(Mi cabeza un halo.)(Una luz color cabeza.) De ángeles cifrandosus aviones en las dunas cuando Dunehill era aquí. (O la anag-nórisis de la guanábana.) Cuando cercenamos, ayer,la caja negra. No tu motor-número-mandorla. No mi hélice licántropa que te amordíacuando cercenamos bienvenir puertos nocturnos. (A su izquierdael divinísimo volcán nevado.)Su nombre de cabeza. Su nombre de cabeza en algodón.¿Esta reticencia a comunicar no nos llevará, pues, a meter Caja negra… en ese cajón amplísimo de libros musicales, “experimentales”, vanguardistas, a los que los críticos más perspicaces acusan frecuentemente de engolosinamientos inofensivos, de fraseos demasiado ensayados, casi coreográficos, como los necios plantados en sus certezas? Es que no se trata de una “reticencia” al comunicar mismo —lo que se comunica no es decible del mismo modo en que damos indicaciones a los turistas o pedimos cinco manzanas rojas al tendero. Es un lenguaje que sirve —aunque esté exento de toda servidumbre— para ofrecer más que para comunicar. Ha de susurrarse más que seguirse el texto con los ojos, con la expectativa que provocan los grimorios al ser (h)ojeados por los aprendices de brujo, que escuchan canciones infantiles donde otros pronuncian encantamientos.
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Algo parecido nos recuerda Wittgenstein al inicio de sus Investigaciones filosóficas a propósito de la adquisición del lenguaje humano: los padres adiestran (es la palabra que emplea el filósofo) a sus hijos para realizar ciertas acciones con palabras, para “usarlas” de un modo absolutamente instrumental; aunque la adquisición del lenguaje y la importancia del nombrar infantil son fundamentales en el libro de Diana, no me parece que se trate de una “crónica” sobre cómo su hijo, Isaí, aprendió a hablar, sino más bien un intento muy logrado de reproducir el funcionamiento de la imaginación lingüística latente siempre en todo decir, eso sin modificar la palabra funda un terreno-otro de significación dentro de ella, como un jardín dentro de un jardín: un interior dentro otro interior, no para transformarnos, pues los jardines no se excluyen sino que se complementan, pues como nos recuerda Jean-Luc Nancy "lo simultáneo sólo existe en un régimen de sueño. Es el gran presente, la copresencia de todo lo que es componible, aun lo incompatible" (en Tumba de sueño).
Cuando leo libros donde aparecen niños o se reproduce su habla, siempre me queda la impresión de que el adulto que lo escribe no recuerda o no tiene ni idea de lo que era ser niño. Pero en el caso de Caja negra… pienso que se trata de la operación contraria: en adiestrar al lenguaje “adulto” en los caminos de la libertad figurativa y expresiva del uso verbal infantil; se trata de un tiempo y espacio en el que el lenguaje no estaba sujeto todavía a su ser-sujeto de la Ley; las faltas de ortografía no existían; la concordancia de género y número nos importaba tan poco entonces como las subidas y caídas de la bolsa de valores: conocíamos el mundo diciéndolo, pero el conocer era sólo una ganancia inconsciente que se derivaba de dicha práctica. O como hace decir Paul Valéry a su Mefistófeles, sobre la infancia del mundo: “Adivinábamos, de ese modo lo sabíamos todo.”
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Se trata de un raro espectáculo en el por así llamarlo “medio editorial”: un libro que desconfía profundamente de sus elementos, al grado de desbordarse desde el título mismo, fabricando herramientas y recursos que son aplicados con la misma vertiginosidad con la que surgen otros completamente distintos: un bosque no escatima en árboles. La caja negra cuenta una historia sonámbula, de los muertos mientras están con vida, por ejemplo, desde cierta perspectiva perversa, pero el documentarse de un lenguaje por sí mismo no puede tener la inocencia de un mudo instrumento de transcripción: la cosa que vive en el lenguaje —o habría que decir: lo vivo en el lenguaje— no puede dar fe de sí misma salvo a través del mismo movimiento que la hace alejarse progresivamente, y siempre de manera irremediable, de su punto de partida. Como sabe Diana, uno siempre está pre-inscrito en el lenguaje (y lleva a cuestas su bagaje).
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Recuerdo un capítulo admirable de La metafísica de los tubos de Amélie Nothomb, donde la niña-Dios enumera las primeras palabras que pronunció en la vida. La séptima era mar, y la aprendió solamente porque estuvo a punto de ahogarse ahí dentro. El asunto con el lenguaje es que es sencillo entrar en él, pero no salir. El mar se remilga las mangas un poco antes de embestir nuevamente, pero una vez que entras en el lenguaje sólo sales muerto o loco. O eso dicen. ¿Pero qué pasaría si el mar mismo pudiera escribir las cartas de los náufragos, y nosotros pudiéramos leerlas comiendo ceviche desde la playa? ¿Qué pasa si la historia no la cuenta el náufrago, sino la mar —la mére, la madre— latente donde sueñan las tortugas?
Una atmósfera onírica impregna las seis secciones-cajas de esta matrioska negra. El decir conserva intacta una referencialidad para con el uso común de las palabras, referencialidad sin deferencia, sin embargo, porque el pan que dice pan también miente. O juega, mejor dicho. La retórica y la expectativa es lo que se encuentra continuamente trastocado e intervenido, pero el sentido de las palabras está. Insisto sobre este punto a través de un ejemplo: el neologismo (de los que algunos libros de poemas abusan al grado del juego autista del lenguaje) está presente en Caja negra… no como un mero homenaje al nonsense o al divertimento del limerick, sino con la familiaridad que presentan algunas palabras soñadas cuando recién nos despertamos, y cuya significación se cimbra apenas son pronunciadas en la vigilia, como peces extraños boqueando fuera del agua.
Confróntese el maravilloso “glosario” final, un gesto sin duda didáctico que recuerda la edición “anotada” de Tierra baldía de T. S. Eliot, donde el autor jugaba a desenmarañar un poco a pie de página las referencias de sus poemas. Aquí un ejemplo de la página 130: “cucúrbita. Enfundar. Amodir. Liminar. Circenser. Remudar. Abadir. Fez. Fístula. Facción. Renhir. Antorchar. Fenecer. Inversamente. Y. Entrever. Bonibon. Zàâá. Ánfora. Pour. Tanto. Quantos. Gatos. Sonrisar. Sí. Oz. Fuelle. Muelante. Good. Así”.
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Los niños cambian las convenciones de sus juegos todo el tiempo: el barco que era la casa ahora se ha transformado en un desierto extraterrestre. Pero mucho de lo que pasa por poesía experimental en estos días (echaría en el mismo saco todo lo que he leído bajo la etiqueta de Alt/Lit) ni siquiera se ocupa de las herramientas que ocupa: el pan siempre es pan, el vino siempre es vino, los libros siempre son cajitas felices y tienen juguetes hechos en China, aunque sus autores se esfuercen en disfrazar su vanidad de indiferencia. La palabra no es en ellos, para decirlo de una vez, mágica. Y a mí en lo personal me ahuyenta “conceptualizar” una escritura al grado de que el relato de aquello en lo que consiste la supuesta conceptualización resulte mucho más prometedor que sus resultados. En poesía es necesario pedir demasiado: tal vez no defendería a capa y espada la noción de verso, pero sí la de ritmo; y no la de sentido, pero sí la de magia. El libro de Diana está compuesto, al menos, de esos dos elementos: ritmo y magia.
Me permito, para terminar, una profesía (con ese, de profesión) en clave de maldición: han sobreconceptualizado la poesía, ¿quién la des-sobreconceptualizará?, aquel que la des-sobreconceptualice gran des-sobreconceptualizador será.
Twitter del autor: @javier_raya